Desde hace siete días, el mundo se reduce a estas paredes. Afuera está la familia, los amigos, el trabajo, la vida de antes. A veces dudo de si alguna vez podremos volver a la vida tal como la conocíamos, si alguna vez existió. Esta gente vestida de verde, de la cual solo hemos visto los ojos, es una promesa de que sí.
El martes dos de febrero amanezco con la nariz borrada. Carecen de olor el café colado, el pan, el jabón, las especias, los perros, el escape del camión del vecino. Voy a la colonia masculina de aroma picante. Al pote de mentol. Estrujo las hojas de la menta. En vano. Busco en Google. La pérdida de olfato es un síntoma de la COVID-19.
El día tres, mi policlínico Pedro del Toro luce desolado. Solo hay animación en el área de laboratorio convertida en consulta, pero me siento en riesgo y regreso a casa.
El jueves, al mediodía, voy al Clínico Quirúrgico. En el cuerpo de guardia destinado a las enfermedades respiratorias la doctora indica el test rápido, que resulta positivo. La laboratorista me realiza el hisopado bucal del PCR y me ingresan. Por suerte, he traído algo de ropa. Anochece cuando me conducen a la sala D, del quinto piso. Allí debo esperar los resultados junto a Raúl y Martha y otros positivos al test rápido. Repetimos la frase que marca la transmisión del SARS-CoV-2: “No sé cómo la cogí”.
En la encuesta, recito los nombres de la veintena de familiares, amigos y compañeros de trabajo con las cuales he tenido proximidad. Los nombres se desgranan como enfermos potenciales y el peso de la conciencia molesta. Establecemos un reglamento: no circular por el cubículo, no aproximarnos ni compartir utensilios.
Martha me cede una mascarilla: “Deben ser de tres capas y las tuyas son finitas”. Vienen los dolores en la cama chirriante y el insomnio, entre frío y mosquitos.
Las rutinas del hospital comienzan con la medicación profiláctica. Las salas se llenan velozmente. Duelen la espalda, el abdomen y la cabeza y la falta de olfato persiste. Los electrocardiogramas y radiografías traen nuevas evidencias. Como terapia, nos indican Rosephin, Interferón y antirretrovirales. Nos estudian.
La noche del viernes es siniestra; la mañana del sábado resulta luminosa, pero falsa. El médico, impasible, me dice: “Su PCR dio positivo; se va para el Hospital Militar”. Los compañeros reciben alegres la noticia de sus resultados negativos. Sin embargo, deben permanecer ingresados por haber sido mis contactos. Me siento un apestado. Llamo a mi madre, como hago desde los aeropuertos. Ella me da ánimos, pero su voz tiembla al decirme que todo estará bien.
Una escafandra viene por mí. Del viaje breve en ambulancia tengo un selfie con ojos de loco. En el hospital militar Doctor Fermín Valdés Domínguez, se respira orden y disciplina. Padecer hepatitis C me hace vulnerable: la posibilidad de complicaciones por tener una enfermedad crónica. Me envían a la terapia intermedia, cuyo nombre me sobrecoge.
El militar funciona como un reloj
Por primera vez en días, siento algo de paz. Recuerdo el consejo de una amiga: Debes prepararte para dos batallas, la del cuerpo y la de la mente, y vencerlas. Los síntomas persisten, pero no sé porqué me siento seguro.
Este lugar funciona como un reloj. Nunca se ve a nadie ocioso. El verde enjambre enmascarado aparece para extraer sangre, auscultar, tomar la temperatura y la tensión arterial, medir los niveles de saturación de oxígeno, hacer electros y rayos X, inyectar y repartir tabletas; servirnos las tres comidas y tres meriendas reglamentarias.
Se les reconoce por la voz, la estatura, la complexión. Como si fueran una especie de ejército concebido para salvarnos la vida y cuya apariencia es lo menos importante.
Me acostumbro a la extracción de sangre e inyecciones por las manos. Mis venas se abren a la punción benéfica. Aprendo a distinguir los síntomas: la sensación térmica del Rosephin intravenoso, la abrumadora variedad de efectos del Interferón intramuscular, que telicúa los huesos… Son dolores necesarios y, poco a poco, los síntomas de la peste numérica irán cediendo ante la avalancha farmacológica.
Este Raúl gibareño supone que se contagió en un viaje a Bayamo, quizá compartiendo café de un frasco o cuando abrió con los dientes aquel paquete de sorbeto. Ser chofer disparó el número de sus contactos. Buscó asistencia cuando sus síntomas estaban avanzados y casi muere. Ahora sufre por haber contagiado a varias personas, entre ellas, su hermana adorada, que pronto saldrá de alta. Compartimos reflexiones sobre la culpa. Quizá no padecer los síntomas más severos, se debe a mi captación temprana.
