De un célebre comunicador mediático se cuenta que solía decir: “Siempre que puedo, veo y oigo las grabaciones de mis comparecencias. No para caerme a besos por lo atractivo que me veo y lo genial que se nota que soy, sino para corregir errores y mejorar mi trabajo”. Quizás ni con eso algunos profesionales lleguen a dominar las normas del lenguaje, pero al menos podrían reducir la cantidad de veces que a fuerza de abuso convierten en muletillas las expresiones también y por supuesto. Ni falta quien tenga por muletilla el disculparse por redundancias que no ha cometido.
¿Hasta dónde llegarán los dislates en curso, que prosperan? El prefijo inter- vincula contenidos de una misma especie: interprovincial, provincias; internacional, naciones; interplanetario, planetas; interpersonal, personas, y así sucesivamente. Pero ¿de dónde salió interperie, que aparece cada vez más, hasta en algún libro? En esa “creación” ¿qué significado se le atribuye a perie?
Sencillamente, el vocablo correcto es intemperie, nombre de la realidad en la cual se ubica lo que, por hallarse a cielo descubierto, está sujeto a las contingencias del tiempo, entendido en este caso como el clima —buen tiempo, mal tiempo, cambio de tiempo, tempestad…—, no como el fluir sujeto a cronometrías. Temporal se ubica en ambos dominios: como estado del clima y como transitorio, y con este último sentido califica, al igual que temporero y temporil, a quien solo tiene empleo durante parte del año. Fuera de esos ámbitos, temporal es nombre de un hueso y de músculos.
Pero interperie avanza y genera tempestades, otras más, en el idioma. De modo intempestivo —fuera de tiempo, inoportunamente— puede irrumpir donde menos se le espera. Si “Fiel del lenguaje 42” glosó un estupendo comentario escrito por Alberto Ajón León y trasmitido por la insustituible Radio Reloj, la presente entrega deplora una pifia que en la misma emisora estropeó un acercamiento a la entrañable Rafaela Chacón Nardi. Según el texto, reiterado, Nicolás Guillén elogió en la autora de Coral del aire aciertos como “el verso descarnado, la poesía a flor de palabra, expuesta a la interperie [sic], como un simple acontecimiento de la naturaleza”. Se daña así una cita que se halla con facilidad, y correctamente escrita, en las redes, a la intemperie.
A diferencia del texto de Ajón León, el columnista no alcanzó a oír la autoría de ese otro, pero haberlo oído no eliminaría una duda: ¿la pifia sería de quien lo escribió o de quien lo leyó? La duda crece por la mengua apreciable en la calidad de la lectura por parte de algunas de las voces que ejercen la locución en una emisora tan seguida en el país, y añorada fuera de él por cubanos y cubanas que echan de menos sus confiables noticias y la hora dada minuto a minuto.
Pasando a otros temas, “Fiel del lenguaje 43” dedicó espacio a imprecisiones que se cometen en lo relativo a magnitudes, y a pesar de lo aburrido que habrá resultado ese espacio, mucho quedó por decir allí. Por ello el asunto lo retoma esta entrega que, al tratar sobre cifras y llevar el número 44, el autor se ha sentido tentado a titularla “Guácara con guácara”, sin la pretensión de explicar su significado posible.
Los números ordinales parecen erróneamente condenados al desuso. El placer de ver que en la programación difundida por “Teleavances” se ha incluido “la Sexagésima Serie Nacional de Pelota”, pronto lo borra el hecho de que por lo general se lee y se oye “la 60 Serie”, ni siquiera “la Serie número 60”, o “la Serie 60”. Los números ordinales se sienten cada vez menos presentes en el orden del día: sí, el orden, porque no es la orden de una autoridad, sino el orden establecido para, digamos, el desarrollo de una reunión. Pero, pese a las advertencias hechas por conocedores, el desorden lingüístico ha dado errónea luz verde a la orden del día.
