Una somera exploración en las redes sociales muestra, junto a grandes y valiosos aportes, un alud de errores y mentiras. Ante la covid-19, por ejemplo, han cundido recetas milagrosas para erradicar el sarscov-2, entre ellas las gárgaras de agua tibia con sal recomendadas por un presunto profesional que decía basarse en lo que Perú estaba logrando. Pero ese país no tardó en ser uno de los más afectados por el virus.
Una llamada Asociación de Médicos por la Verdad ha negado la existencia misma de la pandemia, y sostenido que la enfermedad no la produce un virus, sino una bacteria. Se descalifican así los esfuerzos hechos para erradicarla, o al menos se siembran dudas sobre el tema. Una “novedad” difundida por BBC News Mundo ha declarado que no existe la pandemia, sino una sindemia.
No se discurrirá aquí sobre términos, y —puesto que se trata de un error cometido hasta por especialistas— se soslayará que en ese reportaje no se habla de “la covid”, sino de “el covid”. Pero la “información” no rebasa un verbalismo sin salida, orientado a desacreditar el trabajo de la Organización Mundial de la Salud, contra la cual se sabe quién o quiénes han arremetido, y por qué.
Se ha dicho incluso que la pandemia es un invento de marxistas, nada menos que ¡de Rockefeller hacia acá! Y para descalificar el distanciamiento físico acusándolo de ardid comunista se han realizado manifestaciones masivas, como si no fueran ya bastantes las campañas contra todo lo que huela a comunismo y a socialismo, o se quiera llamar así.
Tales hechos coinciden con la satanización, por la ultra derecha en los Estados Unidos, de políticos que no pasan de ser, si acaso, tibios socialdemócratas imperiales. Mientras tanto, el gobierno de esa nación —cada vez más visiblemente en crisis— ha tenido ante la covid un manejo que merece condenarse como delito de lesa humanidad.
Considérense chistes, pero no es seguro que lo sean, ciertas “tesis” que circulan en los medios, como la convocatoria a luchar por la eliminación del oxígeno. La foto de un objeto de metal severamente atacado por la oxidación se usa como prueba de lo nocivo que supuestamente le resulta al organismo humano un gas imprescindible para la vida.
En tal contexto campañas como las lanzadas contra el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo y a defender su lugar en el mundo, o dirigidas a calzar el machismo, la homofobia y otras expresiones de injusticia, pudieran parecer chiquilladas. Pero son tendencias alarmantes que han llegado a Cuba, incluso en la esfera artística. Una muestra es la cantante legalmente demandada por atizarlas, y no debería pasar como inocente el servicio que expresiones “humorísticas” exitosas le prestan a la homofobia.
En el mundo esas aberraciones se vinculan con un oscurantismo azuzado. Decirlo no implica —ni lo hacen estos apuntes, necesariamente esquemáticos— proponer una guerra contra la libertad de creencia, o revalidar formas de ateísmo tan oscurantistas como el fanatismo religioso, ni confundir maniqueamente oscurantismo y religiosidad.
Aterra la mezcolanza de oscurantismo asociado a creencias religiosas y actitudes en general anticientíficas, de un lado, y, del otro, el oscurantismo cavernario que actúa en lo más ostensiblemente político, y aquí ostensiblemente no va como un énfasis casual. Al margen del desprestigio de la política por prácticas corruptas y criminales de ella, vale pedirle prestada a Ruben Darío la irradiación de su poema “La canción de los pinos” y preguntarse con respecto a lo humano: ¿Qué que Es, no es político?
Un hecho resulta mucho más que inquietante: la connivencia del oscurantismo de signo sectariamente religioso, como el fundamentalismo llamado “evangélico”, y el que encarnan en la política gobiernos como los representados por Donald Trump y su discípulo sudamericano Jair Bolsonaro. Por añadidura, en hebreo el nombre del segundo significa “El Iluminado”.
En su afán por minimizar la peligrosidad de un virus que está matando grandes cifras de ciudadanos en sus propios países, ambos han querido ridiculizar el uso de la mascarilla. Y en eso también los apoyan fundamentalistas religiosos que la proclaman contraria a la voluntad de Dios.
Cuba no se debe creer libre de que a ella lleguen esas lacras. No se hará esa ilusión quien haya visto cómo no solo en templos, sino en la calle, y usando vehículos con altoparlantes, algunos voceros “evangélicos” han hecho campañas contra justas aspiraciones constitucionales de la nación.
Respetar la libertad de culto, que Cuba refrenda constitucionalmente y en la práctica, no es razón para olvidar que este es un Estado laico, ni para ignorar hechos que son, por lo menos, curiosos, sin entrar en valoraciones, por atinadas que pudieran ser. Una de ellas propiciaría tal vez determinar cuándo ha estado más presente la sinceridad, y hasta qué punto se aprecian los estragos del sectarismo ateocrático, aunque ni remotamente sea lo que más opera hoy.
En el paso de pocos años —va una punta de iceberg— son cada vez menos las personas exitosas que agradecen sus triunfos a representantes de todos los panteones, no al proceso revolucionario que las formó. Y hay quienes, salvados de la covid, solo después de invocar a cuantas figuras celestiales tienen en mente se refieren al sistema de salud y al personal médico a los que deben su curación.
