Las nociones de austeridad y prosperidad han suscitado particular atención y diversas valoraciones, especialmente quizás en los últimos años. El entendimiento de la primera parece haberlo oscurecido el uso instrumental que el capitalismo ha hecho de ella para justificar manejos económicos y políticos, mientras que la segunda ha cargado frecuentemente con la sombra del egoísmo y las ambiciones personales.
Ante el avance del socialismo en gran parte del siglo XX, el sistema capitalista insufló fuerzas a la socialdemocracia para aplacar demandas de la clase obrera. En ese camino se acuñó el concepto de estado de bienestar, aunque el bienestar seguía siendo mayoritariamente para los más ricos, tanto como el control del estado.
Y luego, sobre todo ante el desmontaje del campo socialista europeo y la desintegración de la Unión Soviética, el propio sistema capitalista empezó a zarandear el llamamiento a la austeridad. No para promoverla como contribución a la equidad social y a la salvación del planeta, propósitos con los cuales resultaría sano asumirla y fomentarla, sino como condena para las mayorías. Manipulada por los poderosos, ha servido para que las frustraciones y la pobreza las sufran principalmente las personas y naciones más pobres.
Esa es historia reciente, o aún viva, y conocerla está al alcance de quienes se interesen en ella. A las masas populares vale suponer que su propia existencia les ha dado no poca información, experiencia vivida. Pero estos temas serán aquí apenas rozados en relación con lo que significaron para José Martí.
En su pensamiento y en su conducta fue cardinal la decisión de echar su suerte con los pobres de la tierra. Así se lee en sus Versos sencillos y se confirma en el artículo que publicó el 24 de octubre de 1894, precisamente con el título “Los pobres de la tierra”, en el periódico Patria, fuente —si no se indica lo contrario— de sus otros textos aquí citados. En el poemario y en el rotativo salta a la vista que la relación de Martí con los pobres no se limitaba a los de su tierra: se extendía a los de la tierra toda, al mundo.
En cuanto a sus compatriotas, se vinculó con todos los que, pobres o ricos, estuvieron dispuestos a apoyar honradamente a la revolución independentista, pero su más profunda simpatía lo unió con aquellos a quienes en el artículo antes citado, refiriéndose a “los obreros cubanos en el Norte”, llamó “los héroes de la miseria”. Su visión y sus simpatías las fortificaban el hecho de que el ímpetu independentista lo mantenían vivo, mayoritariamente, los más humildes.
En su medular discurso del 26 de noviembre de 1891, que pronunció en la etapa decisiva para la fundación del Partido Revolucionario, y se conoce por su concluyente lema “Con todos, y para el bien de todos”, concentró la valoración que le merecían la masa trabajadora y la actitud de esta con respecto a la patria.
Frente a quienes se oponían a la guerra de liberación —como aquellos, entre otros, a quienes denominó lindoros, olimpos de pisapapel y alzacolas—, enalteció a las fuerzas para las cuales dignificó el rótulo de “turba obrera”. Dirigiéndose a compatriotas emigrados en Tampa que apoyaban la independencia, los llamó “el arca de nuestra alianza, el tahalí, bordado de mano de mujer, donde se ha guardado la espada de Cuba, el arenal redentor donde se edifica, y se perdona, y se prevé y se ama”.
A lo largo de su vida él mismo fue un trabajador, algo en lo que no suele insistirse lo bastante, y su identificación con esas huestes fue entrañable: “el corazón se me va a un trabajador como a un hermano”, escribió en carta del 16 de noviembre de 1889 al activista obrero Serafín Bello. No por azar buscó y halló entre las comunidades de compatriotas obreros emigrados el apoyo principal para fundar el Partido Revolucionario Cubano y trazar sus definiciones cardinales.
Debe añadirse que para él la pobreza no fue fatalidad, sino opción. Talento le sobraba para haberse hecho rico, y vivió con la mayor austeridad. No fue mera declaración verbal ni sonajero demagógico su voluntad de echar la suerte con los pobres: vivió como ellos, fue uno de ellos. Con su labor periodística ayudaba desde la emigración a la madre, que se hallaba en La Habana, pero en general llama la atención la humildad con que vivía incluso cuando en Nueva York era corresponsal de diarios relevantes y llegó a ser cónsul a la vez de tres países: Argentina, Uruguay y Paraguay.
