Por José Manuel Lapeira Casas, estudiante de Periodismo de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana, narra su experiencia, en dos ocasiones, como voluntario en centros de aislamiento para sospechosos de la COVID-19.
Regresar
Regresar siempre me ha resultado una palabra compleja. En primer lugar, todo regreso implica una conciencia individual acerca de la necesidad de abandonar la comodidad del statu quo para volver a un estadio anterior de la existencia. En las pocas ocasiones en que esta voluntad aparece, suele huir espantada a esconderse tras una barricada de imprevistos, máxime cuando el acto de retornar viene acompañado de un sentido de sacrificio o del deber aún por cumplir.
Ya sea por romanticismo o grandilocuencia, quienes escriben sobre este tipo de aventuras suelen centrarse en la travesía y disminuyen —a veces de manera intencional— los puntos de llegada y de partida. Sin embargo, para quien marcha a jugarse la vida a cambio de nada, prescindir de ellos significaría una ofensa imperdonable a la memoria de aquellas noches donde el recuerdo de la vida pasada se transformaba involuntariamente en la tabla de salvación que emerge desde el centro de las dudas.
Las primeras veces siempre son más fáciles. La versión heroica idealizada donde (literal) uno se cree capaz de comerse el mundo y, no conforme con ello, guardar apetito para el postre, suaviza en gran parte el impacto inesperado de la realidad. Una vez inmerso en ella, uno se da cuanta, poco a poco, de que no hay nada de heroísmo y sí bastante de humano en dignarte a dar el paso al frente. Luego, ese paso es sucedido por muchos otros, hasta que se llega a la meta y se descubren horizontes infinitamente más espaciosos por alcanzar. Sin embargo, el conocimiento de a qué uno se enfrenta lo hace cobarde, quizás demasiado…
En casa
Abuela se despertó temprano aquel día. Era un espectáculo sobrecogedor verla tan diminuta dentro de su entereza. Aquel domingo, casi cinco meses atrás, un fricasé había aromatizado la cocina durante un tiempo indefinido sin ningún comensal cerca para degustar y ahí estaba ella de nuevo, con el corazón de una paloma sobresaltada que deja volar a su retoño hacia cielos desconocidos. No obstante, cuando lo despedía, sus labios no se abrían para emitir ningún reproche. Su cuerpo, es evidente, no ha sabido crecer en la misma proporción en que se han agigantado sus dimensiones humanas.
Con anterioridad, tocó convencerla aludiendo a los valores inculcados desde la infancia y lo importante de serle fiel en los momentos de definiciones. Ahora solo se puede hacer el intento de convencerse a sí mismo. Convencerse de que no hay virilidad ni gallardía que opaquen el miedo que empieza a aflorar a medida que la partida se convierte en una cuenta regresiva de segundos anónimos. En ese dilema, cada instante pasa con la solemnidad de un detenido a la espera de la sentencia, mientras se encomienda en silencio a algún milagro de última hora que lo exonere de culpas.
El esperado timbrazo es como el martillo del juez que intenta imponer orden entre el reguero de pensamientos y sentimientos reprimidos que retuercen el nudo de la garganta. La confirmación de la imagen que habita desde hace meses en la cabeza se hace cada vez más corpórea. Durante los próximos veintiún días mi presencia en esta casa sería reemplazada por unos cubiertos acumulando polvo en la repisa, el umbral entreabierto de un cuarto abandonado y el fantasma de la ausencia materializándose a la hora de la comida o durante alguna frase intercambiada con el vacío, como si el viento comprendiera el lenguaje de la soledad. La puerta se cierra a mis espaldas con una tonelada de peso y el sonido inconfundible de las añoranzas…
Reincidencia
No por predecible el camino pasaba carente de emociones. Cada desvío devino refugio donde reparar fuerzas y ajustar principios. Caras nuevas y viejos conocidos, confluyendo en un mismo espacio, contribuyeron a amenizar el tránsito de un lugar a otro. Los nombres cambiaron pero las esencias siguen siendo las mismas: todos reunidos por una causa común, más grande que ellos mismos y sus pláticas sobre variados temas, así lo demostraban.
