Los oficios depurados de un intérprete se enriquecen, en primer lugar, por el ejercicio sistemático de la lectura. El trabajo actoral lleva también muchas horas de reciclados aprendizajes, de entrenamiento corporal y experimentales proyecciones escénicas. No solo le exige leer los “libros de la profesión”, estos nunca podrán ser sus límites. Las lecturas resultan infinitas, inabarcables.
El encuentro con el prisma de muchos otros temas es parte de los desafíos del actor, de su formación como “traductor” de una personalidad, un contexto, un pasaje de la historia o los engranajes de la sociedad. Sicología, teoría del lenguaje, oralidad, por citar tan solo tres temas, son también líneas de su preparación formativa.
Se suman a los ejes de su aprendizaje lo que aportan los inabarcables contenidos de la historia o la sociología como materia que significa y desgrana los disímiles espacios sociales y sus individualidades. También sendas biografías que contribuyen a “ubicar” en ese pasado consumado sobre una prominente figura.
Los delgados cuentos de un “personaje intrascendente” son esas otras rutas leedoras. La escritora y periodista mexicana Elena Poniatowska nos dejó ejemplares crónicas de personajes anónimos como un singular ejercicio de dar luz, en primer plano, a “actores sociales” que avizoramos como desconocidos.
Cuando el actor encara un personaje cuyos atributos desbordan la singularidad, se impone entender su contexto, sus fundamentales resortes familiares, así como las circunstancias de su desarrollo social, histórico y cultural.
No se trata de “sacar la piel” (nos gusta recurrir a frases trilladas) para interpretar sus propiedades significantes, es todo un proceso de desdoblamiento, de vital entrenamiento grupal y personal. Las lecturas de guiones, el trabajo de mesa y los ensayos, son la antesala de todo el proceso escénico, etapa decisora de todo este complejo y enriquecedor acto creativo.
El rigor se impone, como debería ser en toda obra humana, y cada punto actoral ha de ser subrayado, puesto en convergencia con otros elementos narrativos: los pensados recorridos de una mano, la pertinaz lectura de una mirada o los conflictos de una escena que ha de ser de un exquisito acabado. Todo esto y más, si no es resuelto con autenticidad, deslegitima y enflaquece toda una puesta.
La profesión de actuar, de interpretar al otro, está marcada por las circunstancias del momento en que se materializa. Un dilatado y reiterado proceso del ensayo nos puede avizorar una magistral actuación llevada a ese momento teatral escénico, que es único e irrepetible, o a las exigencias técnicas de la filmación de un audiovisual. Estas premisas están sujetas por la subjetividad del observador, del que juzga un arte final.
Asumir la praxis de la no autocomplacencia entronca con la cabal comprensión del actor sobre los derroteros de su personaje y su esencial parte en el desarrollo de la obra, en los rumbos escénicos de la puesta. La actuación es una profesión estrictamente personal, pero evoluciona sustentada en toda una labor colectiva, también en el monólogo. Detrás de este ejercicio efímero de actuar en soliloquio participan muchos otros que son parte del resultado de un “dialogo” del actor con el público.
La segunda temporada de la serie LCB: La otra guerra, que recién ha terminado este domingo, presume de muchos de los tópicos tratados en estos apuntes, “puestos al margen”. Una notable dirección de actores, es parte de su éxito. Esta propuesta televisiva ha calado en la sociedad cubana que exige audiovisuales de probada factura.
He subrayado sobre el rigor escénico, sobre los desafíos del actor. He significado sobre las rutas y tareas que son propias de un arte que enriquece nuestra espiritualidad, nuestro vital sentido de pertenencia. También esta esencial profesión contribuye a visibilizar nuestros más esenciales valores, que nos definen como nación. Somos parte de una convulsa geografía universal donde estos pilares habitan arrinconados o puestos en los vertederos de la historia.
Se impone entonces desarrollar la escritura de una fotografía actoral. Es deuda de gratitud subrayar sobre los aportes de Osvaldo Doimeadiós, quien nos ha regalado, en esta serie, un Mongo Castillo auténtico, desprovisto de vestidura maniquea.
La gestualidad exacerbada es parte de los distingos de nuestra cultura. El movimiento de las manos suele ser inconsciente recurso para “echar un párrafo” cotidiano. Sobre esta idea hay una equivocada interpretación de lo cubano que afinca una mirada limitadora, excluyente, tópica.