Tampoco cuesta mayor esfuerzo suponer que en esas tareas no veía ni buscaba caminos para el lucro personal, sino modos de propagar ideas que sabía necesarias para la salvación de Cuba y toda nuestra América, y para salvar el equilibrio del mundo. Al hacerlo ejercía lo que en el pórtico de Ismaelillo denominó “utilidad de la virtud”, divisa de su existencia. Y una de sus grandes virtudes fue la austeridad.
Escogió ser pobre, y si alguna vez pudo acaso estar holgado de caudal cabe conjeturar que lo habrá dedicado a los fondos de la revolución. Los cuidaba con celo mientras podía custodiar un maletín lleno de dinero y vestir trajes raídos. Se sabe de sus zapatos con suela rota, y del pantalón que Máximo Gómez le prestó. Cuando ambos organizaban su traslado a Cuba para incorporarse a la guerra, y presumiblemente por iniciativa de Gómez —a quien habría impresionado la pobreza de su indumentaria—, se le hizo al Delegado del Partido Revolucionario Cubano, en Montecristi, su último traje.
Todo desaprueba tanto el énfasis como el silencio con que, desde un ángulo o desde otro, parece haberse querido tratar su idea de la prosperidad como condición apetecible. A la luz de su pensamiento y, sobre todo, de sus actos, esa idea alcanza cada vez mayor vigencia, como puede apreciarse en su artículo “Maestros ambulantes”, publicado en mayo de 1884 en la revista La América.
En ese texto escribió dos oraciones a las que dio jerarquía de párrafo: “Ser bueno es el único modo de ser dichoso” y “Ser culto es el único modo de ser libre”. Y a esas declaraciones sobre los valores del pensamiento y la cultura, añadió: “Pero, en lo común de la naturaleza humana, se necesita ser próspero para ser bueno”. Algunas interpretaciones parecen subrayar, desgajado del contexto, lo relativo a la prosperidad, y lo consideran referido mecánica o meramente a la riqueza individual.
Esa interpretación tropieza con la médula del texto y del pensamiento de Martí, de su sentido de la vida, que para él fue, como se ha dicho, un hecho moral. A las palabras citadas agregó las que remiten, como base de la prosperidad, a la noción del trabajo, no a ganancias egoístas: “Y el único camino abierto a la prosperidad constante y fácil es el de conocer, cultivar y aprovechar los elementos inagotables e infatigables de la naturaleza”.
Y falta por ver lo fundamental de la visión que en ese artículo Martí plasmó sobre la prosperidad. No dice sin más que “se necesita ser próspero para ser dichoso”, sino que ubica esa noción en lo que le da fundamento: “en lo común de la naturaleza humana”. Pero él no se hallaba en esos márgenes, sino en lo extraordinario, como suele ocurrir a los grandes luchadores por la justicia, aunque no siempre con el grado de pureza que seres como él mismo, y alguien tan afín a él como Ernesto Guevara, han personificado.
Pero era también el político que sabía que a los colectivos humanos no se les guía sin contar con las características y las aspiraciones personales de sus integrantes, y comprendía además lo saludable de no propiciar los malos o corruptores consejos de la penuria. Aunque sin llegar a las cimas de lo extraordinario, siempre ha habido y habrá quienes luchen y trabajen motivados por la significación moral del esfuerzo, pero no se debe desconocer que esa no es la medida de lo general.
En cualquier caso, cuando hoy —desde perspectivas sospechosas de pragmatismo— se dictamina que el estímulo salarial hará que “la gente trabaje”, se es irrespetuoso, además de injusto, con quienes han dedicado su vida a trabajar para el bien común, para el fortalecimiento de la Cuba revolucionaria, sin hacer depender del salario su consagración, por indispensable que el salario sea.
En cuanto a que Martí no confundía prosperidad con riqueza u ostentación, habrá de volverse siempre a su identificación preferente con los humildes. Y es indispensable tener presente hasta el sentido de sencillez con que, desde los preparativos de la guerra, y en ella, ideó el gobierno que en la contienda debía fundarse con alma válida para abonar la república futura.