La marca del futuro compañerismo acechaba en cada rincón de la camioneta donde los bultos esperaban la menor señal para balancearse peligrosamente hacia la nada. Cuando la cautela fue menguando a fuerza del hábito, comenzaban las bromas y sonrisas tímidas. Todos avanzábamos precedidos de sacrificios propios y ajenos difíciles de compartir en aquellas horas iniciales, pero estos, lejos de separar a cada uno en la pequeña parcela del yo, establecerían de a poco un puente de entendimiento entre el equipo de voluntarios. La solidaridad y la empatía serían algunos de los rumbos tomados en las próximas jornadas hasta descubrirse como un todo pensante y actuante, capaz de invadir sin pudor el territorio del temido virus y celebrar con vítores su herejía.
Dentro del grupo, los veteranos conformábamos un halo de sapiencia entre los nuevos ingresos, que escuchaban las historias como los cuentos de un juglar que ha podido asomarse a parajes más allá de la imaginación y la verdad. Su decisión de reincidir en la prueba había causado todo tipo de reacciones entre conocidos y familiares, sin embargo eso no importaba ya ante la inminencia de lo inevitable. La única solución posible: avanzar.
Atrás quedó el calor hogareño que sería llenado con la construcción gradual de esa pequeña familia querida a imagen y semejanza de la otra. A simple vista advertía que la beca del Bahía había cambiado de como la recordaba. No la podía culpar, yo también había cambiado, solo que esas transformaciones no se vislumbraban en una variación de fachadas o de motivaciones sino en la certera satisfacción por estar de vuelta.
Una vez instalado sobrevino la primera disyuntiva. A pesar de que el orgullo exigía un poco de la adrenalina que solo aportan las constantes incursiones en la zona roja, el sentido común indicaba que alguien debía renunciar a aquella aventura para desempeñarse en donde fuera necesario. Al final opté por la segunda. De mala gana completé el escuadrón de la cocina junto a tres noveles compañeros. Aun así, mi venganza no se haría esperar y la volqué en forma de una lluvia de cloro diaria sobre las bandejas que llegaban de la zona roja. El desagravio llegó poco después, cuando fui reclutado para trasladar los equipajes de los pacientes que arribaron al centro luego de prestar sus servicios como colaboradores en Angola.
Las primeras sesiones de trabajo servían para aclimatar el cuerpo al nuevo entorno. Una vez tomado el pulso de la rutina, todo, hasta el más mínimo detalle, se convertía en una seguidilla de movimientos mecánicos a los que el cuerpo respondía por puro instinto o inercia. El cloro era el sinónimo de la seguridad externa a nuestros trajes de faena y nasobucos. Como toda garantía, tenía sus precios. Por debajo de los guantes las manos descascaradas empezaban a perder la identidad para convertirse en un engendro uniforme del químico salvador. Con el tiempo, desarrollé la habilidad de diferenciar, al tacto, cuál servía para desinfectar superficies y cuál para las manos, a pesar de que la diferencia de concentraciones era casi mínima.
Afuera, el mundo parecía una versión reducida detenida a la espera de que volvamos a formar parte de él. La combinación de anhelos y sueños postergados pesaba sobre nuestros hombros y nos llevaba, de forma invariable, a trazar planes para un futuro no tan inmediato. En las pocas noches en que se dormía, no había mejor arrullo que el murmullo del viento en las hojas de los árboles y el canto de algún ave trasnochada…
Remembranzas y amigos
Si bien las líneas del campo de batalla estaban trazadas, siempre hubo lugar para alguna serendipia que alterara los rituales futuros de la osadía. Todo juego o variante divertida destinada a matar el tiempo se gestaba en la imaginación de Lia y pasaba por la aprobación silenciosa de Adrián o por las correcciones gramático-logísticas de Daniela. Para poner carácter estaban Yasira y Laura y, cerrando el pelotón, los ilustres comodines de la talla de Mario, Marcos o Alejandro, apodado este último “El antitanque”. Y cómo olvidar a Josué, el improvisado comandante del regimiento, quien impartía cátedra de ejemplo tanto en la hora del trabajo como en la del ocio. Tampoco faltó un electrón libre disociado como fue el caso de este servidor.
De manera espontánea, los vínculos empezaron a estrecharse más allá de lo previsto. Nadie esperó, al menos no en un primer momento, que el doctor Rolando, jefe médico del Centro de Aislamiento con poco más de veintiséis años, se iba a convertir en un muchacho más que compartía juegos y confesiones durante nuestras interminables noches de insomnio.
¿Qué decir de Yohana y su empeño de ayudar, presto a tender una mano amiga para la labor que fuera? ¿O de Coki y su guitarra a cuestas? ¿O de la voz inconfundible del Guille? Esos y otros nombres. Muchos sin los que el Centro se habría sentido incompleto o rodeado de silencios y olvidos para nada despreciables.
