LAS CARABINAS DE POCHO

Bibliómanos, lectómanos y algo más

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Nos parecía normal que Bachiller y Morales hubiera utilizado el seudónimo “Bibliómano” para firmar algunas de sus colaboraciones en  periódicos habaneros… Lo que no sospechábamos era que ya a fines del siglo dieciocho –Bachiller no había nacido todavía–, el Papel Periódico de la Havana hubiera publicado un comentario sarcástico titulado “Bibliomanía” (tomado de la prensa francesa). Allí se aseguraba que, sobre ciertas materias, sólo había quinientos libros útiles y que, leyendo diez horas diarias, en un mes se podían leer, a lo sumo,  tres volúmenes… (treinta y seis en un año). Entonces, ¿de qué servían “esos gruesos montones de libros que tienen en sus gabinetes los particulares?”. Se llegaba a la paradójica conclusión de que tener muchos libros era “una prueba de ignorancia”.  Porque, en efecto, “si los libros útiles no pasan de quinientos”, quien tuviera más en su biblioteca debía admitir que  “no conocía los útiles”, o bien, que no sabía qué hacer con “tantos libros superfluos”.

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Si el término bibliomanía nos parece normal,  ¿por qué nos resulta tan extraño que utilicemos lectomanía para designar la excesiva afición a la lectura? No son  actividades complementarias ni suponen una dependencia recíproca. Se pueden poseer muchos libros y no leerlos nunca; se pueden leer sistemáticamente revistas y periódicos (o manuscritos, inclusive, a los que ahora habría que añadir los libros digitales y los textos en las redes), y no pasar nunca, en el caso de los libros, de la carátula a la médula.

Supe hace tiempo de un niño predestinado a hacerse lectómano porque se habían conjugado varios factores para que eso tuviera que acabar ocurriendo. Se llamaba Raimundo Cabrera. Vivía plácidamente en la villa de Güines. Tenía entre doce y quince años a mediados de la década del sesenta del siglo diecinueve (bastante lejos de allí, en la parte oriental de la isla, estaba a punto producirse el torbellino de La Demajagua)… Y aunque en su casa no había libros, ni en su pueblo bibliotecas ni librerías, resulta que tuvo buenos maestros de Primaria, un padre tabaquero y algunos vecinos generosos, que admiraban sus precoces inclinaciones literarias y le prestaban las novedades editoriales que recibían de la capital.  Aludiendo a varios comediógrafos y dramaturgos españoles, Cabrera recordaba que ya de niño pudo “disfrutar la lectura de sus obras”  porque las leía “en voz alta a sus propietarias mientras ellas cosían, sacaban hilas y entretenían las veladas”… (“Sacar hilas” era deshilachar trozos de tela para hacer vendas o compresas destinadas a los enfermos y los heridos.)[1]

En la casa, de sobremesa, le leía a su padre los editoriales del periódico El Siglo, y en el taller, a los obreros, las composiciones de aquellos poetas cubanos que estaban de moda porque aparecían en las revistas literarias de la época. A los clásicos de la novelística francesa folletinesca —El conde de Montecristo, Los misterios de París, Los miserables…– se los sabía de memoria; a los pensadores –Voltaire, Rousseau…– los conocía –de nombre, al menos– y por poetas como Lamartine sentía “veneración”. No extrañe que antes de cumplir los catorce años obtuviera una beca para estudiar en La Habana, en un colegio “reservado a los ricos”, el San Francisco de Asís, radicado en la Calzada del Cerro, “el mejor plantel de enseñanza que han tenido los cubanos”.

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Lo que acabo de hacer es pasar de un salto, sin más, de “Bibliomanía” a “Leer de corrido”, la crónica autobiográfica escrita años después por aquel muchachito sabichoso, ya convertido en un próspero abogado y un respetado escritor, que la incluyó en la compilación Sacando hilas (1922), el cuarto volumen de sus Obras completas.

Como becario, en el San Francisco de Asís, Cabrera conoció a un joven bayamés, Maximiliano Céspedes, mayor que él, dueño de un ejemplar de El laúd del desterrado que no le prestaba a nadie. “Poseer ese tesoro era un peligro –observa Cabrera–, pero leerlo y disfrutar de sus enseñanzas patrióticas, una gloria.” Salían de vacaciones cuando Maximiliano se percató de que se lo habían robado. ¡El ladrón era Cabrera, que quería llevarlo a Güines para compartir con sus amigos aquellas joyas! Tranquilizó su conciencia jurándose devolver discretamente el libro a su dueño cuando se reanudaran las clases. No pudo hacerlo. Maximiliano se había sumado a las tropas de su tío Carlos Manuel y en algún punto del territorio bayamés había muerto en combate.

[1] Sospecho que al basar en esa expresión el título de uno de sus libros, el autor se proponía aludir metafóricamente a una operación más entrañable: la de ir sacando recuerdos de su memoria, hebra por hebra, para reconstruir con ellos momentos de su propia vida.

(Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau).

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Ambrosio Fornet
Ambrosio Fornet (Veguitas de Bayamo, 1932), ensayista, crítico literario y editor. El autor de Cine, literatura y sociedad (1982); Alea, una retrospectiva crítica (1987); El libro en Cuba (1994); Las máscaras del tiempo (1995); Carpentier o la ética de la escritura (2006); Las trampas del oficio (2007) y Narrar la nación (2009). También de los guiones para los filmes Retrato de Teresa (1979) y Mambí (1998). Es miembro de la Academia Cubana de la Lengua y ha sido merecedor del Premio Nacional de Edición (2000) y del Premio Nacional de Literatura (2009).

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