Doimeadiós nos regala un personaje de gestualidad contenida, construido sobre una economía de recursos de sobrias estructuras corporales que lo distinguen del resto de los actores y actrices que complementan cada escena de esta serie, donde él tiene participación protagónica.
Mongo Castillo es un campesino, no un guajiro, un sabio campesino que se ha enrolado en el combate para aniquilar a las bandas contrarrevolucionarias que operaron en varias regiones de Cuba, entre 1959 y 1965. Mercenarios al servicio de una agencia (CIA) del gobierno de los Estados Unidos, financiados para subvertir y destronar la naciente Revolución.
Los estamentos de este protagónico campesino nacieron desde subrayadas líneas estructurales asentadas en un guion que bocetó la singularidad de su sicología, los distingos de su composición familiar y la historia pretérita de su vida.
Los principales roles dramatúrgicos presentes en el desarrollo de la trama y los apuntes significantes de la personalidad de un hombre, curtido en la dura labor del campo, son parte de esa lógica aritmética resuelta como un coherente relato. Doimeadiós es también responsable de esta ecuación televisiva.
El actor subrayó la sabia, la natural inteligencia de Mongo Castillo, no solo tomando del caudal de refranes que son parte del compendio cultura de nuestro país. Le diseñó una personalidad única, significando uno de los más elevados signos de la convivencia humana: el respeto.
El saber estar y el compartir sus conocimientos son parte de sus apropiaciones en esta entrega audiovisual, todo ello en función de una causa común, la de los muchos otros actores presentes en cada relato audiovisual, y también para el espectador que por momentos “entra” en los interiores de la pantalla como ese otro “protagonista” que decide estar.
En las escenas donde la emocionalidad es vital punto de giro, Doimeadiós se abstiene de esparcir esa recurrente fuga de manidas trampas actorales, de trillados recursos. El llanto desproporcionado, el movimiento incoherente en un espacio temporal, el conflicto gratuito que descompone una subtrama. Cada resolución actoral ha de estar justificada en función de la relación con los otros actores participantes y los anclajes sustantivos que responden a la historia, al relato audiovisual.
Incorporo otro capítulo más. El probado campo de códigos de su mirada se nos revela como eficaces recursos que legitiman su desarrollo actoral en esta otra, LCB: La otra guerra II. El sobrio humor en los ropajes de su Mongo Castillo, se suma a los ingredientes que fortalecen su identidad, construyendo también un campesino filosofar.
El dueto El Gallo, asumido con altura por Fernando Hechavarría, y Mongo Castillo, propiedad de Osvaldo Doimeadiós, es una de las riquezas de esta serie. Son dos ejemplares actores compartiendo escena, desatando parlamentos de cuidadas envolturas, fortaleciendo los embates televisivos de una narración que nos gustaría no acabara nunca. Hechavarría y Doimeadiós encaran sus roles con humildad, apegados a la encomienda de sus personajes. Cualquier desfasaje escénico o desmesurado desarrollo actoral rompe, irremediablemente, con la delgada línea de la exquisitez narrativa.
Mongo Castillo es también un catalizador de escenas. Su rol en los espacios escénicos nos atrapa sin previo aviso, posicionándonos en los cautivos espacios de diálogos. Nuestro destino inmediato, un estar preso en los flujos de la pantalla. La familia disfruta toda la narrativa audiovisual e interactúa frente a las contradicciones, obstáculos, subtramas y puntos de giro de esta serie, narrada desde el goce estético.
Con esta otra entrega audiovisual Osvaldo Doimeadiós nos ha revelado, una vez más, sus potencialidades como actor. No como actor humorístico. Nos gusta encasillar, cerrar en delgados círculos, etiquetar. O peor aún, ubicar en frágiles definiciones. Osvaldo Doimeadiós es un ACTOR.
Lo imagino protagonizando un filme cubano. Su amplio registro escénico y su sistemática práctica en el ejercicio del autoestudio, de la superación profesional, le ha permitido ser parte de los pilares de la actuación en nuestra isla.
Gracias Doime.
Este actor, sin dudas fue uno de los que más cautivó a la teleadiencia cubana con su actuación. A mi en lo particular me causó gran satisfacción disfrutar domingo tras domingo de su excelente papel. Mongo Castillo, el típico guajiro cubano que se entregó en cuerpo y alma a la lucha contra los bandidos. Felicidades, gracias por esa entrega.