En un artículo reciente, asimismo en Cubaperiodistas pero fuera de la columna, el autor abordó distancias y proximidades que median —de ahí el título de ese texto— “Entre lo virtual y lo virtuoso”. El de hoy, que va por otro camino, comienza mencionando el excesivo uso de los adjetivos virtual y presunto y las derivaciones de ambos. Ya estaba en el plan de este “Fiel” referirse a tales excesos, cuando se apreciaron en el tratamiento dado a veces al nuevo presidente electo de los Estados Unidos.
Parece desmedida la prudencia de algunos enunciados informativos, en los que se incluyen los que se refieren a determinados individuos “acusados de presuntos delitos”. Si alguien es acusado, lo será de haber infringido la ley, de haber delinquido, y de ahí los cargos que se le imputan. Si no se da por cierto que son actos delictivos, ¿por qué acusarlo?
Otra cosa es decir, sin pruebas, que se está ante un delincuente, ante un infractor de la ley. Ahí se justifica plenamente hablar de un presunto culpable. Pero ¿decir que es culpable, por ejemplo, de “un presunto delito de violación sexual”? Mientras no se pruebe que lo cometió, el acusado es un presunto criminal, pero la violación es un crimen rotundo.
Cuando la prudencia rebasa lo aconsejable, la noticia puede funcionar como virtual defensa del acusado. Sí, virtual, aunque no se haya hecho con ese fin. Tampoco matar a alguien deja de ser homicidio porque no se le haya dado muerte de modo intencional y premeditado. Para precisiones están los términos con que se clasifica un homicidio y se establece el grado de responsabilidad de quien lo comete.
En estos días, diferentes comentarios noticiosos se han referido a Joseph Biden como el presidente virtualmente electo de los Estados Unidos y otros giros similares. Aunque no se tenga simpatía por él y, a lo sumo, se desee que no resulte peor que Donald Trump —difícil de superar como el tipo impresentable que es—, Biden ha sido electo presidente, y procede afirmarlo. Lo corrobora el conteo de votos, aunque su lentitud resulte inverosímil en un país de tantos recursos.
Si no se aducen razones creíbles, serias, poner en duda esos resultados —cualesquiera que sean los propósitos con que se haga— viene a ser un apoyo virtual, si no de hecho, a las acusaciones esgrimidas por Trump en su perreta al negarse a reconocer su derrota. Hasta se ha sugerido que caben otras explicaciones si el sesgo dubitativo irrumpe en el espacio Rusia Hoy (que acapara ondas internacionales con su nombre en inglés, Rusia Today).
Formulaciones dubitativas de ese corte se han oído en distintos medios, pero en ese espacio suscitan recordar las presuntas —no dice más que eso quien escribe— simpatías del actual Kremlin por Trump, fácilmente descalificable que otros de tan burdo que es, y la pretensa —tampoco dirá más— “trama rusa”. Sobre esta no es intención del articulista discutir, ni viene al caso hacerlo aquí.
Pero, luego de tantos conteos y reconteos de votos, duélale a quien le duela, sea a Trump o a cualquier otro personaje, si algo parece probado es que Biden ganó las elecciones o, si no se quiere decir de ese modo, las perdió Trump. Eso no lo revertiría ni siquiera que de algún tremebundo modo el Patán Donald consiguiese impedir que Biden llegue a la Casa Blanca. La precisión en los enunciados es responsabilidad cardinal de quienes tienen la misión de informar con la mayor objetividad posible, aunque no puedan desentenderse de sus preferencias personales, legítimas o espurias, o entreveradas.
A propósito del rigor informativo, y con la propensión del autor a recordar profesores que ha tenido en su camino, hoy visita su memoria uno, de Química, llamado en el aula —a sus espaldas, y con simpatía, porque enseñaba bien y se le respetaba— Naftaleno Corindón. Si a una pregunta sobre el resultado de una determinada reacción entre sustancias alguien respondía: “Dos moles”, él ponía cara de viejo zorro y lanzaba otra interrogante: “Dos moles, sí; ¿pero de qué?”
Precisión y corrección no deben confundirse con otra realidad emparentada con aquellas por la rima consonante: afectación. En una entrega reciente de “Fiel del lenguaje” el autor mostró azoro por el comunicador que en un comentario televisual, no en una conferencia erudita para un coloquio académico, pero con la mayor seriedad el mundo, no en son festivo, usó las expresiones ergo y dizque. Eso le valió al articulista recibir el aviso de alguien que oyó a la misma voz hablar —dígase fonéticamente— de la grip.
Gracias a ese aviso pudo quien escribe asegurarse de que no había oído mal, pues se negaba a creer que grip había sonado dos veces en el programa. El comunicador televisual se refería a un mal tan común como la gripe y, al parecer, no podía permitirse un término “tan vulgar”. De hecho, acudió al origen francés del término, grippe, y lo pronunció en esa lengua en un programa televisual en español.
Otra persona que sigue esta columna con lealtad, quizás con masoquismo, y que leyó el comentario sobre la derecha boliviana que “reclamaba un golpe de estado”, le trasmitió al columnista su alarma por haber leído que, en su digno regreso a la patria, Evo Morales fue recibido por multitudes que, en vez de ondear banderas, las hondeaban.
Sí, cualquiera se equivoca, sobre todo si no se preocupa lo bastante por saber y expresarse bien, pero la lectora que reaccionó contra esa falta parece sugerir que quienes cometen errores de esa índole merecen, más que ondas de tolerancia, hondas que los magullen como la de David a Goliat. Va y tiene razón, dada la frecuencia con que las pifias se explayan como gigantes por todas las ondas y en todos los soportes.
Para no dejar duda sobre el particular, insístase en que se trata de promover modos correctos y precisos de expresarse, elegantes si es posible, no afectación. José Antonio Portuondo, heredero de la mejor sabiduría criolla, sostenía que no es aconsejable merecer trompetillas.