Hace algunas décadas una joven se sintió frustrada con una canción de moda. Le habría encantado ser su destinataria, y para ello tenía de su lado la coincidencia de nombres: “Susana,/ como el sol de la mañana/ viniste hacia mí,/ me hiciste feliz./ Susana,/ hace tiempo te esperaba”. Pero, aparte de carecer de signos de puntuación, las copias digitales que circulan muestran una pifia que sostenidamente se oyó en la exitosa interpretación original: veniste usurpa el lugar de viniste.
Si a la musa real le resultaba indiferente, era insoportable para la Susana de la anécdota, quien por vocación había decidido estudiar una carrera de Letras. Como parece aventurado suponer en el error una herencia mal asumida del latín, lengua en que aquella conjugación de venir era venisti, ¿cabrá pensar en un localismo propio del territorio natal, mexicano, del cantautor?
Que no sea cubano está lejos de avalar sentimientos y chistes chovinistas. En canción y voz de Cuba ha resonado “¡Cavastessss una tumba!” y, por desgracia, ninguna se ha cavado para los errores en el uso del lenguaje, como la impertinente s al final de la segunda persona singular del tiempo verbal al que se le da, entre otros nombres, el de pretérito perfecto simple. Un autor exitoso —y casualmente destinado a la etiqueta de bueno— tiene, posteriores a la comentada, sendas canciones con quisistes y amastes.
En espacio informativo de la televisión se habló de una inexistente Revista Bimestre Cubano, no de la célebre Revista Bimestre Cubana, fundada en 1831 y asumida por la Sociedad Económica de Amigos del País. En etapas sucesivas, que la han traído a la actualidad, tuvo directores tan eminentes como José Antonio Saco, Fernando Ortiz y Ramiro Guerra. Tal vez la confusión venga de ignorar también que bimestre es nombre, masculino, del lapso de dos meses, y adjetivo, de género neutro, sinónimo de bimestral.
Hasta por circunstancias generacionales, y embelecos de un mercado que no siempre ubica a las personas en el lugar merecido, un (o una) profesional de la comunicación puede ignorar distintas cosas. Como que, entre quienes más han contribuido a la difusión musical de la poesía de Mario Benedetti, quizás nadie haya brillado más que la versátil artista argentina —actriz, bailarina, cantante, teatrista— Nacha Guevara.
En colaboración con Benedetti protagonizó la serie de espectáculos y grabaciones que, basados en textos del autor uruguayo, se popularizaron con el nombre de Las Mil y Una Nachas. En esas producciones participó asimismo el músico argentino Alberto Favero, quien fue esposo de la intérprete y compuso la melodía de Te quiero, especie de himno de la fructífera colaboración. Vale añadir que Nacha Guevara y Benedetti actuaron en El lado oscuro del corazón, una de las más importantes películas de Eliseo Subiela,.
Nadie está obligado a saber pronunciar vocablos de otras lenguas, ni los nombres y apellidos ajenos a la tradición del idioma propio. Pero, antes de pronunciarlos para el público, cada profesional debe tratar de informarse sobre el modo correcto de hacerlo. Y hay figuras con las que, de tan relevantes y conocidas, se ha de extremar el cuidado.
No podría el columnista representar gráficamente la manera como en un noticiero televisual de máxima audiencia, y citando un texto publicado en Granma, se pronunció el apellido de la francesa Simone de Beauvoir, aunque no es precisamente de los que menos se oyen. Para alguien medianamente informado —y curioso— sobre temas literarios y de pensamiento, se supone que esa escritora y activista social sea conocida como la destacada intelectual que fue, no solo como la esposa de Jean Paul Sartre.
¿Es también aceptable que en espacios culturales cubanos se ignore la existencia de un músico nacional tan significativo como Enrique González Mantici, nacido en Caibarién, y que se desconozca cómo se pronuncia su segundo apellido? De origen italiano, en ese idioma se pronuncia Mántichi. Si el conocimiento de esa pronunciación no fuera masivo, añádase que, por lo menos en el caso del músico, se ha españolizado ampliamente hasta con la tilde que deja clara su acentuación esdrújula.
Vale ignorar cómo suena esa c en italiano, pero parece menos aceptable que dicho apellido se pronuncie Mantíci. La tilde, incorrecta en español para un vocablo llano terminado en vocal, se ha puesto aquí como un remache para destacar cómo se oyó en un espacio dedicado a temas culturales.
Por práctica y contexto más que por norma, frecuentemente los apellidos se adaptan a la lengua del lugar donde se arraigan. Un amigo de Alejo Carpentier, quien honró a Cuba al escoger ser cubano y encarnar una cubanía profunda, ha contado que al novelista le molestaba que su apellido se pronunciara a la francesa (aproximadamente carpantié). Lo prefería en el modo propio del español, lengua que hizo suya, ¡y de qué modo!
Difícil se tornan las cosas con algunos apellidos en particular. No porque esa fuera su voluntad, Emilio Roig de Leuchsenring, Historiador de La Habana, devino fuente de complicaciones fonéticas. Ha habido quienes se han esforzado en pronunciar su primer apellido de acuerdo con su origen catalán (rosh, digamos) y, sobre todo, se han enredado con el segundo, de origen alemán. ¡Ni queriendo españolizarlo es fácil! Hay quienes dicen luchéring, que probablemente no corresponda a lengua alguna, y atenerse al alemán se las trae: lóiksenring, más o menos.
Los topónimos suelen adaptarse a la lengua del sitio en que se pronuncian. En vez de London y New York, en países de habla española se han naturalizado, por ejemplo, Londres y Nueva York, con sus gentilicios también en español. Pero en Cuba se ha retomado maiami para Miami, cuando su adaptación al español ya era familiar.
Esos casos son meros avisos de la necesidad de informarse sobre cómo pronunciar vocablos de otras lenguas al dirigirse al público. Nadie venga con la anécdota de Miguel de Unamuno y su Chaquespeare. Como otros sabios, Unamuno no fue, no es, norma de lo general, sino medida de lo extraordinario, aun equivocándose. Lo que en él podía pasar como excentricidad u originalidad —broma de salón, vale decir—, a otros los lanza al reino de la ignorancia, que no es el peor: también está el ridículo.