“¿Cuántas veces tiré al suelo la cámara para llorar por lo que veía?”
Sebastião Salgado
La música de Laurent Petitgand apenas florece en la portada de esta puesta documental, seguramente para no perturbar los estratos expresivos de un celuloide, de contemporánea textura. El negro invade la pantalla con tonos de luz resueltos en pátinas grises. La voz pausada de un certero narrador desmonta la definición de fotógrafo. El parlamento evoluciona desde la simpleza de un maestro, que deja una mínima lección con vestidura de prólogo.
Soplos de pocos segundos, discretamente amontonados en todo el territorio del encuadre, nos dejan ver uno de los ensayos icónicos del fotógrafo brasileño Sebastião Salgado: la surrealista labor de los mineros de Sierra Pelada, una mina de oro abierta, afincada en el corazón de Brasil.
La voz del protagonista explora en sobrias narraciones sobre los cimientos de su memoria. Su voz materializa agudos recuerdos de estremecedora cobertura. Se afincan en primer plano los muchos tipos de ángulos y líneas inconexas que nos avistan un descomunal escenario. Todo ello, poblado por incontables hombres vestidos de lodo y cansancio, de ilusión y desesperanza. El conflicto es la reiterada premisa de cada escena desvelada. Esta es la primera línea estética-narrativa del filme La sal de la tierra (2014), de los cineastas Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado.
Teatralidad corporal, vibrante puesta en escena, dramatismo social, todo ello congelado al límite. Son los signos de este primer gran ensayo que el documental subraya, discrimina, jerarquiza. No los presenta como la tapa de un gran libro. Con este arsenal simbólico se apunta hacia el espectador audiovisual que, desde este primer segmento del filme, no podrá evadirse. No podrá escapar —lo alerto—de sus más agudas apropiaciones. Todas ellas maduradas para destronar los sentidos del tiempo, de su tiempo físico y mental.
El dueto de realizadores audiovisuales resuelve poner en toda su dimensión los planos aéreos de este ensayo artístico. La gama de imágenes nos dejar ver los signos de la esclavitud moderna en el Brasil profundo.
Sebastião Salgado es también parte de este primer segmento de acusados apuntes fotográficos. Los realizadores nos lo presentan en este hoy, en el ahora mismo, con la audacia de su frontal vigencia; desde las texturas de un gran pliego traslúcido que sede, por momentos, a los aplastantes gestos de oblicuas miradas y enconados trances. Estas son parte de muchas otras dramaturgias entumecidas en un tiempo pretérito.
El fotógrafo es también, en esta puesta documental, narrador de sus fotografías, cronista de su transitar interminable. Despieza con serena narración las grietas y las poluciones de su memoria. Todo resuelto en dos dimensiones del encuadre: el plano del sujeto narrador, el contador de su propia cronología, y el plano, o los muchos planos de su abultada fotografía, pintadas con muchos tintes de valor iconográfico y trazos significantes. La suerte de este filme documental está echada, transita por los filamentos de todos los paralelos posibles, emocionalidad incluida.
Un espacio interior, profusamente negro, es todo lo que rodea al monólogo del protagonista de esta obra fílmica de autor. El afincado emplazamiento de la cámara revela algunos rasgos de su fisonomía, alimentados por parlamentos de sustantivas argumentaciones.
Se impone en los pilares del filme la voz de Wim Wenders. Justifica el sentido de este documental y el punto de partida de lo que será, un agudo relato cinematográfico. Entonces se produce “Un viaje con Sebastião Salgado”.
El paraje está poblado de montañas, de estructuras abismales. El blanco negro no deja de protagonizar este libro audiovisual. En el borde inferior de la pantalla se posiciona Sebastião revelándonos, “sin saberlo” su pequeñez frente a lo descomunal de la geografía discordante. Es la resolución de un hombre frente a los desafíos que impone la naturaleza y los interminables conflictos, no resueltos, de los seres humanos.
