Contexto espaciotemporal
No se trataba de una entrevista, ni tenía yo nada que ver con el motivo de aquella visita de Alejo Carpentier a nuestra sede de la Dirección Informativa del ICR, en cuyo caso me habría preparado debidamente.
Tampoco tengo forma de precisar la fecha exacta del encuentro, pero fue en diciembre de 1974, un día próximo al cumpleaños setenta del escritor, porque se anunciaban diversas actividades en el ámbito cultural para homenajearlo.
Mi buena costumbre de llegar temprano a Reporteros hizo que estuviera yo solo disponible, -en toda la Dirección-, para recibir en nuestra sede de la calle P y 23 al autor de El reino de este mundo, la primera de sus novelas publicadas que había leído.
Cuando llegué a la oficina, ya me estaba esperando Lucrecia, la secretaria de nuestro colega y director Gabriel Molina, con el recado de que este estaba al teléfono, llamando a algún jefe “¡¡…y es urgente!!”.
En resumen, Molina esperaba la visita de Carpentier a la 8 am, y a su bendito Karmann Ghia no le daba la gana de arrancar. Sus indicaciones fueron precisas: “…recíbelo en la puerta del edificio, acompáñalo hasta mi oficina y atiéndelo bien…, hasta que yo llegue. Ponme a Lucrecia para decirle lo demás”.
Podía imaginarme que era “…lo demás”. Puse todo mi bagaje de relacionista público en cumplir mi parte. Bajé los cuatro pisos por la escalera como una exhalación; alerté a la ascensorista de que vendría un visitante ilustre, para que se arreglara un poco el pelo y el uniforme, y a la recepcionista, para que no se le ocurriera hacerle un “pase” para el cuarto piso.
En ese momento “El Bate”, -un negro delgado y alto que parecía salido del Harlem Globtrotters y no de los Servicios Generales del ICR-, terminaba de sacar sus dos tanques de basura hacia el camión parqueado afuera.
Esperé a Carpentier en la puerta del edificio (antiguo Telemundo) mientras saludaba a las muchachitas del Ballet de la Televisión, que ya llegaban para los ensayos, enfundadas en sus mallas y minifaldas de mezclilla percudida con su rápido andar de punteras separadas.
Puntualmente, un auto se detuvo y descendió el escritor; alto, corpulento, de traje, cuello y corbata… y el rostro afablemente serio que ya conocía por fotografías y películas. Me adelanté a recibirlo en la acera y me presenté, mi mano derecha extendida.
–“Mucho gusto en recibirlo, Carpentier…; yo soy Morales, subjefe de Información. Molina tuvo un problema con el carro, pero no tardará…”
-“Musrsho gursrsto, Morralerrz… Grraziasrs…”. Me respondió con su marcado acento francés.
Le indiqué el camino hacia el elevador, donde por suerte cupimos entre madres con niños pequeños, para el círculo infantil del noveno piso y bailarinas de moños bellamente recogidos entre cintas de colores, que se bajaron en el tercero dejando en el ambiente una confusa mezcla de fragancias. Nada hacía sospechar que, minutos antes, por allí mismo, había bajado toda la basura del tercero y cuarto pisos acumulada en 24 horas.(1)
Era la imagen surrealista a la que yo estaba acostumbrado cada vez que llegaba a nuestra “sede” de la Dirección Informativa del ICR y que esta vez recibía, -sin alterar sus rutinas-, nada menos que al insigne Alejo Carpentier de Valmont.
Ya en el cuarto piso, preferí no decir palabra durante el trayecto de 50 metros entre la puerta del elevador y el despacho de Molina. Me devanaba los sesos buscando un tema de conversación con aquella eminencia de la literatura, la musicología y el periodismo transatlánticos.
Por suerte, era temprano. Todavía Naranjo no había abierto el local de la merienda, lo que supondría una fila de empleados, asistentes, locutores y redactores del turno entrante, con vasos y jarritos, para adquirir su pan con pasta y su “guachipupa” de fresa, un toque de mayor colorido a la imagen corporativa que ofrecíamos a los visitantes, surrealistas o no.
Esto me hizo evocar, de un flashazo, las imágenes que recibí un año atrás, cuando un colega corresponsal en la ONU me invitó a los estudios de la CBS News, en Nueva York…; claro, tampoco había que exagerar.
Ya en el despacho de Molina y dueño…, o más bien, rehén de la situación, invité a Carpentier a que tomara asiento en una de las dos cómodas butacas, justo delante del amplio buró en forma de media luna.
