Aquella noche le tocaron a la puerta, tardísimo. Lo esperaban la ambulancia apostada en las afueras de la casa, la doctora forrada de verde hasta los pelos y los vecinos por las ventanas que a esas horas se habían contagiado también de los temores ante el nuevo coronavirus.
Lo único que tuvo que empacar Alexander, allá en Venegas, fueron las pocas pertenencias que atinó a llevarse para la salida más amarga de su vida por el miedo —que se calla, pero se siente— a contagiarse con el SARS-CoV-2: del centro de aislamiento, primero, al Hospital Militar de Villa Clara, después.
Y no es excepción. Desde que la COVID-19 aterrizara en Trinidad procedente de Lombardía, Italia, se ha engranado en la isla un protocolo que coloca en primerísimo lugar la vida de los enfermos y sus contactos.
Se ha reconfigurado todo: centros educacionales o de recreación que han abierto puertas a posibles contagiados con el nuevo coronavirus, salas hospitalarias que se han acondicionado para atender los casos que se confirman, médicos que han puesto en riesgo sus vidas por sanar a los otros, estudiantes que se han convertido en veladores de la limpieza en las instalaciones de aislamiento, cocineros que han elaborado los platos más exquisitos para huéspedes-pacientes… Se ha hecho por la voluntad de ayudar, sin importar gratitudes ni riesgos.
Y allí dentro de aquellas salas asépticas se ha velado desde la limpieza, los protocolos de bioseguridad hasta los más mínimos detalles. De lo contrario, cómo evadir la anécdota de la madre de uno de los niños espirituanos infectados por el SARS-CoV-2 que contaba de la preocupación constante por su pequeño al punto de prepararle cada día hasta el pan con aceite que prefiere para desayunar.
O el recuento de Nancy, enferma de COVID-19, sobre los cubos de agua caliente que los propios enfermeros llevaban también, con la misma puntualidad que los medicamentos, hasta la cama a la hora del baño. O de las gratitudes de aquella vecina a quien, pese a la cinta amarilla que acordonaba la cuadra, le alcanzaban diariamente hasta el pan de la bodega.
En el epicentro de esta pandemia en Cuba, sin dudas, ha estado la vida de todos. Y es ese quizás el mejor de los espejos para reflejar hoy lo que las Naciones Unidas se ha propuesto dedicar en el Día de los Derechos Humanos: la pandemia de la COVID-19 y, sobre todo, “la necesidad de reconstruir para mejorar, asegurándose de que los derechos humanos sean la base para los esfuerzos de recuperación”.
De ahí que la campaña de este 2020 se sostenga en cuatro pilares que han puesto énfasis en la crisis sanitaria provocada por la COVID-19: la erradicación de cualquier tipo de discriminación, actuación frente a las desigualdades, impulsar la participación, la solidaridad y el desarrollo sostenible.
Y ante tales propósitos me vienen a la mente las imágenes de la octogenaria espirituana que salió de la Unidad de Cuidados Intensivos sin saber siquiera la cantidad de medicamentos costosísimos que ayudaron, también, a salvarla, o las ojeras del muchacho aquel que se pasaba día y noche desinfectando todo para aminorar contagios, o la sonrisa arrugada del anciano cuando le acercaban a la puerta de la casa el plato de comida o el rostro agradecido de la mujer, como el de tantos, cuando en el portal le dieron el frasco del PrevengHo-Vir sin costo alguno…
La COVID-19 ha implicado, más allá de los daños a la salud individual, el desembolso en la provincia de una cifra superior a los 21 710 000 pesos que han salido únicamente de los bolsillos del Estado. Ni un centavo han tenido que abonar los miles de espirituanos que han tenido que aislarse en los centros habilitados para ello o los más de 400 que se han contagiado aquí luego del rebrote. Lo único que cuenta para ellos son las atenciones de excelencia, la preocupación de todos, el seguimiento diario luego del egreso.
Lo único que verdaderamente cuenta para esta isla son las vidas que se han logrado salvar de la COVID-19.
Foto de portada: José Luis Camellón