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Los ojos quebrados del plebiscito

Un símbolo es una huella perdurable en la memoria. Transita por procesos de codificación y habita en el pensamiento de los que asumen el cobijar y recontextualizar hechos cotidianos, pasajes históricos, expresiones artísticas o sustantivas escrituras quebradas, vueltas a recomponer.

Todas ellas emergen en los estratos de nuestro tiempo y convergen en reciclados tránsitos, en los tiempos de otros que son parte de un escenario social de singulares flujos humanos. Lo simbólico existe por ese perenne “dialogo” de apropiaciones educativas y culturales, que materializamos como parte de un ejercicio natural —también pensado— de enriquecimiento, que se concreta en los entornos de nuestras geografías sociales.

Es parte del capital semiótico de la humanidad los múltiples halos que pertrechan al símbolo. Se construye por baldas de cromatismos y los necesarios apuntes de sólidas vestiduras, que emergen como piezas enteras. En esta aritmética de variables cruzadas, es protagonista de las urgencias y los complejos procesos de la historia, los derroteros de la audio-visualidad.

Todas estas formas icónicas entroncan tejidas en el arsenal de la vida, de nuestras vidas. Transitan por abultadas fases que evolucionan en delgados cursos de linealidad o en sinuosas trayectorias. Estas se visualizan cuando perversos obstáculos pretenden quebrar la ruta “orgánica” de los que construyen una narrativa, que se opone al cerco del silencio.

En estos últimos doce meses Chile ha protagonizado convulsos acontecimientos que podrían cambiar el rumbo de una “democracia” impuesta, tras el derrocamiento del Presidente constitucional Salvador Allende. La epopeya ha sido fotografiada por el cine documental, significada por su medular protagonismo como recolector de historias y testimonios.

El contexto

En octubre de 2019 se registraron en Chile fuertes protestas en áreas del sistema de transporte subterráneo con presencia mayoritaria de jóvenes, quienes fueron reprimidos por los carabineros con gases lacrimógenos y chorros de agua.

Las manifestaciones se desataron por el alza en la tarifa del transporte público y luego se extendieron a demandas vinculadas al sistema educativo, de la salud, las jubilaciones y otras horizontales reivindicaciones. Chile se convirtió, desde este ya histórico mes, en un hervidero de protestas sociales que visibilizaron un profundo estado de descontento social.

Algunos signos de estas protestas: fueron destrozadas 77 estaciones del sistema de metro, varios ómnibus del transporte urbano fueron quemados. Ante la intensidad de las acciones de descontento social, también político, se paralizó el ferrocarril metropolitano. En Santiago de Chile, en comunas como Ñuñoa y Providencia, sus residentes salieron a las calles para hacer sonar sus ollas y sartenes acompañando a un movimiento de creciente indignación popular.

Estos actos populares se extendieron a otras ciudades como Concepción, Rancagua, Punta Arenas, Valparaíso, Iquique, Antofagasta, Quillota y Talca, escenarios de sentidas marchas en las calles, así como de cacerolazos.

La situación de descontrol social indujo al gobierno a volcar a los militares a las calles. Tanquetas del Ejército y efectivos fuertemente armados se desplegaron en la simbólica Plaza Italia de Santiago, para sofocar a los manifestantes. Las fuerzas de los carabineros, famosos por sus tradicionales métodos de brutalidad policial, no pudieron contener las revueltas sociales.

El “estado de derecho que arropa” a Chile vive bajo el signo de la desigualdad social crónica, las deprimidas jubilaciones, la creciente alza en las tarifas del Metro, así como de la energía eléctrica. También se incrementó en términos de coste la atención médica, tan esencial para la dignidad de los seres humanos.

Encendidos casos de corrupción afloraron entre la Policía y el Ejército, más una creciente criminalización del movimiento estudiantil que catapultaron, lo que para muchos medios constituye las mayores protestas sociales registradas en décadas en Chile.

Frente a estas incontenibles oleadas, el presidente Sebastián Piñera decretó el Estado de emergencia y el mando militar. Con su autorización se impuso el toque de queda.

Los soldados, para contener la ira popular, se desplegaron junto a vehículos blindados y disolvieron a manifestantes que quemaron ómnibus y montaron nuevas barricadas en el centro. Helicópteros policiales sobrevolaron la capital para monitorizar las crecidas y extendidas revueltas populares. El Presidente de Chile definió el conflicto como una “guerra”.