Sus palabras, en este punto y seguido, son delgados apuntes sobre la mirada personal, sobre el meridiano punto de vista del observador activo. Sin lugar a dudas, las texturas de sus piezas fotográficas son partes resolutivas de verdades emplazadas que se avistan como banderas que se resisten a caer frente a los embates del tiempo.
El viaje se ha desatado desde los pilares de una avioneta en pleno vuelo, que surca, desde el ya citado blanco negro, a los tímidos ropajes del color. Ese que se interpone sin previo aviso en la retina de una mirada anonadada. Las pupilas serán teñidas por un insinuado expresionismo: el contraste es la esencia de su horizontal discurso fotográfico.
Se produce la ruptura, el tránsito hacia otras resoluciones de un relato audiovisual que algunos han etiquetado como “convencional”, pero los paralelismos y rupturas de la imagen y las fórmulas narrativas que lo han revelado apuntan hacia otros derroteros fílmicos.
Un mínimo equipo de filmación nuclea esta aventura. Están resueltos a transitar por el pueblo de Yali, situado en la cordillera de Papua occidental, en Indonesia. Los pobladores de esta zona montañosa son “objeto de estudio” de la cámara de Sebastião. Se inserta con discreta presencia entre ellos, es observador y también “objeto” observado. La cámara configura los modos de relacionarse en estas circunstancias donde la distancia de los centros urbanos y el silencio, marcan el ritmo. Está inmerso en otra cultura, en otras brisas donde la atmósfera es serena y brutalmente hermosa.
Los escenarios por donde transita Sebastião son plurales. Una isla remota al norte del mar de Siberia Oriental es también surco de su ruta. Es la manera de dibujar con líneas fílmicas la condición de viajero de este fotógrafo documental. Se produce el dialogo visual, se nos muestra parte del equipo de realización. Dos atmosferas dispares subrayan la idea de lo imprevisto, de lo diferente en cada itinerario donde el narrador objeto se enruta, anticipando esa diversidad estética de una fotografía que no amerita sellarse en un único concepto estético.
La evolución de este filme documental no transita desde la linealidad. Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado descorren, en algunos pocos paréntesis, pasajes biográficos del protagonista. No se detienen en el desarrollo de los singulares núcleos de su existencia. Aportan, tan solo, contextos o relevantes hechos de su vida pensados para humanizar sus delgadas articulaciones.
Su relación con Lélia Wanick Salgado, la esposa de siempre, su partida a Francia por el incremento de la represión de la dictadura militar en Brasil, sus estudios de economía. Son esas notas que configuran este paréntesis resuelto para desarrollar un punto de giro.
Lélia, quién estudió arquitectura, se compra una cámara que terminó usando Sebastião. En sus viajes de trabajo sentía que le apasionaban más sus fotografías que sus aburridos informes de economista, impuestos tras sus viajes de trabajo. Imágenes domésticas y del archivo personal de Sebastião y Lélia evolucionan en este sobrio capítulo, como una lanzadera hacia lo esencial de su obra. La voz en off de Wim Wenders narra las confesiones de un hombre que lo arriesgó todo.
Vuelve a tomar forma en el encuadre de este documental el pliego traslucido, como recurso de traspiración de las imágenes. Sebastião nos significa sus primeras fotos que son anticipaciones de algunos de los giros temáticos de su labor como cronista documental de los desgarramientos de este planeta.
La sequía de Niger en 1973, en el pueblo de Tahoua, es otra zona de su trabajo pintado con un acusado blanco negro que boceta, con altura artística, los embates humanos de ese desastre natural. Son retratos de estilizadas figuras, rostros cubiertos de silencios y porosas telas que calan la identidad de una África inmersa en la pobreza sistémica.
Otro retorno hacia lo biográfico se impone en esta puesta. El nacimiento de Juliano, el colega de Wim Wenders en esta aventura fílmica, impuesto como punto de resolución. La ternura de un Sebastião hecho foto frente al nacimiento de su primer hijo.
La voz sosegada de Wenders vuelve a minar los pocos minutos de esta secuencia. Contamina la escena con su acento francés que boceta los recuerdos de este primer momento. Son fotos familiares, hechas en casa o en los entornos citadinos de un París que lo acogió como parte de su orgánica cultura.
