Aquel Fidel escrito con su sangre aún nos corta el aliento
–¡Laplace! ¡Laplace!…. ¿Cómo estás?,
¿Estás bien? Dime. ¿Cómo estás?
— ¡Bien!…. ¡Tírate al suelo!, ¡otro avión! …
El joven que gritó primero vio venir el B-26 vomitando fuego. Ya el compañero interrogado en medio del estrépito de las calibre 50 se había regado por el pasillo que comunicaba con el dormitorio de donde salió la voz. El pase del B-26 con sus ocho ametralladoras dejó sus huellas destructivas en la gruesa pared. El estremecimiento inclinó el reloj, ligeramente. Marcaba las cinco y cincuenta de la mañana. De un buró saltó un pequeño almanaque. El joven, también tirado en el suelo, miró la fecha: 15 de abril de 1961.
Afuera, frente al edificio central del Cuerpo de Operaciones de la FAR (Fuerza Aérea Revolucionaria), se oía el ruido, confuso, torpe, de los hombres sorprendidos por el ataque aéreo. Todos corrían a sus puestos de combate, en busca de sus armas.
–¡Avión!, ¡viene otro avión!…
El sol ascendía lentamente y ahora era fácil advertir los grises vientres artillados de los dos B-26 enemigos. Por tres minutos las máquinas yanquis sobrevolaron la pista y el edifico central de la FAR.
Cinco y cincuenta y un minutos…
Carlos Laplace Martínez, de la Batería 6, y Eduardo García Delgado, artillero de las Cuatro bocas, permanecen aun en el segundo piso. Cristales, muebles, libros, han sido convertidos en escombros por las ráfagas. Todo está revuelto, destruido.
– ¿Estás bien, Laplace? –Vuelve a preguntar Eduardo.
–Sí. ¿Qué pasará abajo?….
Cinco y cincuenta y dos minutos…
El combatiente que inquiría constantemente por su compañero abandonó su posición de refugio. Cruzó el pasillo, rumbo a la habitación contigua, en busca de su metralleta.
–¡Tírate, Eduardo!, ¡viene otro!…
El seco tabletear de las “50” ahogó la frase. El B-26 voló tan bajito que parecía iba a aterrizar en la pista agujereada por la metralla. En un rápido movimiento, la panza del aparato casi roza el edificio, a la par que las «50» dejan escapar su mensaje de muerte.
Eduardo, sin tiempo para lanzarse al piso, exhibe en el costado derecho una simétrica costura de balas: solo está herido a sedal.
Laplace le mira el rostro y ve, no el dolor, sino la indignación, la impotencia del herido que no ha tenido tiempo de llegar a su metralleta, y mucho menos a la Cuatro bocas emplazada cerca de la pista. El B-26 yanqui tiene que alejarse. Las piezas antiaéreas ya están llenando su cometido, y todo el escenario atacado es un infierno. Los compañeros de Laplace y Eduardo también utilizan sus Fals.
Cinco y cincuenta y tres minutos…
Carlos Laplace se incorpora. Ya cerca de Eduardo, ve la sangre que fluye de su herida. En los ojos del herido hay odio cuando mira hacia el cielo por la ventana acribillada.
— ¡Mi metralleta….
Ha sido casi un susurro. Los disparos no dejan oír las órdenes que imparten los superiores. Laplace agarra por una mano a su amigo y compañero. Aquella mano llevaba unos segundos extendida, reclamando ayuda para ir en busca del agresor. La sangre salía. El pasillo se fue manchando, pero Eduardo no se quejaba.
Los gritos de afuera anunciaban una nueva y última incursión del B-26. Laplace lo ve venir. Siente la mano de Eduardo que se le va de dentro de la de él. El herido hace un esfuerzo por incorporarse; pero no puede. Se arrastra hasta la puerta, mientras su compañero, llevándose la mano a la cabeza y pegando todo lo posible su cuerpo al suelo, espera. El aparato se acerca. Sus motores retumban en los oídos de los dos combatientes acorralados en el segundo piso.
F – I – D – E – L
La mano firme de Eduardo les gana un tiempo, un mínimo segundo a los tripulantes del B-26. Cada vez está más cerca el enemigo. Las paredes, el cemento y la madera de las ventanas, saltan al aire como serpentinas. Eduardo ahora no gritaría nada al compañero. Mira para la puerta, para una pared, y ve las letras escritas con su sangre. Es un FIDEL escrito uniformemente, rojo, que sobresalía entre el polvo levantado por la metralla.
Esperar… Minuto, segundo, que no pasa como si el reloj también estuviese herido de muerte. El B-26 repitió la operación anterior. Ahora, además del fuego de las ametralladoras, ha lanzado dos rockets. Laplace ve venir los proyectiles directamente sobre ellos. Siente el silbido sobre su cabeza. Y al fondo, a un lado, donde Eduardo mira el FIDEL, la explosión levanta, estrepitosamente, todo lo que hay en la pequeña habitación, incluyendo el cuerpo de Eduardo.
Una estela de humo negro, espeso, deja el B-26 en la retirada. Uno de los motores ha sido tocado por los compañeros de Eduardo y Laplace. Al avión lo devora el horizonte. El reloj marca las cinco y cincuenta y tres minutos, con treinta segundos.
El joven miliciano, instructor revolucionario que llegó a convertirse en el Segundo del teniente Pedro Hernández Alpízar, yace a unos pasos de su metralleta que no pudo alcanzar. Está con ropa interior, forma en que fue sorprendido. Cerca están, destrozados, los libros que leía todas las noches. Y los libros donde apuntaba las distintas posiciones de las compañías de combate para enviarles los periódicos, las revistas y otros materiales de lectura que sus compañeros esperaban con ansiedad “en algún lugar de Cuba”.
Hay otros recuerdos de Eduardo García Delgado, de veintinueve años. La metralla destruyó las notas que guardaba celosamente sobre su participación en el curso de alfabetización de las FAR, donde él había sido uno de los maestros. La pequeña habitación dormitorio quedó llena de otros recuerdos acumulados desde octubre de 1960 en que ingresó en la compañía de milicianos en el campamento aéreo de Marianao. Siempre activo, noble, desinteresado por el dinero; siempre revolucionario. La metralla enemiga segó su joven vida, pero no destruyó sus letras rojas dejadas en la pared, no destruyó su mensaje: FIDEL.