Durante las enconadas protestas, extendidas durante doce meses (octubre, 2019-2020), se han reportado más de 30 muertos, miles de detenidos, así como denuncias por violaciones a mujeres. Las cifras de los heridos graves por el accionar de la policía local y las fuerzas militares son elevadas. La Fiscalía investiga más de 5.558 denuncias de presuntas víctimas de violencia institucional.

La violencia policial tuvo un punto climático entre tantas brutales arremetidas contra el pueblo. El viernes 2 de octubre de 2020, en medio de una manifestación en las cercanías de la Plaza Baquedano, un joven de 16 años resultó gravemente herido al ser arrojado por un carabinero al río Mapocho, de escaso cauce fluvial, dese el puente Pio Nono.

Las fuerzas populares, en medio de las protestas, señalaron a la vigente Constitución heredada de la dictadura de Augusto Pinochet, como un obstáculo para los avances del país.

El 15 de noviembre de 2019 bajo una fuerte tensión política, el ala afín al gobierno y las distintas fuerzas de la oposición firmaron el ‘Acuerdo por la Paz Social y la Nueva Constitución’, que estableció las condiciones para dar pie a un referéndum. Fue excluido de este escenario el Partido Comunista, así como los representantes de los trabajadores y de los sectores populares.

Para este 25 de noviembre de 2020, más de 14 millones de ciudadanos estaban habilitados para participar en el plebiscito, para responder, con el voto popular, si aprueban o rechazan la elaboración de una nueva Carta Magna. Además de la pregunta principal, los votantes decidirán qué órgano debería redactar la nueva Constitución, en caso de imponerse el sí.

Se plantean dos posibles escenarios:

Una Convención constituyente integrada por 155 ciudadanos especialmente elegidos para redactar la nueva Carta Magna. Esta sería disuelta una vez desarrollada la nueva Constitución.

Y la segunda. Una Convención mixta de 172 miembros, integrada en un 50 % por parlamentarios en actividad y otro 50 % por ciudadanos electos para este fin.

Los símbolos

Chile ha sido fotografiada en estos señalados doce meses de revuelta popular por la aguda mirada de los cineastas documentales, varias piezas de dispares resultados artísticos y estéticos han resumido estas jornadas previas al plebiscito.

Una de las obras más logradas que testimonia estos hechos, es el reportaje documental, Es mutilación: la policía en Chile está cegando a los protestantes (‘It’s Mutilation’: The Police in Chile Are Blinding Protesters), de Brent McDonald. El cineasta, corresponsal del New York Times, registró en apenas siete minutos el lacónico testimonio de las víctimas de los carabineros, a los que se le truncó la visión de, al menos, un ojo.

Brent McDonald establece un dialogo de cercanía con jóvenes afectados por traumas oculares. Se lo plantea desde esta “puesta en escena” para acortar cualquier brasa de equidistancia que limite las posibilidades de reconstruir el escenario dantesco donde se produjeron hechos individuales de trascendencia colectiva.

La palabra es protagónica de estas imágenes. Evolucionan despobladas de aberraciones estéticas o incrustaciones audiovisuales que nublen la transparencia de anécdotas o hechos contrastados por la materialidad de perdigones o balas de goma, afincadas en la periferia de un ojo, de muchos otros.

Una rápida transición, acompañada de una voz en off, visualiza los espacios públicos donde se desarrollaron estos hechos detestables. Dos grupos son confrontados en la pantalla por cortes. Nos permite estar en los espacios múltiples de una protesta, que se afinca para doblegar los poderes del horror.

El encuadre, siempre discriminatorio, toma nota de la violencia policial, de los carros que escupen gases, que apuntan a diseminar la voluntad popular de jóvenes empeñados en poner sus derechos en el centro de un mapa de estructuras torcidas.

Todo ello tejido por historias pretéritas que son parte de la herencia de una nación víctima del genocidio pinochetista que se aferra a permanecer desde los anclajes del horror y el miedo.

Balines y perdigones de goma se convierten entonces en actores protagónicos de tramas infernales. El narrador los significa como parte de un símbolo, otro, que pernocta en el filme, donde predominan texturas icónicas de muchas brasas. No es una narración pensada para construir pretextos o estados de opinión, son palabras poderosas, pobladas de metáforas significantes que nos trasportan a ese lugar transcurrido, consumado.

McDonald nos escenifica el reportaje documental desprovisto de turbios pastos estéticos o artilugios fabricados en la era digital, por ese poder y voluntad que tiene la imagen de desnudar los hilos de hechos, que son parte de la arqueología de una memoria colectiva.