Del otro lado de la línea roja también había historias listas para ser contadas cuando llegara el momento preciso. Cada una enmarcada dentro de aspiraciones y realidades que traspasan los límites divisorios de la frontera ficticia. A pesar de que los veía usualmente, mientras lavaba en el patio, no pude descifrar más allá de esos segundos en los que salían al balcón a respirar y darle rienda suelta a los planes sonámbulos. Sin embargo, quienes cruzaban casi siempre en su dirección, pudieron adentrarse al interior de los tejidos humanos donde se vio frenada mi curiosidad.
Algunos hablaban de sus viajes o de las familias que los aguardaban en casa, a la distancia de un PCR negativo. Incluso, hasta de los más complicados o caprichosos obtuvimos una enseñanza o chiste interno —siempre sobre la base del respeto— a partir de los cuales reflexionar en la calma aparente de los ratos libres. Cada uno de sus rostros bien pudieran ser el relato de un país, o una pequeña porción del mismo que al igual que ellos sufre, avanza, posterga esperanzas, se desespera, crea, ama…
Rumbos divergentes
Los azares del aislamiento quisieron que nos separáramos de nuestros nuevos amigos. Nosotros, a pasar la cuarentena en un lugar y ellos, a otro. La despedida fue efusiva cuando el transporte nos dejó en el motel de Icemar y continuó con ellos hacia el hotel de la feria agropecuaria de Rancho Boyeros. Para salvar las distancias un grupo de Whatsapp mantuvo las conversaciones; pero, teniendo en cuenta la convivencia y otras experiencias anteriores, esta alternativa resultaba algo fría e impersonal.
La prohibición de salir de los cuartos, durante los días en que transcurría la cuarentena, tentaba a cualquiera a darse sus pequeñas escapadas. Esas travesías de un lugar a otro por los corredores de la mansión pudieran ser lo más cercano al estilo de las aventuras o de las películas de suspenso. Adentro, el encierro de cuatro paredes devoraba todo lo que encontraba a su paso. La única distracción consistía en observar el contorno indefinido del mar, que los edificios aledaños insisten en ocultar o las partidas de ajedrez ocasionales con Mario.
Se nos hacía difícil llevar el paso de las horas. Las ventanas dejaban poco margen para adivinar la vista, en contraste con los portales del Bahía. Uno se acostumbraba de a poco. A no ser por la luz o la ausencia de ella, bien podríamos haber caído en una brecha del espacio-tiempo sin días ni noches. Casi parecía un ensueño cuando, en las primeras horas del lunes, vino Freddy (trabajador del centro que nos atendía directamente) con la noticia extraoficial de que todos habíamos salido negativos al PCR. Unos minutos más tarde, la doctora que nos embelesó a todos con la belleza de sus ojos, nos corroboró la información.
Todo había acabado, o quizás, recomenzado. Aunque no pude prepararme previamente para ese momento, un instinto me decía que este, en particular, iba a ser uno de los adioses más difíciles de los que guardaría memoria. Apenas me di cuenta y ya me encontraba agitando los brazos en el aire y viendo a mis antiguos compañeros empequeñecer en el reflejo del retrovisor. Me acompañaba, escondida en el reguero de mi mochila, una grulla de papel a modo de emblema o escudo de armas de una antigua orden de caballería autotitulada Los kamikazes. El camino a casa era una certeza que se acrecentaba a cada segundo…
De vuelta en casa
No por conocido el trayecto pasa carente de emociones: cada giro, cada desvío, cada tramo de carretera que se acerca a una latitud del destino que ya se empezaba a extrañar. Ante la perspectiva cercana del hogar el cuerpo se aligera, el equipaje pesa menos y la mente empieza a fantasear con el próximo reencuentro.
Para ser sincero, me decepcionó un poco no hallar a abuela en su puesto habitual de vigía en el balcón. Con cautela me aseguré, a medida que subía por la escalera, de que ningún peldaño delatara el eco de mis pisadas. Con la picardía de un duendecillo que ingenia alguna trastada, saqué las llaves de mis bolsillos solo con la esperanza de que, al abrir, me fulminara con su mirada de sorpresa.
Así fue, y el abrazo fue un poco más emocional de lo que esperaba. No hay nada como regresar para darse cuenta de que nunca uno se fue del todo…
(Tomado de La Jiribilla)