Se produce otro punto de giro, el primer gran viaje hacia uno de los proyectos más descollantes de su carrera, “Otras Américas”. El artista documenta los países colindantes de su natal Brasil: Ecuador, Perú y Bolivia. Se enrola por los Andes; los ejes de sus ensayos son los campesinos de esas zonas agrestes. Desde su reiterado blanco negro, —«el color distrae»—, hace virtuosos retratos de los pobladores de esas elevaciones. La vida social de los campesinos y la resistencia cultural de los indígenas y sus descendientes en América Latina son parte de la aritmética de sus composiciones, donde el paisaje es escenografía, centrándose en legitimar los personajes de sus puestas.
Susan Sontag, en un ensayo sobre la violencia y su representación, reflexionó sobre la «falta de autenticidad» de la belleza que se muestra en imágenes de extrema dureza, como las de Salgado, pues en ellas las personas pierden su individualidad y quedan reducidas a la categoría genérica de «indefensos», lo que califica de «explotación sentimental».
El artista brasileño pone en auténticos retratos los rasgos culturales, étnicos y sociales de estas comunidades, de estas serranías, renovándolas como auténticas historias de vida. Son sujetos vivos, actores sociales de un entorno que Salgado nos ha congelado para un ejercicio que supera lo contemplativo.
Los afinca como cimientos de una narración poética, contada en medulares fotos fijas, que el documental recontextualiza con arte de signo curatorial. La cámara de este viajero de la luz acecha y nos revela la vida humana de sus pobladores, con trágica intensidad o triste dulzura. Son también las fotos de paisajes a tres mil metros de altura, o más. El mundo mágico de estas serranías “intocables” evolucionan en otros códigos estéticos.
México fue también parte de sus andares fotográficos. Compone y pluraliza otras identidades que convergen con los parajes de la América de los Andes. Son escenas costumbristas, medievales, como define el autor fotográfico en su dialogo frente a una cámara inquisitiva, preguntadora.
Los trajes de los campesinos, sus cotidianas prácticas sociales y laborales, donde la música es centro de sus ensayos, es bocetado como respuestas antropológicas, genuinamente etnográficas.
Los aborígenes tarahumaras también son parte de sus “objetos” fotografiados. En sus parlamentos subraya sus ancestrales prácticas, sus más notables costumbres. No es una lección de geografía humana, es ejercicio de documentar lo que resulta efímero, producido en un instante de nada.
La empatía de Sebastião no tiene límites, la transparencia de sus diálogos se empeñan en jerarquizar los destinos de una cultura que habita, en lo periférico, en lo que evoluciona fuera de los centros urbanos, símbolos del poder.
Son auténticos retratos que —en una suma documental propia de la no ficción— nos trasladan a los aires de estas puestas distantes, nos ubican en ese pretérito fotografiado y nos invitan a ser parte observante de otras realidades, descontaminadas de los flujos hegemónicos de la cultura occidental.
El documentalista Wenders retorna con algunos apuntes anecdóticos del fotógrafo social Sebastião Salgado. Su voz entra con celeridad, significando las dilatadas ausencias del fotógrafo y los embates de sus rutas por las geografías del mundo, también sobre sus retornos a casa. Da fe de sus palabras con fotografías caseras donde el protagonista de La sal de la tierra revisa los materiales acopiados que discrimina y edita, siendo testigo de su labor curatorial su hijo Juliano Ribeiro.
Se produce un corte, se avista un nuevo paraje a fotografiar. Juliano Ribeiro acompaña a su padre a Wrangel, una isla desértica del océano Ártico. Una cofradía de morsas fue su objeto de estudio. Transitan por largos asientos de piedras tupidas de agreste textura, cuya geografía se desnuda ausente de montañas o siluetas de elevaciones plomizas. La llanura era la marca pictórica de esta otra gesta.
