Un día de mayo de 1918, ya con más de setenta años en las costillas, don Emilio Bacardí Moreau tuvo la peregrina idea de obsequiarle a su amigo, el bibliotecólogo Domingo Figarola-Caneda, una “Carta dedicatoria” que iría acompañada por las semblanzas de dos patriotas –uno camagüeyano y el otro santiaguero–, impresas poco después en un librito cuyo título identificaba a los protagonistas: Florencio Villanova y Pío Rosado. 1854-1880. ¿Que por qué califico de peregrina la idea del obsequio… y conste que al hacerlo soy consciente de la doble acepción del término (extraña y migratoria)? Porque en efecto lo era…, aunque no pueda añadirse que fuera también una decisión arbitraria. Don Emilio empezaba anunciando cortésmente su intención (“Cher ami: Permettez moi de vous dédier ce livre”) y acto seguido se disculpaba por hacerlo en francés (“en langue galaïque”); pero lo hacía así porque, a su juicio, el temperamento y las ideas que caracterizaban a los orientales eran un legado de los “aventureros” catalanes de ambos lados de los Pirineos que se habían establecido en el Oriente de la Isla, una tradición de rebeldía que él mismo llevaba en la sangre. “Y como un homenaje a los dos pueblos que nos han hecho como somos –concluía la singular dedicatoria–, le envío esta carta en el idioma de mis ancestros”.
Supongo que los historiadores ya tienen elaboradas las listas correspondientes —los aficionados solemos encabezar y a veces reducir esas listas a un solo nombre, el de José Miró Argenter, lugarteniente de Maceo—, pero en todo caso mi intención aquí no es historiar, sino asomarme a los puntos curiosos que salpican las semblanzas, uno de las cuales me permitió descubrir sorprendido ciertos rasgos de la personalidad de quien era, a mediados del siglo XIX, el funcionario de más alto rango de la zona, Gobernador del Departamento Oriental, el brigadier Carlos de Vargas Machuca. Lo que voy a decir pudiera parecer un oxímoron, pero advierto que en este caso no lo es: Vargas Machuca era un funcionario incorruptible. En una comarca cuyas ciudades él mismo había decidido convertir en enormes garitos, verdaderos “Montecarlos al aire libre” —lo que, por cierto, garantizaba pingües ingresos al erario público—, Vargas Machuca velaba por el desarrollo de la capital y se tomaba tan a pecho sus principios, como persona y como funcionario, que resultaba imposible sobornarlo, por ejemplo. Los santiagueros solían decir: “Vargas derrocha, pero no roba”. Un día, el gerente de una poderosa casa comercial que se había beneficiado con la rápida solución de un problema burocrático le dejó al portero de Palacio una caja de tabacos destinada al Gobernador. Cuando éste abrió la caja descubrió que estaba llena de onzas de oro. Sin inmutarse, hizo llamar a su calesero y fue a devolver personalmente el “obsequio”. El gerente no estaba en su oficina, pero quedó tan impresionado por el gesto que tiempo después —al enterarse de que Vargas Machuca, ya entrado en años, atravesaba en Madrid por una difícil situación económica— decidió enviarle un cheque: mil libras esterlinas, debidamente avaladas por un banco londinense. El cheque, sin cobrar, le fue devuelto al remitente. Vargas Machuca murió pobre.
Lo que al lector de hoy le resulta sumamente curioso es que ese patriota íntegro que fue don Emilio Bacardí haya hecho coincidir las semblanzas de dos amigos suyos —víctimas ambos de la represión colonialista— con el insólito caso de un funcionario que, pese a todos sus defectos y su radical integrismo, se nos hace admirable por su honradez y desinterés. Claro que se trata de tiempos distintos: los que precedieron al 68 —tiempos en que ciertos sectores de la población disfrutaban de una apariencia de felicidad— y los que le siguieron, tiempos en que se aspiraba a una felicidad real y para todos…, lo que sólo podía lograrse pagando un precio altísimo, tanto en la manigua como en la emigración. (Publicada en el Boletín del Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau).
Emilio Bacardí Moreau es un patriota si.