En una de sus crónicas estadounidenses, la fechada 15 de julio de 1882 y publicada en La Nación, de Buenos Aires, el 13 de septiembre siguiente, José Martí sostuvo: “Hay hombres en quienes el bien reposa, —que son los apóstoles; y otros en quienes el mal rebosa, —que son los asesinos, —como hay buitres y hay palomas”. Y en otra de ellas, la del 23 de junio de 1887, difundida en El Partido Liberal, de México, el 15 de julio de ese año, escribió: “Para conocer a un pueblo se le ha de estudiar en todos sus aspectos y expresiones: ¡en sus elementos, en sus tendencias, en sus apóstoles, en sus poetas y en sus bandidos!”
A Donald Trump no podría reservársele más que tres de esas clasificaciones: las de asesino, buitre y bandido, ni paloma ni apóstol ni poeta. Pero, para no entrar en detalles, dígase que quien se va de la Casa Blanca sin realizar su sueño de ser reelecto es el último de los doce césares que han fracasado en el afán de asfixiar a Cuba, y acaso —descontando el capítulo de Girón y el establecimiento del bloqueo— el que más ha hecho y de modo más obsesivo ha actuado entre ellos con el fin de conseguirlo.
Ahora toca el turno al decimotercer césar que el voraz imperio norteño ha tenido desde 1959 hasta la fecha. Con una potencia como esa, si de maldad se trata, siempre se puede esperar más. Pero, aunque no lo quisiera, al nuevo presidente le toca hacer todo lo posible por mostrarse menos malo que el grosero y aberrante magnate que ni siquiera ha querido presenciar la toma de posesión de su sucesor, y hasta promovió maniobras que de momento culminaron en lo que tuvo tintes de sedición para mantenerse en la Casa Blanca, pero podrían tener derivaciones futuras.
Son tales los pavores plantados por Trump que a Joseph Biden —aunque nada sugiere que sea poeta, ni tenga pinta de apóstol— podría serle relativamente fácil parecer la paloma que viene a ocupar el sitio que su contrincante perdió. Pero no sería precisamente muestra de lucidez vaticinar cambios profundos en los Estados Unidos, cuyo sistema —que engulle, digiere y capitaliza personalidades: sean políticos elegantes como Obama, o inciviles como Trump— propició el triunfo electoral del Patán Donald en 2016, en una nación donde en las recientes elecciones él alcanzó bastante más de setenta millones de votos y sigue teniendo adoradores.
Sus partidarios lo ven como la encarnación del más recalcitrante mesianismo imperialista, que no es una anomalía ocasional. Se trata de la orientación sembrada en la médula del país desde que se fraguó, a partir de las Trece Colonias Británicas, para llegar a nación independiente y dar riendas sueltas a su voracidad planetaria. Y esa actitud la nutre un supremacismo que Trump ha hecho suyo con ribetes de Ku Klux Klan y todo.
Pero aterra ver y oír cómo alguien que —según se le presentó— es activista de los derechos humanos en los Estados Unidos, y hasta por circunstancias étnicas debería estar preparado para no dejarse confundir, entrevistado por Telesur expresa jubilosa confianza en los cambios que supuestamente hará el nuevo gobernante.
Para que esté claro lo que aquí se apunta, basta señalar que incluso en lo tocante a la política de los Estados Unidos hacia Venezuela el entrevistado vaticinó grandes cambios, porque —dijo— Biden seguirá la línea de Barack Obama, a quien acompañó como vicepresidente.
No es posible oír en calma tales afirmaciones. El Obama que viajó a Cuba para dar camino a su afán de neutralizarla y alcanzar por otras vías lo que el bloqueo no había logrado —aplastarla y poner fin a su proyecto revolucionario—, partió de La Habana a Buenos Aires, y no en son de vacaciones entre asados y tangos, sino para desde allí orquestar, entre otros fines del imperio, la ofensiva contra la Venezuela bolivariana.
En cuanto a las características étnicas de Obama y de la actual vicepresidenta, Kamala Harris —primera mujer en ocupar ese alto cargo en los Estados Unidos—, hay algo que tampoco debe pasarse por alto. Antes de que Obama llegara a la Casa Blanca, el imperio había experimentado exitosamente con un secretario y una secretaria de Estado de similar etnicidad, y resultaron altamente funcionales para el sistema.
En estos días algún estadounidense de ancestros africanos estuvo entre las huestes trumpistas que asaltaron el Capitolio Nacional de ese país. No vale olvidar que hay intereses y aspiraciones de mayor peso y más determinantes que la condición étnica.
Ojalá Biden logre mejorar la realidad de su propio país —con pandemia letal pésimamente manejada, economía en crisis y agudas tensiones sociales—, y sorprenda con cambios de política favorables para nuestros pueblos. En cuanto a Cuba, de entrada bastaría que diera marcha atrás a las sañosas medidas con que su predecesor le ha minado el terreno.
Aunque Biden lo hiciera con iguales fines que Obama —sacar provecho de un cambio de imagen y conseguir así influir más en Cuba, contra ella, que con la política de abierta hostilidad—, la dirección del proyecto revolucionario cubano podría hallar para su pueblo respiros que le vendrían bien. Pero ese no será el propósito del gobierno estadounidense.
Por lo pronto, lo que le toca al pueblo cubano es celebrar el fracaso del último de los doce césares que hasta ahora han intentado doblegarlo. Y debe asimismo prepararse para enfrentar con sabiduría y resolución las maniobras del nuevo césar y su equipo, y de los que vengan luego, ya se basen en la política de seducción y zanahoria o en la de garrote y agresiones —¿se podrá descartar otra etapa de Trump?— para descoyuntar de una vez por todas a un pueblo que mayoritariamente se ha mantenido firme y se ha hecho respetar en el mundo.
Al menos en lo inmediato, para las prioridades del gobierno de los Estados Unidos en las circunstancias en que lo ha dejado Trump, el tema Cuba pudiera no tener gran peso ni ser de la mayor urgencia. Pero para el pueblo cubano y su dirección es decisivo mejorar, pese a todo, la economía y el funcionamiento del país, ya sea sin bloqueo o, lo más probable quién sabe hasta cuándo, con él.
Y ahora, si de césares se trata, viene el 13, número que, según supersticiones internacionales, anuncia mala suerte, como la que puede esperar a un Biden encargado de revertir los graves embrollos internos e internacionales que Trump ha dejado en sus cuatro años de gestión. Pero, para Cuba, en el número 13 se combinan augurios cabalísticos de los que su pueblo ha sido capaz de burlarse, y la maliciosa chacota con que el humor de la nación se ha auxiliado para enfrentar obstáculos, desafíos y conjuros.
Útil y bella reflexión, además de muy actualizada. Que bueno sería que estos escritos aparecieran en medios de mayor circulación y más leídos. Percibo que los más necesitados no leen estos artículos.
Algo más, Obama vino a colarse desde dentro y la Clinton le daría continuidad, de seguro el nuevo presidente será el continuador.