Cuatro años de una gestión gubernamental caótica y extremadamente ruidosa, no fueron suficientes para Donald Trump, quien en los últimos meses de su mandato intentó posicionar la desesperada carta del fraude electoral, incluso antes de la celebración de las elecciones; luego, sin resultados, presionó a los legisladores para que desconocieran la victoria del demócrata Joseph Biden y por último, frente a una horda de miles de seguidores, acudió a la alternativa que más acompañaba a su impenitente y compulsiva personalidad, convocar a la masa reunida y animarlos a “luchar como el demonio”.
Lo que ocurrió el 6 de enero frente al Capitolio en Washington D.C. fue consecuencia de una acumulación de odio promovida por el propio presidente en cada una de sus arengas, tal como intentaron demostrar los gestores del segundo juicio político al que se enfrentó Trump y del cual, nuevamente, salió absuelto.
Con ese triunfo, quedó validado el infausto argumento de su defensa: las palabras del mandatario no suponían un llamamiento literal a la violencia o a la comisión de delitos, sino que forman parte de una “retórica política habitual” protegida por la primera enmienda de la Constitución, que consagra la libertad de expresión.
Para decirlo con Rick Wilson, estratega político republicano y consultor de medios, la decisión de exonerar a Trump demuestra que “todavía es dueño del Partido Republicano”, una condición que, según él, le importa a la historia y expone a un país carente de un partido político funcional y capaz de enfrentarse a “un hombre que intentó subvertir la elección mediante la violencia”.
Una encuesta de Morning Consult, realizada en los días posteriores al juicio, confirma las palabras de Wilson. El 59 por ciento de los votantes republicanos consultados quieren que Trump asuma una función importante en el futuro de ese partido, lo que equivale a un aumento de nueve puntos porcentuales de una encuesta de seguimiento efectuada el 25 de enero.
Aunque Trump no fue condenado, el juicio político del Senado constituye hasta hoy, el informe más completo del ataque a la sede del Legislativo. Este sábado, Madeleine Dean, demócrata por Pensilvania y una de las gestoras del juicio dijo, ante los senadores, que a pesar de ser “testigo del horror”, no conocía el alcance de los hechos, “cuán deliberada era la planificación del presidente, cómo había invertido en ella, ni cuántas veces incitó a sus partidarios con estas mentiras”.
Los congresistas de la Cámara de Representantes designados fiscales en el proceso político y liderados por el demócrata Jamie Raskin, presentaron evidencias de la magnitud escalofriante del ataque. Imágenes de las cámaras de seguridad del Capitolio, grabaciones inéditas de la operadora de la policía y un arsenal de videos y fotografías publicadas en redes sociales junto a relatos de reporteros, oficiales y participantes de la protesta construyeron la radiografía de los acontecimientos hasta el punto que algunos senadores conocieron en el juicio cuán cerca habían estado de los atacantes.
A pesar de las pruebas, el equipo de defensa del expresidente levantó como objeción que la conformación de los materiales acusatorios estaban basados en reportes noticiosos, sin verificar y en publicaciones de redes sociales con las cuales solo probaban que los alborotadores cometieron un delito y no Trump.
No obstante, un artículo publicado en The New York Times asegura que la exposición de los gestores hizo comprender “de una manera contundente” hasta qué grado los miembros de la turba pensaban que estaban actuando en representación de su mandatario. Videos grabados por los atacantes certifican su euforia como cuando Trump declaró que debían “recuperar nuestro país” y “mostrar fuerza”, algunos comenzaron a gritar: “¡Asaltemos el Capitolio!”, “¡Invadamos el edificio del Capitolio!”.
La protesta, señaló el diario Politico, fue solo la punta de un iceberg, pues nadie sabe cuántos estadounidenses se habrían unido voluntariamente a ellos si hubieran estado en Washington ese día. De ahí que lo más preocupante deje de ser la insurrección en sí para enfocarse en la “radicalización masiva”.
De acuerdo con Michael Jensen, experto en extremismo que dirige el equipo de radicalización nacional en el Consorcio Nacional para el Estudio del Terrorismo y Respuestas al Terrorismo en Estados Unidos, ese fenómeno involucra a decenas de miles o millones de personas que son vulnerables a mensajes extremistas recibidos de individuos influyentes.
Según dijo Jensen a Politico, para que la radicalización ocurra a escala masiva es necesaria la conjunción de tres factores. En primer lugar, la formación de una audiencia que recepcione la narrativa extremista, la cual le dice que sus prejuicios son el producto de una conspiración que intenta socavar su forma de vida y bienestar. En segundo lugar, una voz influyente que promueva esa narrativa de “otredad”, que además de polarizante, proyecta a sus oponentes como individuos contra los que hay que luchar para preservar sus formas de vida. En tercer lugar, el fenómeno se completa con un mecanismo de difusión de esa narrativa, la cual actualmente, puede transmitirse a cientos de millones de personas en cuestión de segundos.
“Una vez que esa narrativa se convierte en un llamado a la acción, cuando no se trata solo de cambiar las creencias de alguien, se trata de inspirarlo a actuar de acuerdo con esas creencias, obtienes el 6 de enero. Obtienes una movilización masiva”, zanjó el experto.
Aunque Donald Trump no fue condenado como resultado de su segundo juicio político, el ex abogado especial de acusación de la Cámara de Representantes de EE.UU., Alan I. Baron, cree que tampoco fue exonerado porque “el comportamiento desvergonzado de este narcisista grotesco es ahora una parte indeleble de la historia”. Así es como la política estadounidense plagada por figurines va impregnando una zozobra que se está haciendo crónica en su ciudadanía. El 6 de enero es una prueba irrefutable. (Tomado de Cuba en Resumen).