En lo relativo a los números romanos las pifias acusan desconocimiento de algo que ha dejado de ser familiar, aunque es importante. Suponiendo que no conservaran la vigencia que tienen, serían necesarios para leer textos de otros tiempos. Pero todavía hoy marcan la hora en algunos relojes, y además de identificar volúmenes impresos, hay ediciones que los usan en páginas que cabe diferenciar del cuerpo del libro. En este último caso son frecuentes los números romanos en caracteres minúsculos, y así deben reproducirse en las correspondientes referencias bibliográficas: i, vi, ix…
Ya felizmente Cuba ha logrado contra el nuevo coronavirus una vacuna de nombre digno y significativo, Soberana, con dos variantes en marcha: la 01, en avanzada fase de pruebas y primera en registrarse, y la 02. Valdría decir 1 y 2, porque el cero a la izquierda no tiene valor: de ahí su uso metafórico como insignificante: “Ese individuo es un cero a la izquierda”, ni pinta ni da color.
¿Se debe ese cero, en el nombre de la vacuna, a una convención técnica o a una opción aleatoria? ¿Introduce acaso una magnitud latente para dígitos que llegarían por lo menos a la decena? De ser así, equivaldría a la posibilidad de que Cuba produzca diez vacunas o más con el nombre de Soberana. ¿Todas contra el mismo virus?
Con el nombre de la vacuna rusa se ha oído una sorprendente confusión. Para personas —o generaciones— familiarizadas con la conquista del cosmos y los satélites Sputnik, famosos desde la era soviética, debería estar claro que la V de Sputnik V es el número romano correspondiente, con el cual se rinde homenaje al que fue quinto satélite de la serie, y primero enviado al cosmos. Pero, al hablarse de la vacuna en un espacio noticioso cubano, no se dijo Sputnik Cinco, sino Sputnik Uve, según lo cual cabría esperar la Sputnik Uve I I (siete), la Equis I Uve (catorce)… y quién sabe cuántas más.
Con respecto a la numeración arábiga, más utilizada, no parece haber mayores escollos para leer cifras como las del 11 al 15 —once, doce, trece, catorce, quince—, ni las del 16 al 19: fluyen dieciséis, diecisiete, dieciocho y diecinueve. En estas últimas —que confirman la tendencia del español a unir palabras en su pronunciación— la z de diez se enlaza con el sonido de la y, pronunciable como la i, y la z se convierte en c, por la norma ortográfica correspondiente: ce y ci; za, zo y zu, pues seguida de alguna de estas tres últimas vocales la c se articula como k. Del 21 al 29, entre la vocal e del final de veinte y la conjunción y se produce una imantación articulatoria y fonética que las funde y da origen a veintiuno, veintidós, veintitrés y así hasta veintinueve.
Pero incluso en la esfera editorial se han visto complicaciones en lo que va de 31 a 99. Entre la a final de los nombres de las decenas desde treinta hasta noventa y la y con que se enlazan ellas y las unidades que se le sumen, se ha querido aplicar la misma fusión señalada entre la e y la y. De ahí han surgido las formas que irían desde treintiuno hasta noventinueve. Pero esa opción, no reconocida, y que no ha prosperado, soslaya que entre la a y el sonido de la y media una diferencia fonética y articulatoria que no propicia una unión como la que de modo natural se produce entre la e de veinte y la y.
Para obviar ese escollo y expresar la realidad fonética, también se han usado —fuera de la norma— las series desde treintaiuno hasta noventainueve, o desde treintayuno hasta noventaynueve, asumiendo la construcción que predomina en los números fraccionales desde los treinta hasta los noventa: treintaiunavo(s)… noventainueveavo(s). Ese afán creativo tampoco ha prosperado. ¿Lo hará?
De momento, lo que parece localmente establecido es el vocablo treintaiuno, que no corresponde a una cifra: es —según fuentes— el nombre ecuatoriano de un potaje que se prepara con intestinos de res. Añádase el adjetivo noventayochista, no noventiochista, aceptado como norma para lo relativo o perteneciente a la célebre generación española del 98 (del noventa y ocho, no del noventayocho ni del noveintiocho). Los gentilicios funden los vocablos en que se basan: de Puerto Rico, puertorriqueño; de Pinar del Río, pinareño. Ya se estará pensando en cuentapropista.
Los números, que piden cuentas claras, dan guerra en la vida, y seguirán dándola en el lenguaje, hasta en una simple columna que intenta contribuir a su buen uso.