Por suerte, -para aliviar tensiones-, Molina había ordenado a Lucrecia que colocara “lo demás” sobre su escritorio…, -una botella de Añejo Reserva y tres vasos cortos-…, y me dejara solo con el escritor.
Creo que hubiera sido más apropiado, -dadas las circunstancias-, recibir al visitante con un coñac Courvoisier o un Hennessy 5 Estrellas. Al parecer la asignación para tratamiento protocolario VIP, a nuestro nivel, no llegaba tan lejos.
Para ganar tiempo, me concentré en la ceremonia de servir el Añejo como si se tratara de un Glenfiddich Solera Reserve pues, -para colmo-, los vasos eran anchos y cortos, propios del old fashioned. Serví dos tragos, ofrecí uno a Carpentier y tomé el mío, todavía de pie, alzándolo levemente en gesto de respetuoso brindis.
-“A su salud…, y felicidades por su próximo cumpleaños…”
-“Grraziasrs, Morralerrz…, srrsalud…”
Ambos bebimos un sorbo de nuestros tragos. Y ahora…, -pensé antes de que sintiera el menor efecto desinhibidor del ron-, ¿cómo iniciar un diálogo con aquella enciclopedia viviente?
La pregunta prohibida
Mi suerte estaba echada. Recordé los títulos de Carpentier que había leído hasta aquel momento, -entre cuentos y novelas-, incluidos El Siglo de las Luces y El recurso del método, entonces ya publicado en Cuba. Pero no encontraba una idea que me sirviera de asidero para formularle una pregunta medianamente oportuna.
Me pasó por la mente, como un relámpago paralizador, no la pregunta adecuada para iniciar el diálogo, sino la que debía evitar a toda costa. Era muy comentada la agilidad del escritor para interpretar la inconsistencia de las preguntas y argumentos de sus interlocutores, y terminar poniéndolos en solfa, sin inmutarse.
Recordé que, algún tiempo atrás, llegó a mis manos una selección de artículos y entrevistas sobre Carpentier, donde leí una anécdota sucedida en medio de una conferencia, creo que en París. Alguien le hizo la pregunta que yo mismo le hubiera hecho, de no haberme leído antes el prólogo de El Reino de este Mundo; una pregunta tan sencilla y sugerente como “su definición de lo real maravilloso”.
Se cuenta que Carpentier, sin mostrar el menor asomo de burla hacia el que preguntaba, le dio respuesta haciendo referencia al escandaloso caso de una universidad local donde jóvenes estudiantes de medicina “solían violar los cadáveres de hermosas mujeres recién muertas…, cuando lo real maravilloso sería violarlas vivas…”.
Con ese inquietante recuerdo dándome vueltas en la cabeza, sentí abrirse la puerta del despacho y la voz de Molina que llegaba…; y junto con él, mi tranquilidad.
En medio de los saludos y las excusas de Molina hacia el invitado, aproveché para rellenar del ambarino Reserva el vaso de Carpentier, servirle el suyo a Molina, rellenar el mío y esperar a que este pronunciara el brindis de rigor. Después, rompí el protocolo y me lo tomé de un trago…, al tiempo que pedía permiso para retirarme. Un breve estrechón de mano y “…ha sido un placer, Carpentier”. Concluía mi misión sin haber atravesado el campo minado de la improvisación ante aquella personalidad universal.
Según estudiosos del tema, ya Alejo Carpentier se proyectaba como un sólido candidato al Premio Nobel de Literatura. No le alcanzó la vida para ser nominado. Falleció en París cinco años y cuatro meses después, pero cruzó el Atlántico por última vez para reposar lo más cerca posible de “la historia de América toda… una crónica de lo real maravilloso”.(2)
Quede la eterna discusión sobre donde termina el realismo mágico y comienza lo real maravilloso para los eruditos y estudiosos. Yo me conformo, -en estos tiempos de pandemia y obligada reclusión domiciliaria-, con la lectura de sus obras y recordar aquel fugaz encuentro con Alejo Carpentier…, antes que se me olvide.
(1) No había elevador de servicios porque, en realidad, nuestros locales del antiguo Telemundo Canal 2 una vez fueron el fondo de la agencia Ambar Motors, todo propiedad del italiano Amadeo Barletta, representante en Cuba de General Motors con exposición y venta de autos Chevrolet, Buick y Cadillac en las calles 23 e Infanta, donde hoy radica el MINCEX.
(2) Del prólogo de El reino de este mundo. (México, 1949).
La Habana del Este, 24 de abril de 2020.