Dos ancianas me conmueven; me hacen pensar en mi madre, mis tías, mi abuela. Una de ellas repite obstinadamente: “No sé cómo me contagié, si yo no salgo de mi casa”. No está mucho. El doctor Yunier le informa: “Se va a la terapia intensiva, porque tiene bronconeumonía, pero se va a poner bien”.
A la mayaricera Ana Mirtha le insistimos en que se alimente, porque debe fortalecerse para luchar contra la enfermedad y tolerar los medicamentos.
Después llega el moense Luis, también sin fuente precisa de infección y preocupado por el destino de su familia, que llevarán al centro de aislamiento de la Universidad de Moa.
Le contamos de las normas de protección y pronto es celoso velador de la seguridad del cuarto. No circular simultáneamente ni coincidir en algún espacio, lavar las manos con agua y jabón abundante y desinfectar con hipoclorito, que nos proveen con frecuencia, un tratamiento reservado también a los utensilios.
Del estado pulquérrimo de la habitación se ocupa Noraima, que friega suelo, mobiliario y baño con agua espumosa abundante y desinfecta con ríos de hipoclorito. Está orgullosa: “Veinte años aquí, y ni una queja, yo amo mi trabajo, eso no es difícil”. No es excepción. El sentido de pertenencia abunda. Una enfermera (tal vez Yanara o Bárbara, ¡cómo adivinarlo tras los paños!) dice “El cariño cura”, y la experiencia lo demuestra. El dolor de cabeza y espalda y las punzadas del abdomen se esfuman con los medicamentos. Sencillamente, no están más. Eso le respondo al doctor Yunier -o tal vez Elivan- cuando me pregunta amablemente; porque la atención se recibe personalizada y ellos parecen saberlo todo de todos.
En las conversaciones del cuarto hay temas recurrentes: síntomas de la COVID sufridos y efectos de la medicación. Un recién llegado de idioma ajeno pregunta si somos una familia, el afecto y la comunicación le confunden gratamente. “Nunca antes nos habíamos visto”, le confesamos. Compartimos teléfonos para que cada familia tenga noticias, nos instamos a comer y seguir al dedillo la medicación.
El martes nueve, me repiten PCR. De pronto, descubro que estoy recuperando el olfato. Me inclino sobre la bandeja y el leve aroma a calabaza y pollo me hincha el pecho y me saca las lágrimas. Lo grito a los compañeros. Lo revelo a las enfermeras. Llamo a mi madre. Quien haya perdido ese sentido por el virus conoce la emoción.
El miércoles en la noche, una experiencia nos impacta. Un jadeo se aproxima, acompañado de voces. Traen a una muchacha víctima de una descomunal falta de aire. La chica se desploma varias veces. Enmudecidos, miramos la batalla detrás de los mosquiteros: los intentos de reanimarla, de mantenerla consciente, las maniobras con el balón de oxígeno, la rapidez con que se le administra el medicamento en la vena invisible.
No es suficiente con los recursos de la terapia intermedia y se la llevan a la intensiva. Al día siguiente, sabemos que la han salvado. Al elogio, el doctor Elivan contesta: “Cumplimos con el deber. Somos humanos y, más que eso, cubanos”. La cayomambisera Enma sonríe orgullosa.
Aunque han llegado refuerzos de los municipios y de Las Tunas, no hay distingos en el modo de asumir la responsabilidad. Me advierte Raúl: “Aquí a nadie le da pena hacer cualquier trabajo, ese que te sacó sangre es médico, y el que trae la comida, Nelson, es chofer de un organismo”.
Y yo, hipersensible por estos días, me siento orgulloso de esta islita que no quiere dejar morir a ninguno de sus hijos. No importa el resultado positivo de mi segundo PCR, porque el jueves me entero de que todos mis contactos son negativos. Una emoción que conocemos los enfermos de la COVID-19. El perdón. La redención. Arriba un nuevo paciente. El doctor Sergio le examina. Para José, diabético, la historia empieza…
El viernes llega el resultado de mi nuevo PCR. Junto a la emoción, me invade la melancolía porque sé que voy a extrañar este lugar. Aquí he vivido una historia de miedo y salvación que me devuelve la fe. Es la confianza en estos muchachos sin rostro que se arriesgan por cuidarnos, mientras la multitud irracional atiza la pira de los números, donde se queman el noble sacrificio y la economía de mi país.
Aunque no logre distinguir a Yailín de Yaneri o Anisley, y lo mismo me pase con Dania, Ana Ailín o Alina, esas presencias benéficas que invaden este lugar, voces sin rostro detrás de las paredes, inevitablemente convocan a creer y luchar.
Gracias, Hospital Militar Fermín Valdés Domínguez por acogerme en tu Zona Roja, donde cada día se defiende el milagro de la vida. En el taxi que me trae a casa, estoy llorando.