La faena se ve entorpecida, un descomunal oso blanco interrumpe la jornada. Toca esperar a otro día, a otro tal vez, y se produce la magia. Un contrapunteo entre la lente de la cámara documental y la cámara fotográfica de Sebastião nos pone en la antesala del encuadre, en los ritmos y las danzas de una manada de animales marinos, dispuestos a ser parte de los signos de una ribera, del paisaje de un amanecer tardío en medio de la nada.
Esta suma de escenas editadas con la lógica de una cronología revela otra arista del filme, la de un diario documental. Elementos de crónica, de diálogos entrecruzados y complicidades refuerzan esta idea, como distingo del filme.
Otra suma de secuencias se agolpa en este filme para significar la llegada del segundo hijo de Sebastião y Léila: Rodrigo. Una selecta composición de fotos de la familia para compartir y dibujar la tristeza, y también la alegría. La tristeza por el nacimiento de su hijo con síndrome de Down y la alegría por sumarse a la familia. Era el desafío frente a otras maneras de comunicarse. También la interrogante ante los códigos y leguajes de otro niño que pintaba sus palabras con otras señas, otras expresiones ajenas a las “tradicionales”.
Tras diez años y medio de ausencia, la familia Salgado Wanick vuelve a su natal Brasil. Las imágenes de un avión que surca las nubes dibujan esa impresión de alegría, donde el llanto es parte del boceto de la emocionalidad. Se produce el encuentro con la familia “dejada”, las huellas de los años están teñidos en los pigmentos de una foto de ocasión. La luz los revela en toda la ribera de nuestra mirada, donde el encuadre es límite de lo visible, pero no obstáculo para la interpretación del tiempo transcurrido.
Sebastião no es hombre de estarse quieto. Llevaba muchos años sin estar en su país y emprende un viaje, por seis meses, por el nordeste de toda su geografía. Son crónicas de las penurias de sus compatriotas. El signo de la muerte es resuelto con escenas simbólicas donde los ataúdes se esparcen como estelas de verdades incorruptibles. Son las muertes de niños que apenas pudieron transitar por la vida.
El movimiento de los Sin tierra fue parte de sus estudios de campo. Narra este capítulo de su obra no solo con la simbología frontal de sus fotos, también con sus agudas palabras. Acentúa, descompone argumentos, señala sobre los estamentos de hombres curtidos de dolor y despojo.
Las fotos son soluciones iconográficas de contundente mensaje, despojadas de manipulaciones propias de los programas informáticos. Sus fuerzas estriban en la simpleza de los mensajes, también en lo meridiano de sus palabras. Las líneas de los retratos convergen en planos donde el centro son los pobladores de esas zonas teñidas de dolor y fuerza.
Es la filosofía del despojo y el abandono de un Brasil moribundo, que hoy se nos revela, una vez más, con las políticas del presidente Jair Bolsonaro, ejemplar alumno de las políticas neoliberales que legitima el capitalismo. La memoria que ha construido Sebastião se recicla en los altares de otra verdad repetida.
Al retorno de su viaje por la zona nordeste de Brasil, el actor narrador de esta pieza documental, reconoce la involución de la finca de su padre, castigada también por la sequía que azotó los verdes pastos que distinguieron toda su extensión. Pero no se detuvo, por esta vez, en los estamentos de sus raíces y partió hacia Sáhel, ubicada entre el norte del desierto del Sáhara y la sabana sudanesa al sur.
El horror invade las páginas fílmicas de La sal de la tierra. El hambre constituye el epicentro de otra serie que estremece los cimientos del sentido común y acorta la distancia física de escenas dantescas, que evolucionaron, alejadas de los puntos egocéntricos de Europa y los Estados Unidos.
Las soluciones fotográficas de este genio documental van, desde el gran plano general que evidencia, discrimina y juzga la vergüenza de muchos otros miles de hombres y mujeres que habitan desprovistos de la solidaridad. O el más incisivo retrato de un cuerpo varado en los límites de la vida, de algunas otras, que remachan las huellas de la malnutrición. Razón tendría cuando afirmó en clave de interrogante: ¿Cuántas veces tiré al suelo la cámara para llorar por lo que veía?