Los carabineros apuntan de manera perversa hacia los ojos de jóvenes que toman las calles en nombre de la “democracia”, esa que Piñera, ejemplar heredero de Pinochet, encumbra. Se trata de anular la mirada, de truncar el sentido del espacio y descolocar a los manifestantes. De compulsar el horror y el miedo social como parte de una “filosofía” que entronca con la criminalización de la protesta.

La palabra vuelve a tomar su lugar en esta pieza de muchas preguntas, muchas de ellas sin respuestas concluyentes. Es la sobria articulación sustantiva de víctimas de los actos criminales de carabineros que apuntaron sus armas de furias endemoniadas, contra los poderes de los símbolos, que son los hombres y mujeres aferrados a las calles, dispuestos a enfrentar las calculadas arremetidas.

Los vocablos que sustentan los testimonios de estos apuntados con armas de siniestros ropajes, se complotan con las huellas dejadas en sus ojos truncos, llana expresión del horror. Y también, del silencio de los que “no ven” el desgarramiento de genocidas, dispuestos a silenciar la palabra multitudinaria.

El cineasta documental Brent McDonald narra en pequeñas dosis la generalización del odio, de la violencia sistémica de las “fuerzas del orden”, que no discrimina lugares, personas, circunstancias.

Resuelto con un sobrio collage de entrevistas edifica un mapa, que tiene otras expresiones en los escenarios de las protestas populares. La voz de estos actores de excepción es jerarquizada en los telares de la pantalla. En contrapunteo, la declaración de Piñera, que encuadra al pueblo en las coordenadas de la “guerra”.

La reconstrucción de los personales hechos es otra de las claves de secuencias centrales, puntos climáticos que estremecen y hacen meditar sobre el sin sentido de ese “arte de la violencia” como paradigma de una sociedad que se intenta doblegar.

En otra capa de la pantalla fílmica aflora el llanto, el dolor contenido, materializado en las lógicas de un “estado de derecho”. Todo eso es parte de un arsenal de metáforas, de signos humanos que son los ejes de esta entrega apertrechada de sensibilidad y llano talento.

Los significados también afloran desde los objetos más insospechados. En un espacio de luces blancas y sonidos interiores, donde son atendidos los ojos truncados de jóvenes aferrados al decoro, los balines y perdigones de goma se nos delatan esta vez, como “cuerpos con vidas”, actores del dolor. Son una extensión de las acciones de los carabineros, ejecutores del asalto a la palabra y a la mano extendida.

La materialidad de los objetos, en estas secuencias tupidas de dispares encuadres, se reconfiguran en inmaterialidades, al tomar en las baldas del filme un lugar, también simbólico, como parte de una transversalización del pánico consumado.

Los rostros de estos jóvenes lacerados por la furia de un arsenal desatado son parte del humanismo del filme. Transpiran como pequeñas historias de vida, que en su conjunto se fundan como un agudo libro de testimonios convergentes.

El apego a los hechos desprovisto de añadiduras plomizas convierte al reportaje documental en una contundente herramienta, signada para fortalecer la memoria de esa nación.

Los atributos periodísticos de esta entrega empastan con los trazos propios del género. Esa legítima simbiosis afinca los pilares comunicacionales de cada secuencia, donde las jerarquías y roles de cada género están bien definidos. Esta articulación contribuye a forjar un discurso, una narrativa efectiva, en diálogos de idas y vueltas entre el material audiovisual y el lector fílmico.

El sonido de trompetas anima a nuevas protestas. Las pitadas irrumpen contra las sonoridades exteriores de un espacio público. Las banderas se agitan en señal lucha por los más elementales derechos que engrandecen la dignidad humana.

En encuadre apretado, se afinca la cámara que enfoca a un joven testimoniante, que hoy exhibe un ojo quebrado. El realizador, desde la mesura de la entrevista, logra arrebatar sin apenas un obstáculo, una declaración de principio:

“Si ganamos algo, si cambiamos algo, este va hacer un ojo ganado, no un ojo perdido. Eso es lo que quiero. Que esto valga la pena, valga la pena haber perdido esto”.

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Octavio Fraga Guerra
Periodista y articulista de cine, Especialista de la Cinemateca de Cuba. Colaborador de las publicaciones Cubarte y La Jiribilla. Editor del blog https://cinereverso.org/ Licenciado en Comunicación Audiovisual por el Instituto Superior de Arte de La Habana.

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