Sería repudiable que a un hijo de padre y madre que en la Cuba neocolonial pudieron cursar, si acaso, parte de los estudios primarios, le faltara sensibilidad para comprender, sin burlas propias de señoritingos, o de “ignorantes ilustrados”, errores de lenguaje cometidos por esa mayoría que suele llamarse “gente del pueblo”. Todo está en que ese hijo no figure entre quienes se avergüenzan de su familia humilde.
Pero ese deseo no implica dar la espalda a propósitos vitales. Uno de ellos —revolucionario si los hay— radica en que un país como Cuba, que tantos recursos y esfuerzos ha destinado a elevar la instrucción general y la más especializada, logre masivamente en la enseñanza frutos mejores que los visibles.
Nada impedirá que, si goza de vocación justiciera y sentido común, el hijo agradecido tenga en cuenta la realidad de quienes dedican la mayor parte de su tiempo al trabajo del cual salen bienes tan vitales como la comida. Aunque quisieran, en ese ajetreo no podrán disfrutar los mismos hábitos de superación cotidiana que deben tener quienes se suponen profesionales preparados para, entre otros fines, hacer un uso correcto del idioma, y cometen pifias a menudo graves.
Para seguir con la comida en mente, hasta el sentido común señala que confundir autoabastecimiento con autoconsumo —vocablo pariente de autofagia— es un dislate mucho más vasto y floreciente que algunos cultivos necesarios. Entre las muchas faltas que empiedran caminos cunden las apreciables en la conjugación del verbo impersonal haber, y abultados errores de concordancia gramatical.
No cabe esperar cosechas edificantes si lo cultural se menosprecia. Donde se rechace a quienes procuren salvar la dignidad de la cultura, el lugar de la música —para no hablar de otras áreas— lo usurparán estridencias indeseables y textos que solo podrán ser orgánicos para la peor marginalidad.
En tal contexto no deberían sorprender males que ojalá no se dieran en el país. En muchas partes se dan —mera muestra— en los modos como se expresan en las redes quienes, si por algo parecen destacarse, será por la vulgaridad y la capacidad para prodigar insultos contra instituciones, normas legales y personas cuya decencia obviamente les resulta ajena, y les molesta. De eso ¿estaremos libres?
Frente a hechos de semejante índole, los mecanismos editoriales deben mantenerse en tensión y atención permanentes. Urge favorecer que al pueblo lleguen no solo productos nutritivos de calidad, sino también expresiones no menos inocuas que lo exigido para los alimentos. La higiene de estos es indispensable para la salud corporal, y la de aquellas lo es para la salud del espíritu, fundamental para tener una sociedad ordenada.
Aquí el término editorial no está pensado solo en el sentido en que más habitualmente suele emplearse, sino en general para la circulación de documentos destinados al público, y para la comunicación oral en tribunas y en medios responsabilizados con informar, que ha de ser una vía educativa, y no la menor. Todo ello atañe al conjunto de instituciones de la nación, desde los niveles más elementales hasta los más altos.
Según el diccionario, los adjetivos terreno y terrenal califican lo “perteneciente o relativo a la tierra”, pero el segundo lo hace “en contraposición de lo que pertenece al cielo”. Si al valorar a una escritora —o a un escritor, pero aquí se glosa el ejemplo oído en la radio— se habla de “su obra terrenal”, el público tendrá derecho a esperar que se pondere también lo hecho por ella “en el más allá”.
Vale insistir en que con adjetivos que expresan cantidades se cometen imprecisiones, como con demasiado, que se trató en otra entrega y denota exageración, algo descomunal. Tiene razón la lectora a quien le disgusta oír o leer “Estoy demasiado bien”, salvo que la afirmación tenga matices que la justifiquen, como en “Estoy demasiado bien para la gravedad que tuve”.
En cuanto a oraciones como “Te quiero demasiado”, vale suponer situaciones límites, como de reproche: “Te quiero demasiado para lo que mereces”, o un contexto que calce una declaración de amor extraordinario. En el pórtico de Ismalillo, dedicado a su hijo, escribió José Martí: “diles que te amo demasiado para profanarte así”. Con ello refutó anticipadamente a quienes osaran poner en duda la originalidad del poemario.
La otra entrega aludida, la que tuvo en cuenta el calificativo demasiado, dedicó atención asimismo a bastante, y la de hoy considera el vicio de decir “un poco que”, giro que parece causar estragos más allá de la afectación que lo marca. Tal vez a él se deba que alguien, en un programa dedicado a una enfermedad, haya dicho: “Hoy entrevistaremos a un médico de larga experiencia, quien podrá explicarnos un poco [sic] sobre el tema”.
Se supone que, si es un especialista, y prestigioso, como fundadamente se afirmó en su presentación, pueda ilustrar con amplitud a la audiencia sobre el tema anunciado, no solo un poco. En ningún momento pareció que el entrevistador se estuviera refiriendo a que el tiempo disponible no daría margen para una larga explicación.
Aunque también podría ser un efecto del subconsciente, porque —en eso no se ha insistido demasiado, ni mucho, ni siquiera lo bastante, sino poco, muy poco— va siendo ostensible que entrevistadores, presentadores y moderadores consumen gran parte del tiempo que debería reservarse para presentados, entrevistados y panelistas. Acaso hasta los desorienten con interrupciones que acaban llevándolos a caminos no necesariamente aconsejables.
Para lo relacionado con estos asuntos, y con otros, especialmente en los medios informativos el trabajo estará inseguro o funcionará mal si no hay personas preparadas, y con el sentido de responsabilidad indispensable, para cuidar que quienes se dirigen al público cumplan su deber con la mayor calidad. Nadie nace sabiendo, pero al necesario afán de superación de cada quien se debe sumar la supervisión más atinada, para impedir desaguisados.