Graziella se “aplatanó” inmediatamente después de su llegada de Europa. Sintiendo por Cuba ardientes pasiones, pasó seis meses sin pronunciar una sola palabra en español, hasta que, de súbito, amaneció hablando corrientemente. Era a causa de su aversión contra los improvisados, por lo que no quería hacer uso de un idioma antes de estimar que lo dominaba correctamente.
Son las palabras de su padre, Marcelo Pogolotti, cuando habla de la llegada desde Europa, donde Graziella había nacido y aprendido su lengua materna, el francés, idioma que dominaba, así como el italiano. Entonces Graziella tenía apenas ocho años.
Aquí vivía con sus padres, Marcelo y Sonia, en una modesta vivienda de la calle Peña Pobre. La guerra mundial había apresurado el viaje a Cuba. Hasta entonces, apenas conocía algunas palabras del español. Con la lengua eslava estaba familiarizada, debido a que su madre era rusa. La comunicación familiar contribuyó al dominio, hasta la perfección, de estas lenguas.
Bastarían esas impresiones del pintor cubano para definir la personalidad de Graziella. Pero ella daría –y da– muchos motivos más para advertir su inteligencia y voluntad a lo largo de 90 años que celebraremos este 24 de enero.
En el libro autobiográfico Del barro y las voces, que publicó Letras Cubanas en 1982, el propio Marcelo describe a la hija que apenas vio, y que, aun siendo niña, le detallaría las exposiciones de pintura a las cuales concurrían, porque Marcelo había perdido la visión. Sin imaginarlo, Graziella se iba formando como crítica de artes plásticas.
El propio Pogolotti apunta sobre su hija: “se interesó por la política. Se manifestó desde que llevaba trenzas…”.
Fue fácil para Graziella estudiar en Cuba, ir a la Universidad de La Habana, graduarse de doctora en Filosofía y Letras, ganarse una beca sobre literatura francesa contemporánea. Alcanzados los grados superiores en Francia, regresaría de inmediato a Cuba y siguió las luchas emprendidas en el ambiente universitario, y hasta estudió Periodismo en la Escuela Manuel Márquez Sterling. Sin denostar esa escuela, le he oído decir: “aprendí poco allí”.
Claro, ella en sí era una maestra, y no todos los profesores tenían el rango intelectual de José Zacarías Tallet, por ejemplo. Pero allí aprendió el oficio para comunicarse con las masas y los ardides de la prensa. Dominó la máquina de escribir: su compañera de todos los tiempos, hasta hoy.
Nada fue fácil para Graziella Pogolotti, única hija, cuyos padres tenían que luchar en condiciones muy difíciles. Sin embargo, la sabiduría de Marcelo y de Sonia contribuyó extraordinariamente a templar su carácter, partiendo de la voluntad y de la cultura que los distinguían.
Nadie mentiría si dijera que la Pogolotti es hoy una de las intelectuales más cultas de Cuba. ¿Qué no sabe Graziella de las artes, la historia, la política y la vida cotidiana?
La necesidad de abrirse nuevos caminos en la cultura, aprovechando las novedades de la Revolución Cubana en marcha, la hizo andar por los caminos más azarosos, sin importarle las dificultades. Bastarían como ejemplos sus años, desde la fundación del grupo Teatro Escambray, con el cual marchó, aprendiendo un modo nada sofisticado de hacer arte, y enriqueció aquella hermosa aventura (que no olvida) en las montañas de Las Villas, aun cuando se involucró en la compañía teatral para llevar a cabo, digamos, un estudio social en el Escambray.
Ninguna de las especialidades de la cultura, ni del quehacer político revolucionario o la teoría del marxismo, le han sido ajenas a la Pogolotti. Tuvo olfato para reconocer dónde estaba el bien para Cuba, desde los días de la lucha insurreccional, aun antes.
La intelectual profunda y versátil, de sonrisa pícara al hablar, siempre sorprende con un criterio excepcional. Su voz se espera, como colofón, en congresos u otras reuniones.
Está acostumbrada a verlo todo, preguntando a los que tienen el privilegio de ver la luz. Y sabe escuchar en silencio a los demás. Hace muchos años que cuenta con lectores, y está al día de lo que ocurre en el mundo y de los hechos culturales significativos, comenzando por las corrientes literarias. La curiosidad es uno de los avales indiscutibles de Graziella Pogolotti, el abono de sus conocimientos. Y por eso siempre sabe lo nuevo.
Trabajadora de la Biblioteca Nacional, profesora universitaria y luego Decana de la Facultad de Artes y Letras, redactora de la revista Revolución y Cultura, y otras publicaciones, fungiendo como responsable, o subalterna a lo largo de los años, siempre Graziella Pogolotti se ha destacado, ha aprendido y enseñado. Si hoy le preguntamos cuál ha sido su mayor responsabilidad o la más querida, dirá: “Aquí donde estoy”.
Graziella se crece cada día. ¿Acaso no la leemos semanalmente en Juventud Rebelde y en Granma? ¡Qué lengua española mejor aprendida para expresar como se debe cuánto hay de bien, o por mejorar!
Para Graziella hubo una vida –según ella misma ha dicho– desde que la conoció, que le hizo ver que siempre hay que aprender: la de Fidel. La excepcional intelectual considera que habría que aprender de él un poco más.
Y eso trata ella de hacer, día a día. Y hasta queda inconforme con lo que ha hecho. Graziella es una permanente inconforme consigo misma. Piensa que debe dar más y lo consigue.
(Tomado de Granma)