Por José Manuel Sánchez Duarte* y Raúl Magallón Rosa**
La voz de un médico alerta del colapso de su hospital, del uso de un medicamento estrella para atajar el virus y de los intentos del Gobierno por ocultar las cifras de fallecidos. El audio, de origen desconocido, circula por los servicios de mensajería instantánea, da el salto a las redes sociales y acaba permeando en algunos medios de comunicación convencionales en apenas unas horas. Aquellas personas que pudieron dudar de su fiabilidad se quedarán al margen del ciclo, pero las barreras para detener su circulación se pulverizan.
Vivimos el momento de la normalización de todos los procesos de desinformación en la esfera pública. Cualquier ámbito de la vida social, cualquier cuestión política, desde la inmigración a la ciencia, pasando por los remedios y las soluciones a una pandemia mundial se ven abocadas al escrutinio de la duda, la tergiversación y la mentira.
Las corrientes de desinformación que circularon durante los primeros meses de la crisis del coronavirus no solo han llegado para quedarse, sino que posiblemente marcarán muchas decisiones de nuestro futuro más próximo.
Los distintos vectores y sus tipos de circulación forman parte de procesos, estrategias y actores tan diferentes que el mero hecho de intentar analizarlo resulta más un ejercicio de aprendizaje que de análisis.
No es novedoso el hecho de que, en periodos de alta intensidad informativa y acontecimientos imprevistos de duración indeterminada, la ciudadanía necesite con mayor urgencia ampliar sus datos y obtener detalles sobre los hechos narrados en las noticias.
Tradicionalmente, ese conocimiento sobre la realidad era, casi en exclusiva, mediado a través de medios de comunicación convencionales. Sin embargo, las redes sociales y los sistemas de mensajería instantánea han desarrollado un ecosistema informativo complementario.
¿Qué aprendizajes se han derivado de estos procesos? ¿Con base a qué lecciones podemos analizar el futuro? ¿Cómo construimos el presente?
Resiliencia desinformativa
La irrupción del coronavirus paralizó muchos de los procesos sociales, políticos y mediáticos. Su excepcionalidad nos ha permitido reflexionar sobre distintos ámbitos de la vida en un paréntesis confuso y caótico. Tal vez por eso, el escenario de aprendizaje puede ser considerado como único. Los patrones de desinformación identificados con anterioridad se han entremezclado con formas experimentales de creación y difusión de bulos.
A finales de mayo de 2020, la base de datos de la International Fact-Checking Network contenía más de 6 000 ejemplos de contenidos verificados. En paralelo, el explorador de verificaciones de Google registraba más de 2 700 verificaciones de hechos sobre la COVID-19 y más de 68 000 dominios web se han registrado este año con palabras clave asociadas con el coronavirus.
Los datos demuestran algo importante. El ciclo de la desinformación es adaptativo. Su existencia está ligada a nichos eventuales y oportunistas y su resiliencia se sirve de la confusión, las deficiencias mediáticas y la saturación informativa.
En el caso de España, en los dos primeros meses de la crisis del coronavirus se identificaron nuevas tipologías de bulos ligados, en un porcentaje muy importante, a la evolución de la pandemia. Un cajón de sastre que albergaba desinformaciones sobre la evolución de los contagios, la detección de síntomas o las curas y remedios ante la enfermedad.
A medida que el estado de alarma se fue desarrollando, también se diversificaron las informaciones y los bulos de carácter político y orientados hacia réditos discursivos empezaron a tener más relevancia.
Por otra parte, las desinformaciones ligadas a la pandemia desarrollaron y mejoraron varias de sus características clásicas. Las formas de difusión definieron un ecosistema multicapa en el que las redes sociales ocuparon protagonismo junto con los servicios de mensajería instantánea, complementándose.
Plataformas como WhatsApp o Telegram viralizaron un porcentaje elevado de los bulos, en su mayoría sin un origen conocido, y aumentaron la velocidad de su transmisión.
En algunos casos las desinformaciones dieron el salto a otros países. Como recogía la plataforma LatamChequea Coronavirus en alianza con el IFCN, muchos de los bulos traspasaron fronteras replicándose o adaptándose a los contextos políticos, sociales y epidemiológicos de cada territorio.
Guetos y polarización
El informe sobre Consumo de información durante el confinamiento por coronavirus recogía que más del 80 % de las personas encuestadas admitían haber recibido noticias falsas o de dudosa veracidad sobre la pandemia.