Son estampas de una larga estela de campos de refugiados dispuestos a la intemperie, sin ningún artilugio civilizado. Es la precariedad del dolor y el límite de la pobreza extrema compartida entre rostros tupidos de silencio y arena escurridiza, donde la ausencia de lo verde, remarca la soledad compartida.
Son escenas dantescas de agudas lecturas. Es el repaso de un horror multitudinario que no tiene ejemplar espacio en las páginas de los grandes medios de occidente, que deciden como debes pensar y lo que debes pensar.
Sebastião encara otro dialogo de soliloquio, rajado por reflexiones entretejidas entre las memorias de esas fotos sacadas de los más profundos acentos de África y la responsabilidad de ese estado de gracia que, aún hoy, impera en la geografía de este planeta tupido de sal. Esa sal que nos nubla el sentido de la vida y el compromiso con el otro.
Esta serie, de apocalípticas imágenes, es testimonio de los andares de Sebastião por Etiopía, Malí y Sudán. Resulta un complejo ensayo fotográfico que ocupa el altar del punto climático y centro del filme, edificado tras un largo transitar de planos y secuencias de sentida emocionalidad y riqueza; construido con la intencionalidad de transversalizar la vida y la obra de un hombre coherente.
El documentalista Win Wenders comparte encuadres de la cámara con el protagonista del filme. Justifica su entrada en esta pieza de rutas inmensas para anunciarnos el “otro viaje” de Sebastião: “Trabajadores”.
Casi seis años y más treinta países ocuparon esta ruta del fotógrafo, marcados por la crónica y el empeño de construir memoria, de edificar imágenes para que no olvidemos los horrores que somos capaces de explosionar, en los cimientos de una humanidad teñida de negras proporciones.
Los trabajadores del acero en la Unión Soviética, los saboteadores de barcos en Bangladesh, los pescadores de Galicia y Sicilia, la producción mecánica de coches en Calcuta o los agricultores de Ruanda, fueron algunos de sus sujetos observados. Es su homenaje a quienes edificaron naciones enteras en la era industrial, base de la globalización posindustrial.
Los bomberos que emprendieron una ofensiva para apagar los pozos de petróleo de Kuwait, explotados por Sadam Husein, fueron incluidos en esta macro serie de escenas donde el combate era contra el fuego, contra el ardor y el calor que emanan las fugas de petróleo desprovistas de control y vacíos. Son grandes cúmulos nimbos protagonistas de una escalada descompuesta y teatralizada, posicionadas en los límites de un cielo turbio, y más allá.
Los párrafos de palabras dispuestas por el autor de estas fotos teñidas de humo, cenizas y fuegos, complementaron el proceso de montaje cinematográfico, situado para contextualizar la narración de una puesta que significa la volatilidad a la que se enfrentó este fotógrafo de muchas vueltas.
Léila y Salgado se enrolaron en “Éxodos”, otro tema de alcance planetario: las emigraciones, los desplazamientos masivos de una geografía a otra. Los detonantes, según Wenders, las guerras, las hambrunas o las políticas del mercado global. India, Vietnam, Filipinas, Sudamérica, Palestina, Irak. También África, el continente recurrente de sus andares y de su obra testimonial.
Nuevamente se escribe toda la pantalla del documental con el testimonio de Salgado. Los efectos de la guerra como balda catapultada de las emigraciones centraron el velo de su discurso. Nuevamente el horror se coloca en los cimientos de su memoria y suelta en preguntas, en recorridos geográficos que singularizan los ejes de ese horror fotografiado por la impronta de un hombre, que ha transitado por los signos desgarrados de la vida.
El genocidio perpetrado en Ruanda, la guerra en la antigua Yugoslavia, los efectos de este conflicto en Croacia. Europa no escapa de los morteros y las bombas de la brutalidad y el lado mortífero del sin sentido. Las huellas de la emigración forzada en Serbia. Los refugiados de Bosnia, son parte del empaque fílmico de esta entrega iconoclasta.
