Hace cerca de cinco años quien escribe el presente artículo publicó “Incisos inconexos y desordenados sobre producción, abastecimiento, precios y salarios”, texto que —a pesar de los cambios anunciados o en marcha, y que sin demoras deben traer beneficios a la sociedad cubana— conserva, a juicio del autor, mayor vigencia que la deseable.
De distintos modos, y es de suponer que en diferentes grados, los problemas expuestos en aquellos “Incisos” son hoy objeto de enfrentamiento. Pero aún la realidad está lejos de la transformación necesaria. Entre otros peligros que se perciben, no siempre parece que se reconozcan plenamente elementos de tanto peso como la urdimbre social que da lugar a lo indeseable o, cuando menos, lo calza.
Uno de los hechos que avalan esa preocupación es la prisa con que —aduciendo estragos de la pandemia o porque sí— el sector privado está subiendo aún más los precios de las mercancías que le vende al público y estaban lejos de ser baratas. Lo hace sin que se haya puesto en práctica el plan estatal anunciado que incluye un significativo replanteo simultáneo de precios y salarios. Los aún vigentes agobian en particular a quienes trabajan en el sector estatal, no precisamente a quienes operan en el privado.
Sería desmedido esperar que ante eso la población se mantenga impávida, resignada a oír hablar, vez tras vez, sobre la necesidad de aplicar controles que se sienten más cerca de la buena conciencia —y hasta de la consigna— que de medidas efectivas. No es razonable esperar soluciones mágicas en medio de la realidad nacional e internacional que se vive, y cuando los afanes socialistas se ven llevados a convivir con designios propios del mercado. Pero los controles indispensables deben convertirse en realidad, sin más demoras.
Mientras el autor del presente artículo preparaba para su publicación en el Anuario del Centro de Estudios Martianos de 1979 un discurso pronunciado por Alejandro Vergara en 1938, se topó con la ingeniosa mordacidad de Raúl Roa. Un conocedor del gran Canciller le contó que este, refiriéndose a Vergara como cabeza del denominado Partido Agrario Nacional, había dicho que la agrupación tenía un lema —Facta, non verba— que ningún campesino del país entendería. Pero esa máxima, no en latín, sino en puro y llano español, Hechos, no palabras, merece perdurar como norma no solo en la esfera agrícola de la nación.
El irritante aumento de precios por particulares no es un mero dato: expresa una realidad que puede contribuir, de antemano, a que, aumentados los salarios para la masa trabajadora del sector estatal, vuelvan a resultar insuficientes. Dicho con mayor claridad: los pasos que se afinan para mejorar la vida de la mayoría del pueblo y librarla de angustias, pueden terminar neutralizados, y las insatisfacciones perdurarían, o crecerían por efecto de su acumulación.
No será ocioso apuntar que los mecanismos estatales han ofrecido entrenamiento a quienes por su cuenta quieran medrar con aumentos de precios, aunque no tengan la justificación de alzas dirigidas a nutrir el erario público. En el frente estatal las subidas de precios se han hecho generalmente fuera de la insuficiente pero necesaria canasta básica dirigida, y para auxiliar a una economía afectada gravemente, en lo fundamental, por el bloqueo imperialista, sin desconocer el peso de insuficiencias internas.
Con miras a los replanteos en marcha, ¿será impertinente esperar (proponer) que en el ámbito del mercado estatal se tengan debidamente en cuenta aquellos precios que, además de no ser subsidiados, ya hace años se subieron? Ha sido notable en lo que respecta al mercado en divisas, que en medio de la pandemia y del reforzamiento del bloqueo sufre un ostensible desabastecimiento, pero no ha desaparecido.
Mientras se busca eliminar la dualidad monetaria, ese mercado ensaya una nueva forma, que opera con monedas libremente convertibles, pero no en efectivo, sino mediante tarjetas a las que desde el exterior se hayan hecho transferencias bancarias. Es otra respuesta a los efectos del bloqueo imperialista y el consiguiente debilitamiento de la economía nacional.
