Casi cien años estuvo un hombre haciendo la vida de la canción cubana.
Quejoso de que solo se le cantara al amor, compuso “La Bayamesa” que alguien ha dicho es nuestro segundo himno nacional. Pero si siente de la patria el grito/ todo lo quema, todo lo deja/ ese es su lema, su religión.”.
Todas sus creaciones, dedicadas a la mujer o al paisaje, apenas propias o ajenas, tenían un aire de cosas de la tierra, de la nostalgia y la esperanza.
—Nací en Santiago de Cuba el 12 de abril de l867. … ¡Caray, como hace tiempo de eso!.
Aquel trovador no cesó de dar voz a los sonidos que de tantos lugares recogía y transformaba luego en letras de ligero encanto que sintetizaban magistralmente un estado de ánimo. Las penas que a mi me matan/son tantas que se atropellan/ y como de matarme tratan/se agolpan unas con otros/ y por eso no me matan.
Había entrado en la vida artística por la maravillosa puerta del circo de barrio, haciendo acrobacias, vinculándose por vocación y temperamento a la fantasía, a la peripecia diaria. Y a los panes con guayaba y al café con leche, a las risas y lágrimas de su pueblo.
Casi cien años estuvo enraizado en la tierra que lo vio nacer y morir, satisfecho de haber tomado cada día algo de lo que nutría aquella manera de ser cubana que de repente no era más “azúcar, tabaco y ron”, sino ardientes manifestaciones contra la intromisión extranjera, un joven atlético y elocuente que con una huelga de hambre ponía al tirano de turno al borde del caos, un poeta de ojos soñadores y estrofas incendiarias pidiendo “una carga para matar bribones, para acabar la obra de las revoluciones”.
—Todas mis canciones son bien cubanas. Yo no cambiaría a Cuba por ningún país del mundo.
A menudo la gente se preguntaba: ¿cuántos años tiene?, y se renovaban disputas, indagaciones, apresuradas confirmaciones de bautismo en la iglesia de Santo Tomás. El trovador, en respuesta, cargaba sus arrugas al hombro, seguro de que lo de él para rato.
Caminando por las calles de La Habana Vieja o por su indomable Santiago parecía —lo era realmente— un símbolo. Endomingada la guayabera blanca, enhiesto el lacito negro, impecable el dril de los pantalones, firme la mano sobre el bastón.
Ante la mulata y la trigueña de “ojos de sirena” que pasaban por su lado, se descubría gentil con su sombrero de pajilla. El había aprendido las primeras letras en los anuncios, en cuanto cartel miraba. Así fue descubriendo el lenguaje, preguntándole a cualquiera: ¿Qué dice ahí? Y escribió casi seiscientas canciones, y se hizo el trovador más viejo del mundo.
Se heredaban sus canciones como valores indiscutibles de lo que se ha denominado el alma nacional. Cada nueva canción suya acrecentaba la leyenda verdadera de que creaba, cada vez, una nueva forma de decir y entonar un sentimiento, de acompañar de modo distinto con la guitarra.
Pero si siente de la patria el grito, / Todo lo quema, todo lo deja,/
Ese es su lema, su religión.
Se sentían también sus infatigables latidos de poeta en la generación que emprendía nuevamente “la guerra necesaria”, en los hombres que estrellaban contra los muros del Moncada sus veintipico de años, sus amores adolescentes, sus versos martianos; en cada estremecimiento de la tierra que no quería la coyunda, la miseria, el futuro incierto.
Yo le dejo a mi patria, de mi alma
[el recuerdo
porque sé que muy pronto…
En 1958 el trovador pensó que iba a morir. Era la primera vez que pensaba seriamente en ello. Escribió entonces su testamento lírico:
Yo le dejo a mi patria, de mi alma
[el recuerdo
porque sé que muy pronto ya me
[espera el oscuro
cuando hablen de Cuba en alegres
[reuniones
y recuerden canciones que los
[hagan vivir
que recuerden las mías que sirvieron
[de guía
o se busque al momento algún
[viejo retrato
como ahí en él me dilato
mientras más que lo miren, más se
[acuerden de mí
Pero la muerte, “el oscuro”, no iba a llegarle todavía. La esperaba otro resplandor a quien había alimentado con su presencia, con su voz sorda, breve, las peñas de la barbería de Guayo, Acera del Louvre, Jesús María, café Vista Alegre y la inolvidable peña de Sirique.
—¿Yo? Yo estoy con la tradición de nuestra vieja canción.
Eso respondió a los que preguntaron su opinión sobre la canción moderna, una tarde en que estaba reunido con sus amigos, los notables músicos Ignacio Piñeiro y Miguel Matamoros, hablando del fílin.
Lo dijo asombrado como si a él no pudiera hacérsele semejante pregunta. Claro que no se ponía en contra de lo nuevo que surgiera y que tuviera calidad artística: admiraba al grupo de compositores que trataban de enriquecer el bolero, pero él, sencillamente, irremediablemente, estaba con la vieja canción, como quien se pone al lado de un deber sin preguntar, sin que se le dé orden expresa.
El estaba con una larga, dulce y dura historia: la de mantener vivas la canción y la música popular cubanas. En esa trinchera estuvieron también Anckerman, Prats, Roig, Rita, Bola, el Beny…Cada uno, a su modo, dijo con el trovador: lo más grande que tengo es ser cubano.
Una tarde límpida de julio murió el autor de tantas canciones que, en efecto, “sirvieron de guía”. Los cronistas recordaron sus últimas declaraciones, su ingenio despierto, su figura pequeña y altiva, su guitarra de cuerdas alemanas que sonaba tan bien cuando entraba la tarde. Granma publicó una nota en que la que se le calificaba como “la página más feliz de nuestra trova nacional”.
Fue sepultado en Bayamo, a los acordes de su inmortal canción, como se acostumbra con los artistas que el pueblo ama para siempre.
Tiene en su alma la bayamesa
Tristes recuerdos de tradiciones…
Había muerto Gumersindo Garay, Sindo, aquel trovador que a los diez años compuso su primera obra, el bolero Quiéreme trigueña, para dedicarse, sin un día de silencio, a hacer la vida de la canción cubana.
(Este trabajo obtuvo el Premio en la categoría de Crónica, en el Concurso 13 de marzo, de la Universidad de La Habana, año 1975).