Se avistan fotos de lo destruido, de los fragmentado de una bala que se afinca en una ventana, en un cristal cualquiera. Se erige la destrucción y el horror aplanando el paraíso. El paraíso de la humanidad sembrado bajo tierra por el sabor oscuro de una bomba que aniquila los tiempos, las vidas que solo han de estar teñidas de futuro. Todas estas metáforas de duros ropajes están en los pensamientos y el recuerdo de Sebastião, que nos los hace ver con trazos de nuestras conciencias.
“Somos un animal feroz. Somos un animal terrible, nosotros los humanos”. Sentencia el personaje de La sal de la tierra. Y añade: “Nuestra violencia es extrema. Nuestra historia es una historia de guerras. Es una historia sin fin, una historia de represión, una historia de locos”.
El color nuevamente invade cada perímetro del encuadre documental. Es el simbolismo de una larga secuencia que se avizora con aires de sueño y futuro. La cámara se regodea en la evolución del paisaje de la finca donde nació Sebastião Salgado.
Lo agreste y seco se transforma en verdor tupido, fruto de la voluntad de Léila, que funda en estos predios el Instituto Terra. El hombre de la cámara de sal y dolor se oxigena con las respuestas de la naturaleza. Es como un proceso de sanación tras largos años de fotografiar el horror, la muerte, la soledad, la migración forzada, la guerra y el hambre que esta cosecha.
Se convierte en narrador de las evoluciones de estos nuevos parajes sacados de la sal de la tierra. Es el desafío del hombre frente a lo imposible. La cámara documental retrata los reverdeceros alientos de cientos de hectáreas, convertidas en sagrados bosques.
Este espacio vital construido por la voluntad de muchos, le inspira una serie que le aparta de los temas que ha caracterizado su obra por décadas. La naturaleza es la protagonista de “Génesis”, que por ocho años lo embarcó hacia otros horizontes donde el hombre deja de ser el principal punto de mira de su aguda mirada.
Somos testigos entonces de geografías enteras donde aún no hay huellas depredadoras de nuestra especie. Es la ruta de la belleza encarnada en animales y plantas que aún habitan voluptuosas, en contra de la voracidad de los más perversos deseos de inhumanos seres que nos impulsan hacia el genocidio de la tierra.
Ballenas, aves silvestres, gorilas, exóticas plantas, son algunos de los personajes centrales de esta otra aventura, que nos permite escribir las otras metáforas de nuestro tiempo. Las bellezas de estas estampas siguen pintadas con ese hermoso blanco negro al que Salgado no ha renunciado, pues en ellos pernoctan los colores de la vida. Volver a la tierra, que es el sentido de esta gran entrega fotográfica, es volver a los orígenes del hombre.
Sebastião Salgado es un humanista, un cronista de la condición humana. Sus fotografías nos impulsan a transitar por los derroteros de la utopía para edificar un mundo más justo. El arte no es signo de la neutralidad o simple goce de la sublimación estética. Su función es redentora y escolástica. La ética es la brasa que nos asiste refundar en tiempos donde la práctica del poder y el odio, fragmenta la lógica evolución de la sociedad global. Las excelsas fotografías de este hombre interminable, son también invitaciones para sembrar, como los árboles, seres humanistas de este tiempo.
Ficha técnica
Título original: Le Selt de la terre
Título en español: La sal de la tierra
Año: 2014
Duración: 110 min.
País: Francia
Dirección: Wim Wenders y Juliano Ribeiro Salgado
Guion: Wim Wenders, Juliano Ribeiro Salgado y David Rosier
Productor: David Rosier
Composición musical e interprete: Laurent Petitgand
Montaje: Maxine Goedicke y Rob Myers
Fotografía: Hugo Barbier, Juliano Ribeiro Salgado
Reparto: Sebastião Salgado, Juliano Ribeiro Salgado y Wim Wenders (Narradores)
Productoras: Decia Films, Amazonas Images y Solares Fondazione delle arti
Coproducción: Francia-Brasil-Italia