Acabo de dedicar dos crónicas a Marchando con Gómez, el libro de Glover Flint, y me temo que no sea mucho lo que tengo que añadir sobre asuntos manigüeros. Estoy en la situación de aquel joven estudiante matancero, Virgilio Ferrer Díaz, que empeñado en registrar su experiencia de la guerra, durante sus primeros cuatro meses en la manigua tuvo que limitarse a escribir ochenta veces en su diario “acampados” o “cambiamos [o no] de campamento”… Por suerte para él, a principios de junio del 96 su campamento estaba en la finca Saratoga, en las lomas del Ajusco, cuando Máximo Gómez dirigió allí una batalla que algunos compararon con Las Guásimas.
Sin duda nos estamos moviendo en el doble espacio de las afinidades electivas y los golpes de azar, porque resulta que la primera vez que me ocupé del asunto, hace más de cincuenta años,[1] mis reflexiones tuvieron como centro el testimonio de Gustavo Pérez Abreu, médico de Gómez y jefe, a su vez, del equipo al que, como sanitarios, pertenecían el joven Virgilio, teniente, y su hermano Horacio, alférez, que lo acompañaba en la aventura.[2] Aunque reiterativos, los apuntes de Virgilio dan cuenta de sucesos memorables, pero lo que aportan como algo novedoso y de interés permanente es otra cosa: lo que hoy llamaríamos aspectos de la cultura material, de las conductas y de la vida cotidiana en las rancherías y los campamentos de la época.
Nos enteramos de que Virgilio, mientras se desarrolló la acción de Saratoga, por ejemplo, tuvo que alimentarse con mangos, y de que finalmente, cuando las tropas enemigas iniciaron la retirada rumbo a Camagüey, Gómez dispuso que algunos escuadrones mambises siguieran hostigándolas, así que ellos se quedaron en la finca y al recorrerla encontraron “multitud de caballos muertos” y numerosas sepulturas, una de las cuales contenía “más de seis cadáveres”. En la casa de vivienda, ahora vacía, hallaron “muchos vendajes y algodones empapados en sangre” y, abandonados en los macizos de piña que la cercaban, los cuerpos de soldados españoles que, a todas luces, habían muerto durante la retirada.
Ellos, los mambises, tuvieron que pagar también, naturalmente, su cuota de bajas (85 en total: 12 muertos y 73 heridos). Pero ¿cómo podían saber cuántas eran, en conjunto, las del enemigo? Saberlo a ciencia cierta no podían, pero calcularlo, sí. Cuando el enemigo se retiraba o replegaba, los exploradores mambises recorrían la zona contando el número de palos o varas que se habían cortado de los árboles, porque para trasladar a cada herido hacía falta una camilla y cada camilla debía ser sostenida por dos hombres; así que al ver que se habían cortado 36 palos, como era el caso, se llegó a la conclusión de que habían tenido, por lo menos, 18 heridos…, sin contar el número de camillas que ya traerían consigo y el de los heridos que podían ir a caballo.
La otra cara de la moneda se muestra en la relativa frecuencia con que estos testimonios mencionan convites y festejos, aquí con el añadido de una presencia, la de Rosa Castellanos, más conocida como Rosa la Bayamesa. Rosa –cuyo prestigio como directora y guardiana de hospitales mambises se remontaba a la primera guerra—vivía en San Diego, una finca de la comarca en cuyo rancho solía agasajar a sus invitados con monterías y golosinas caseras, con música bailable y con la regocijante actuación de artistas en tránsito, en este caso, acróbatas procedentes de quién sabe dónde, que pasaban por allí Dios sabe por qué.[3]
Apuntes al parecer intrascendentes pueden estremecer la conciencia del lector, como aquél que Virgilio dedica a la ejecución del capitán Jacinto Agramonte. Éste había desertado después de robar ganado del campamento —delito no infrecuente, por cierto— y el teniente Luis Nápoles, cumpliendo órdenes superiores, trató de encarcelarlo; pero el Capitán sacó su revólver y Nápoles, actuando en defensa propia, lo mató. O más exactamente –para decirlo con sus propias palabras—, “tuvo necesidad de matarlo”. Como puede verse, el modo y el tono en que se cuenta el incidente nos cogen desprevenidos: convierten un delito de indisciplina en un drama de conciencia, un drama tanto individual como colectivo…, aunque el narrador no se percate de ello.