Un 26,6 % admitió haber compartido contenido falso sin saberlo y un 6 % reconoció ser consciente de que estaba enviando bulos.
Los datos sobre la facilidad de recibir bulos y la voluntad de viralizarlos describen varias de las tendencias sobre consumo mediático y desinformación más acrecentadas durante la pandemia.
La alta demanda informativa pudo generar la circulación elevada de bulos. Su viralización llegó a casi todos los dispositivos con independencia de las barreras tecnológicas o del conocimiento que se tuviesen y con apariencias cada vez más sofisticadas. Ante la necesidad inmediata de saber cómo prevenir contagios o identificar síntomas, la respuesta desinformativa fue casi inmediata.
Sin embargo, cabe destacar el porcentaje de personas que contribuyeron al fomento consciente de la desinformación. La explicación a este fenómeno tal vez resida en cómo la emisión y recepción de información a través de la red recrea cada vez más guetos digitales excesivamente homogéneos entre sí. Esferas de interés, opinión y afinidad muy semejantes que acentúan el riesgo de hacer desaparecer informaciones “capaces de sorprender, molestar o contradecir” (Cardon, 2018: 43). La atención selectiva tradicional del consumo mediático convencional se radicaliza.
Algo que se debe tener claro en este contexto es que, más importante que la elaboración más o menos verosímil de cualquier bulo, son las ganas que se quiera tener de creerlos y difundirlos. La red trocea grandes espacios en grupos o eventos en redes sociales o servicios de mensajería fragmentando las comunidades y a la vez polarizando los discursos, favoreciendo un caldo de cultivo para el extremismo, la división y la desinformación.
Respuestas tras los aprendizajes
Los aprendizajes posibles derivados de la pandemia podrían resumirse en el hecho de atender, de una manera más pausada, a fenómenos acentuados durante el periodo de crisis como fueron la doble dimensión de los bulos –global y local–, la exposición pasiva y acrítica a estos o la identificación de promotores –reconocidos– de desinformación.
En primer lugar, un mayor conocimiento del escenario y las dinámicas relacionadas con la desinformación había hecho que la aproximación a este fenómeno se volviese cada vez más local, frente a las primeras investigaciones que hacían referencia principalmente a las elecciones estadounidenses y al contexto anglosajón.
El filósofo Daniel Innerarity señala que “la crisis del coronavirus es un acontecimiento pandemocrático, como todos los riesgos globales. Se da la paradoja de que un riesgo que nos iguala a todos revela al mismo tiempo lo desiguales que somos, provoca otras desigualdades y pone a prueba nuestras democracias”. La desinformación se adapta a cualquier contexto buscando modos locales y formas globales al mismo tiempo.
En segundo lugar, y a pesar de que la desinformación estratégica es importante, en términos cuantitativos es mucho más relevante centrarse en aquellas personas que comparten informaciones y contenidos falsos sin quererlo.
Evidentemente, se trata de vasos comunicantes, pero el desarrollo de respuestas de alfabetización mediática y digital podría ayudar a reducir significativamente ese 26,6 %, desincentivando también al 6 % a medida que se reduce el alcance de su trabajo de desinformación.
El último elemento fundamental de análisis es el de las fuentes de desinformación. Según el trabajo de Brennen la información errónea procedente de promotores reconocidos como políticos, celebridades y otras figuras públicas prominentes representaron el 20 % de su análisis, pero conformaron el 69 % de las interacciones totales de las redes sociales. Este dato es importante. Pese al anonimato inicial y la imposibilidad de identificar muchas veces el germen de los bulos, su difusión y viralización extrema recae en promotores reconocidos que de manera consciente o inconsciente difunden los mensajes.
Como conclusión, tal vez sea necesario retomar las tres recomendaciones de George Lakoff para combatir la desinformación desde la óptica de los marcos mentales y los giros lingüísticos:
- Hay que comenzar con la verdad. El primer frame o marco mental obtiene ventaja.
- Hay que indicar la mentira. Y evitar amplificar la mentira si es posible.
- Hay que regresar a la verdad. Siempre repetir las verdades más que las mentiras.
En esta línea, Daniel Funke señalaba dos elementos fundamentales: evitar repetir información errónea (diga lo que es verdad) y concentrarse en los hechos, no en los valores.
*Profesor de Comunicación Política, Universidad Rey Juan Carlos
**Profesor del Departamento de Comunicación, Universidad Carlos III
Tomado de The Conversation
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