Pero tras décadas de resistencia y carestías, por mucha que sea la unidad revolucionaria de la mayoría del pueblo, y por muy firme que resulte su apoyo a la Revolución, no parece sensato aspirar a que esa realidad no genere ninguna desazón. Máxime si la voluntad de poner fin a los desarreglos de afanes igualitarios que siempre tropezaron con la arisca realidad, coexiste con el crecimiento de escollos indeseables.
Entre ellos figuran manifestaciones de egoísmo y desigualdades que, no porque sean ineludibles en la medida en que lo sean o se asuma que lo son, resultarán lo más compatible con los ideales de equidad de un socialismo verdadero. No escribir real aquí no es opción estilística, sino conceptual: el vocablo real expresa realidad y realeza y, aplicado al socialismo, se sabe cuál de esos significados predominó en la práctica.
Aunque la mentalidad importadora no hubiera causado ya los estragos que le ha ocasionado a la economía nacional —al país, al pueblo—, se entiende que se estimulen prácticas de exportación. Hace años fue más o menos habitual acudir al ejemplo de la familia que, criando cerdos, no podría prescindir de vender parte de la cría para adquirir con los ingresos obtenidos otros productos necesarios con miras al sustento propio, y a la misma crianza de cerdos.
Pero hallar el debido equilibrio —sin el síndrome del no llegar o pasarse— es un desiderátum vital. Se piensa en ello ante la euforia con la que medios nacionales anuncian que ya campesinos privados cubanos empiezan a exportar productos a otros países, a otros continentes. Dicho así, puede resultar estimulante, pero valen reflexiones.
¿Celebrar la exportación de productos que, sin ser manjares que puedan considerarse sofisticados, escasean o apenas aparecen en el mercado nacional, y las más de las veces tienen mala calidad y precios inquietantes? ¿Ver en calma que no se pueda producir para el pueblo lo que se produce para enviar al extranjero? Ahora, para exportarlos, limón por limón o lima por lima se lavan, se etiquetan y se envuelven en papel llamativo. ¿No es como para decir “limón limonero, la nación primero”?
Y eso ocurre en un país donde para todo el mundo por igual, o igualitariamente —para quien tiene qué exportar y para quien a base de magia logra servir su mesa—, están asegurados servicios tan vitales como la educación y la salud. Ese es un logro de beneficio colectivo que —digan lo que digan los pragmáticos— se debe mantener, y por diversas razones o sin razones no suele tenerse en cuenta cuando se habla de la remuneración del trabajo y los estímulos recibidos. Claro que eso no basta, y no por gusto se busca una solvencia económica que permita alcanzar un funcionamiento nacional indispensable para la felicidad del pueblo.
En cuanto a que alguien produzca para el exterior lo que no parece que resulte estimulante o posible producir para su consumo en la nación, podrá haber o hallarse argumentos que sustenten la necesidad de ingresos de divisas para beneficio de la producción nacional y, por ese camino, del pueblo. Pero eso no borrará la huella de hechos ocurridos incluso dentro del país. Por fortuna, se han rectificado medidas que se estimaron necesarias y algunos suponían antipatriótico impugnar o discutir.
Tal fue el caso de un paso que pronto —habría que ver en qué proporciones— mostró tener costo moral e ideológico junto con las ganancias económicas logradas: impedir a cubanos y cubanas no ya alojarse, sino simplemente entrar en hoteles del país, salvo que lo hicieran para prestar servicios. No fueron solo personas desafectas a la Revolución las que en semejantes circunstancias recordaron el poema “Tengo”, de Nicolás Guillén.
Pero si eso se rectificó, hoy parece haberse agravado, o resulta más palmario, un virus incompatible con las aspiraciones de justicia social: la corrupción. Y se da tanto en el sector privado como en el estatal, confirmando la persistencia de actitudes egoístas que en la práctica privatizan ilegal e inmoralmente recursos que son de propiedad social. De ahí la mordaz y justiciera imagen de lo estaticular, hibrido de particular y estatal, sobre lo que siempre será necesario recordar que Cuba tiene por misión defender la propiedad social de todo el pueblo, no un Estado propietario.