Aun sin relacionar mecánicamente los hechos, ni menospreciar los efectos de crisis materiales (económicas) y de civilidad y pensamiento, hay señales que llaman a mantener atención crítica sobre lo difundido por las redes sociales. La heterografía —hablar de errores ortográficos sería un acto de piedad o de sarcasmo— y gruesas aberraciones ideológicas coexisten con aciertos y perspectivas valiosas, pero tal vez abunden más las primeras.
Estudiosos del tema, y en Cuba destaca la periodista Rosa Miriam Elizalde, han probado que, las más nocivas campañas de desinformación y tergiversaciones no son casuales ni espontáneas: se orquestan siguiendo planes minuciosamente concebidos y con los más avanzados recursos tecnológicos. Así se magnifica lo que se quiere difundir, para que aparezca como verdad pregonada por incontables personas.
Soslayar esa realidad sería como dar la espalda a una agresión bélica tradicional. En la guerra de vieja factura, que no ha desaparecido, quienes en Cuba defienden a la patria están prestos a combatir resueltamente contra un enemigo que en general dispondrá de armamentos más poderosos.
Similar actitud se requiere para el combate inaplazable en el terreno de la información o la desinformación, que es donde hoy —sin descartar otros escenarios: el imperio no rinde ningún culto a la paz— urge librar enconadas batallas. No costarán derramamiento de sangre; pero, si no se asumen con tenacidad e inteligencia, el enemigo podrá minar nuestro pensamiento y, en esa medida, hacernos más vulnerables con miras a la guerra tradicional.
Pese a todas las maniobras imperialistas, frente a los peligros aludidos son en especial estimulantes algunos hechos recientes, como los ocurridos en Bolivia y en los Estados Unidos: el primero, la victoria del Movimiento al Socialismo; el segundo, la derrota de Donald Trump en su propósito de mantenerse en la Casa Blanca, aunque no se descarte que allí aún se den más muestras de pudrición que las ya vistas.
El logro del MAS le aporta al ambiente político de la región energías favorables para enfrentar el auge con que la derecha venía revirtiendo los replanteos emancipadores. Eso quizás contribuya incluso a impedir que se repitan hechos tan lamentables como el apoyo del actual gobierno argentino a maniobras del Grupo de Lima —de Lima la Horrible— contra la Venezuela bolivariana. Añádase que la crisis política y moral de la cúpula peruana debería conducir a la desintegración de un Grupo que nació desprestigiado y al servicio de los Estados Unidos.
Pero no se ha de cantar victoria, ni cruzarse de brazos, y de pensamiento mucho menos. Para quebrar valores éticos, conductuales y cognitivos que les son adversos, las fuerzas imperiales y sus aliados no solo se valen de recursos tecnológicos sofisticados y de implacables mecanismos de desinformación. Manipulan constructos culturales que presentan la historia como un relato desprovisto de raíces y de realidad.
De ese modo se niega que haya ideas y sustentos nacionales que merezcan tenerse por sagrados y respetarse. De ahí que una agresión a símbolos medulares de la patria, como la imagen de José Martí, sea tan malvada y repudiable como el ataque con bombas y cañones al territorio nacional.
Mientras tanto, el imperio estadounidense usa en su propio territorio nacional las fuerzas de que dispone, y agrede con ellas a otros países. Para eso capitaliza mistificaciones como los fundamentalismos que ahora se apropian del rótulo evangélico, y las suma al “mesianismo” que subyace en los fundamentos de su nación.
Entre sus maniobras sobresalen acusaciones de corrupción a políticos que le molestan y a los cuales necesitan quitar del camino, para lo cual emplea un asidero poderoso. Al margen de lo que puntualmente pudiera haber de realidad en tales acusaciones, los voceros del capitalismo saben que en ese sistema la corrupción es un componente natural llamado negocios, pero resulta incompatible con la defensa de la equidad y la justicia social en su conjunto.
La honradez y la austeridad —desde el modo de vida personal y familiar, imagen incluida, hasta la administración de los recursos materiales públicos— son una condición básica para representar de veras proyectos revolucionarios, emancipadores. Y para tener verdadero derecho a reclamar sacrificios.
Acaso lo sean todavía más cuando en sus maniobras el debilitado pero aún poderoso imperio acude a cualquier recurso, y las multiplicadas fuentes informativas no solo sirven para difundir mentiras, sino también para denunciar conductas inaceptables en dirigentes políticos responsabilizados con la acción revolucionaria.
En general, frente a las aberraciones orgánicas del capitalismo —que se precipita en una decadencia tal vez larga, pero que vale considerar irreversible— no solo basta fomentar el buen uso de los medios para el conocimiento. Urge cultivar, y hacerlo natural, el debido comportamiento, no únicamente ni en lo determinante para dar la imagen de que se actúa bien, sino para mantener la conducta debida.
En eso desempeña una función vital el conocimiento limpiamente abrazado y trasmitido, y puesto en práctica entre lo virtual y lo virtuoso.