Como anécdota singular, que roza lo inimaginable, nos llega la noticia del viaje clandestino de Horacio a Nueva York, vía Nassau, desde el puerto de Manatí, para someterse a tratamiento médico. Horacio no podía hablar; una bala enemiga le había desencajado la mandíbula inferior. Ante la gravedad de la situación, y después de interminables trámites burocráticos, el Gobierno lo había autorizado a hacer el viaje, para el que apenas llevaba las provisiones imprescindibles.[4]
Si pasamos por alto la movilidad a que estaban sometidos los mambises —el incesante traslado de campamentos—, pudiéramos decir que uno de los más frecuentes motivos que ocupan la atención de Virgilio es el hambre: “Nos pasamos treinta horas sin comer”, anota en determinado momento; “Desde que salí del pueblo, hoy, por primera vez –escribe en otra ocasión—, comí un pedazo de galleta”; un día afirma que habían estado veintiséis horas emboscados “sin comer más que guayabas”; otro, después de explorar las cercanías de Guáimaro, escribe simplemente: “no comimos”, y en el campamento siguiente: “nuestro único alimento eran los mangos”. Cuando, en julio del 98, se entera —por los hambrientos villareños que habían ido a descargar el barco enviado por el gobierno norteamericano— que a ellos las provisiones les habían venido muy bien, se siente tentado a admitir públicamente que también ellos –él y sus compañeros—habían tenido suerte; a la hora de repartir las vituallas, “nosotros —dice—, fuimos racionados con roast beef y galletas”.
Era obvio, sin embargo, que las cosas habían cambiado, por lo menos para la dirigencia mambisa. Años atrás parecía que el cambio no había afectado la memoria colectiva: en el 95, en el campamento de Imías, por ejemplo, el 10 de Octubre fue día de fiesta; hubo desfiles (una parada militar encabezada por Gómez y sus oficiales), brindis, una “brillante fiesta con varias composiciones en verso”…; pero desde entonces el curso de los acontecimientos venía siguiendo direcciones imprevistas. En la Asamblea de Jimaguayú, por ejemplo —en la que habían sido elegidos dos revolucionarios probados: Gaspar Cisneros Betancourt, el inclaudicable Marqués de Santa Lucía, como Presidente de la República en armas, y Bartolomé Masó, como Vice— ninguno de los presentes mencionó a Martí.[5] No deja de ser extraño que eso ocurriera en un contexto como aquél, sobre todo cuando apenas habían transcurrido cinco meses de la tragedia de Dos Ríos. Pero las cosas son como son y ahora, en abril del 98, los autonomistas están de plácemes: el nuevo Gobernador de la Isla ha anunciado que se suspenden las hostilidades. En julio llegan noticias de la batalla naval de Santiago. En agosto, siguiendo al General Mario García Menocal, tanto Virgilio como su hermano deciden trasladarse a La Habana. Será su adiós a la manigua, su último cambio de campamento. Virgilio tenía entonces veinticinco años.
(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau/ Ilustración: Ary Vincench).
Notas:
[1] Véase cómo empezó y terminó todo en “Lo mismo, pero no igual”, pp.xxx-xxx.
[2] Virgilio Ferrer Díaz. Cf. Diario de campaña de un estudiante mambí. Notas y aclaraciones de Virgilio Ferrer Gutiérrez. La Habana, Ediciones de la revista Índice.1945, pássim.
[3] Solían ofrecer dos funciones diarias, una por la tarde y otra por la noche.
[4] Consistían en una botella de leche fresca y dos laticas de condensada, tres libras de chocolate, dos pollos, huevos, miel de abeja, queso y azúcar. Parecía suficiente, pero la lancha demoró en salir y Horacio tuvo que avituallarse de nuevo. (Cf. Diario de campaña…, cit., pp.70 y ss.) Fue sólo tres semanas después de su salida de la Isla que Virgilio pudo saber que la travesía se había realizado sin contratiempos, que su hermano y demás viajeros habían llegado a Nueva York sin novedad.
[5] “En Jimaguayú nadie mencionó a Martí, ni siquiera quienes lo acompañaron durante la organización de la guerra”. (Cf. Ernesto Limia Díaz: Cuba Libre. La utopía secuestrada. La Habana, Casa Editorial Verde Olivo, 2015, p. 342.)