El Noticiero Nacional de Televisión se ha encargado —o se le habrá dado esa tarea— de denunciar diariamente el letal virus, y la denuncia merece a todas horas aplausos entusiastas en sí misma y como expresión de que, finalmente, el secretismo parece que será revertido de veras. Pero el reclamo popular exige pasar de la denuncia a los debidos castigos, y que estos se den a conocer, sean quienes sean las personas castigadas.
Es necesario que se castigue la totalidad de quienes delinquen en las diferentes esferas y modalidades de la corrupción, porque todos dañan la sociedad en el plano material y en el moral. También por eso urge aplicar mecanismos salariales que ayuden a vivir sin complicidades con el delito, y eso no se debe confiar a la espontaneidad cuando en muchos casos las complicidades tienen rasgos de metástasis múltiple. Aunque no siempre ni en los casos más relevantes sea así, el mal puede nacer de argucias cotidianas para la supervivencia, y crecer a partir de ellas.
Como, animados por el tema que tratan, estos apuntes vienen asociando al sector privado con hechos que no son precisamente los mejores frutos que la nación puede esperar o seguir recibiendo de él, quede claro que de ninguna manera se intenta satanizarlo. Lo evidencian la mención de los “mejores frutos” esperables de dicho sector y el reconocimiento de que la corrupción se da también en el estatal. Pero vale puntualizarlo aún más, dada la hiperestesia que se percibe frente a todo cuanto roce críticamente, aunque se haga con la mayor delicadeza, el sector privado. Al otro, habrá quien diga, ¡que lo parta un rayo!
Tal hiperestesia pueden reforzarla distintos factores: entre ellos, junto a la acción de intereses concretos, los estragos de las deficiencias que se le endilgan a la propiedad social, ya sea por fallas en su administración o por influjo de la propaganda anticolectivista que se afinca en el individualismo y se intensifica al calor de los desafueros neoliberales. Estos cunden en distintos lares, a despecho de las probadas consecuencias funestas del neoliberalismo y, en general, del sistema capitalista.
Para defender los ideales del socialismo y tratar de ponerlos en práctica, hay algo que no se debe desconocer ni solapar con idealizaciones: las clases sociales no son una invención de comunistas furibundos y sectarios, sino una realidad. El mejor modo de revertir interpretaciones mecanicistas o metafísicas sobre ella no es ignorarla: las clases sociales existen y en cada contexto mantienen su propio dinamismo.
A estas alturas —y en este párrafo entran unas líneas de los “Incisos” citados al inicio— es de suponer innecesario recordar la falsedad del dictamen de que en el socialismo no hay clases. Pero, si así fuera, valdría preguntarse dónde se ha construido plenamente la sociedad socialista que lo avale. Aunque los medios de producción que posea, trátese de tierras o de otros recursos, los haya obtenido gracias a una revolución orientada hacia el socialismo —o en virtud de replanteamientos que se han entendido necesarios—, el dueño, como norma, es dueño. Y lo será por muy altruista que pueda ser, y por muy en cuenta que tenga los intereses colectivos. Súmense aspiraciones o ilusiones clasistas que funcionan aunque no se correspondan con la realidad.
Y a todas estas, ¿qué pasa con el pueblo? No es sano ni necesario idealizarlo, suponerlo homogéneo, pero quede claro que, además de ser el soberano, debe saber que lo es y sentirse como tal, actuar en consecuencia. No sentarse a esperar los controles de arriba, sino exigirlos él por todos lados, y practicar los que le corresponde ejercer.
Para eso, en un proyecto que se proponga construir el socialismo, el pueblo no ha de aspirar a un trono, ni su meta ha de ser convertirse en una “nueva” realeza. Debe ser nada menos que la verdad, y “la verdad quiere cetro”, se lee en “Poética”, texto de los Versos libres de José Martí, quien en las Bases del Partido Revolucionario Cubano plasmó con miras a Cuba lo que sigue siendo una meta para la humanidad: “fundar un pueblo nuevo y de sincera democracia”.