En la sociedad estadounidense se multiplican las voces que reclaman la atención del país, en particular de las instituciones del Estado y del Gobierno, al tema de la violencia por cuya propagación algunos la asemejan a una pandemia como la COVID-19, pero seguramente más letal que esa con la niñez y la juventud.
Esta nueva ola de protestas, preocupaciones y avanzadas en los movimientos sociales, tuvo como detonante la crueldad de la policía, la animosidad de está contra los ciudadanos negros, y las miradas comienzan a ver al fondo, a las causas, a lo que genera los comportamientos violentos.
En los últimos años son cada vez más frecuentes los hechos de violencia que a muchos preocupan, no solo por sus crecientes magnitudes, sino también por las características de los numerosos tiroteos en los que intervienen adolescentes y niños no solo como víctimas, sino también como victimarios.
En EEUU se ha ido naturalizando la violencia como primera opción: la violencia verbal, la violencia psicológica, la violencia física, la violencia en la competencia, el racismo que es una forma múltiple de violencia, la violencia de la policía y la de los gobernantes que justifican la violencia y apoyan a la tristemente célebre Asociación Nacional del Rifle, de la cual es un miembro destacado el actual presidente estadounidense.
La astronómica cifra de armas en manos de civiles, la facilidad para adquirirlas, la publicidad en torno a las armas, son importantes factores que contribuyen a esa naturalización. Uno de los resultados más evidentes de esta espiral de violencia es el crecimiento de las ganancias de los intereses agrupados alrededor de la Asociación Nacional del Rifle.
Una torcida interpretación de la libertad que cobra vidas humanas es la que argumenta la vigencia de la conocida Segunda Enmienda, originada en el siglo XVIII y que en 2016 vio actualizada su interpretación por la Corte Suprema de los EEUU, no para restringir el derecho a portar armas, sino para reiterarlo y añadir que ese derecho contempla portar armas “incluso las que no existían en el tiempo en el que la enmienda fue ratificada”.
De lo que no puede haber duda es que si bien un menor tiene capacidad para sostener un arma, cargarla y apretar el gatillo, no la tiene para justipreciar la consecuencia de sus actos. Más allá de toda la violencia que recibe constantemente del mundo virtual y de su propia realidad y de cuán confundido o desequilibrado esté, el contacto arma de fuego–niño tiene peligros potenciales elementales.
Todo demuestra la existencia de un problema de salud, de salud mental en la sociedad norteamericana. ¿Qué otra cosa puede explicar que un policía, que se supone pasó por una academia, que es adulto, que probablemente tenga hijos y que se enfrentó a un niño de 13 años llamado Linden Cameron enfermo de autismo, alertado el gendarme por la madre de la condición de salud del infante, no encontrara mejor forma de “cumplir con su deber” que dispararle al niño cuando estaba huyendo, muy probablemente temeroso por su vida y herirlo en el hombro, tobillo y tórax afectándole los intestinos y la vejiga?
Cabe preguntarse también qué tiene en la cabeza el adolescente que salió con un fusil de combate a disparar decidido y eufórico a los manifestantes contra la violencia policial, ¿cómo llegó a convencerse que eso era lo que tenía que hacer?, ¿de dónde sacó el arma letal que terminó con la vida de dos ciudadanos además de herir a un tercero?
Ahora los abogados del adolescente emplean como base para justificar su comportamiento que este actuó en defensa propia y el propio presidente Trump, preguntado sobre el caso, luego de ponerse la hoja de parra con la frase “estamos valorando eso” pasó a justificarlo, sin dedicar una sola palabra al hecho cuando menos preocupante que combina el acceso de un “teenager” a un arma de fuego altamente letal, que se autoconvoca “para proteger un negocio” dispuesto a emplearla como lo hizo con los resultados conocidos.
Hay una lógica perversa: si hay violencia hay que responder con más violencia. Quien mire para el lado del diálogo, la restricción de las armas de fuego, la impartición imparcial de la justicia, el llamado a la paz social, es un “loser”, un flojo. Es la misma lógica perversa que reacciona ante los frecuentes tiroteos en las escuelas y recomienda nada menos que armar a los maestros… Más violencia, entonces… más armas. Sobran los argumentos.
Otros síntomas de la sociedad estadounidense evidencian la realidad de esa otra pandemia: el mundo simbólico lleno de violencia que incide continuamente en la cabeza de niños, adolescentes y jóvenes, violencia en la televisión, en la prensa, en las revistas, en la radio, en los juegos infantiles, en el discurso político, en el trato con otros países.
Mientras crecen los casos de violencia, echar las culpas a otros de las causas que la generan en USA es una práctica que tiene cada vez menos creyentes entre la ciudadanía común sobrepasada por la crueldad de la policía, por los constantes tiroteos, por la inseguridad ciudadana. La culpa, según este discurso desde el poder está estereotipada: es de los inmigrantes, de los negros y latinos, de “la maldad pura”, de las drogas que entran del exterior…
El tráfico y consumo de estupefacientes, uno de los principales generadores de la violencia que afecta especialmente a niños, adolescentes y jóvenes, es precisamente un asunto que trasciende las fronteras y que debe tener un enfoque multilateral, pero no es menos cierto que el énfasis cada país debe ponerlo en el combate interno a las drogas y ese también es un tema multifactorial que no puede solucionarse con la simple represión, sino que hay que atacarlo desde la justicia social, la educación, un sistema eficiente de salud pública, el humanismo. Pero en los Estados Unidos se ejerce la práctica inmoral y criminal de utilizar el combate a las drogas como pretexto para ejercer violencia sobre otros países por razones económicas y políticas.
En sus declaraciones desde que comenzaron las protestas por la violencia policial en los Estados Unidos, Trump no ha dicho palabra alguna sobre la actuación policíaca como no sea para elogiarla. El clima de violencia, la retórica política y la acción represiva gubernamental que lejos de amainar se vio reforzada por la participación de milicias armadas, no permite vislumbrar un camino estable de apaciguamiento y entendimiento en una sociedad que se revela profundamente fracturada.
En medio del caos, el presidente Trump, más preocupado por su campaña reeleccionista y situado en la epidermis de los acontecimientos, había declarado en junio en la Casa Blanca a tono con sus más fervientes seguidores: “Soy el presidente de la ley y el orden”, consigna que ha repetido una y otra vez en sus mensajes por Twitter, solo que no aclara que es el presidente “de la ley del más fuerte y del orden represivo”.