Según su plan emancipador para el gobierno de la república por fundar, preveía que todas las opiniones estuvieran representadas, pero sin obviar una condición justa: “Que la minoría estará siempre en minoría: ¡como debe estar, puesto que es la minoría!” Así se lee en el apunte identificado con el número 186 en el volumen de Fragmentos —el 22— de sus Obras completas.
Su pensamiento y su capacidad de previsión lo hacían incluso valorar cómo debían proyectarse y comportarse los combatientes de la revolución, cualesquiera que fuesen su grado de heroísmo y su jerarquía. Así como fue el máximo dirigente, con el democrático título Delegado, del Partido Revolucionario Cubano que fundó para preparar la guerra, y vivía y vestía humildemente, tenía derecho a desear que los representantes todos de la revolución respondieran a ese ideal de conducta, de austeridad.
No era una invención suya, y menos todavía un capricho que en otros podría tener visos dramatúrgicos. Era, ante todo, claridad sobre los intereses que se defendían y los fines buscados, y lealtad al ejemplo de quienes —como Francisco Vicente Aguilera, Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte— renunciaron a sus riquezas y murieron en extrema pobreza material. Fueron también, como él, seres irreductibles a “lo común de la naturaleza humana”.
Afincado en su tiempo, y con visión planetaria, pensaba en el futuro de su país. En el artículo “‘¡Vengo a darte patria!’ Puerto Rico y Cuba”, publicado el 14 de marzo de 1893, anticipó: “Volverá a haber, en Cuba y en Puerto Rico, hombres que mueran puramente, sin mancha de interés, en la defensa del derecho de los demás hombres”.
Con esa luz organizó la guerra, y ya en ella ratificó la orientación de su pensamiento, por lo que se mantenía atento a lo más abarcador y a los detalles, por insignificantes que a otros ojos pudieran parecer. En su Diario de campaña se asiste al puntual testimonio del representante de una gesta que se hacía principalmente con el sacrificio de los más humildes.
De ello da un indicio relevante la anotación del 5 de mayo. Se refiere a un héroe formidable por quien sentía inmenso y merecido respeto, y admiración, y en cuya irrestricta entrega a la patria confiaba. Pero no es entusiasmo lo que se aprecia en su observación de que, en medio de aquellas tropas formadas en su gran mayoría por campesinos y otros hombres humildes, el héroe no solamente vestía “traje de holanda gris”: “ya tiene plata la silla, airosa y con estrellas”.
La significación del apunte —que no se agota en discrepancias puntuales, aunque inseparables también de su concepción general de la brega revolucionaria y el pensamiento con que esta debía acometerse— se aprecia con mayor claridad porque no se refirió en esos términos a una silla cualquiera, sino ejemplar, guiadora.
Tal vez no haya mejor muestra de cómo leer y entender a Martí si se trata de calar en los nexos que para él tuvieron la austeridad y la prosperidad, y el modo más pleno de echar la suerte con los pobres de la tierra. Nutrido de una experiencia planetaria que lo puso en contacto presencial con las limitaciones de la democracia y los postulados liberales de la primera República Española, de las naciones independientes en nuestra América y, sobre todo, de los Estados Unidos, en las Bases del Partido Revolucionario Cubano, escritas por él, se lee que uno de los propósitos fundamentales de esa organización era fundar en Cuba “un pueblo nuevo y de sincera democracia”.
Así era la Cuba que él deseaba que surgiera de sus luchas por la independencia, luchas que no debían reproducir el incumplimiento medular que él apreció en las repúblicas constituidas en los pueblos hispanoamericanos que habían logrado librarse del coloniaje: “Con los oprimidos había que hacer causa común para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”.
El alcance mayor de esa iluminación de su ensayo “Nuestra América” sigue aportando claridad no solo para los afanes independentistas, sino también, o sobre todo, para los proyectos de justicia social. No basta luchar contra los intereses de los opresores: es igualmente necesario luchar contra sus hábitos de mando. Y de vida, cabe añadir, considerando el ejemplo de austeridad del propio Martí.
Muchas y profundas razones tuvo Fidel Castro para proclamar que en Martí halló la Revolución Cubana su fundamento moral.