FIEL DEL LENGUAJE

Fiel del lenguaje 39 / Diálogos y diatribas

Se alarma una lectora fiable. Afirma que, en la televisión, alguien que se desempeña en la comunicación profesional usó diatriba como sinónimo de diálogo. Si ocurrió, se trata de un error monumental. A diatriba y a diálogo la raíz los vincula con lo discursivo, donde originalmente se inscribió, por derecho propio, dialéctica. Lo ha tratado ya “Fiel del lenguaje”.

Pensando no solo en una pieza oratoria propiamente, sino en el fruto de “hablar acerca de algo”, una diatriba no es un discurso cualquiera. De acuerdo con la Real Academia Española, de cuyo Diccionario proviene lo antes entrecomillado, es un “discurso o escrito violento e injurioso contra alguien o algo”. Por el contexto en que, según la lectora, se ubicó el uso del término, en el diálogo o debate aludido no hubo ninguna diatriba, aunque va y desde la magia de la tropología alguien quiera ver en semejante uso una metáfora tan singular que Góngora y el más osado surrealista envidiarían.

A Rubén Darío se atribuye haber dicho que el diccionario es el libro que más debe leer un escritor —y una escritora, añádase—, pero el consejo vale para todos las personas, y en especial para quienes tengan la voluntad o la misión de expresarse o trasmitir información para el público. Así podrían evitar que a este lleguen desaguisados como que en una pantalla de televisión aparezca, en vez de etario, la incorrección etáreo.

Y aun sin acudir al popular e implacablemente llamado “mataburro”, ¿no sería bastante la señal infusa en la abundancia de casos en que el sufijo -ario/-aria indica “relación con la base derivativa”?: palmario, danzaria, rutinario, breviario, concesionaria, rosario, revolucionario, contestataria, utilitaria, diario, falsario, estrafalaria… y otros, como diccionario, sin ir más lejos. Etario tiene su raíz en el vocablo griego aetas, que pasó por el latín y llegó al español como edad. En vez de edadario, se dice etario, como no se dice lluviómetro, sino pluviómetro, más apegado al origen latino.

Sugerir que se consulte el diccionario no equivale a sostener que solo existen las palabras registradas en él, punto en que más de una vez ha insistido el columnista. Las ausencias de voces en un diccionario pueden tener muchas causas. No es lo mismo, van solo dos ejemplos, un diccionario para escolares que otro dirigido a un público general.

En este último caso vale situar el de la Real Academia Española, y en él hay ausencias de diverso cariz. A menudo funcionan perspectivas hispanocéntricas, según las cuales, el español es propiedad de España porque nació en ese país, y una palabra empleada en un par de comunidades españolas es del idioma, y si se usa en varios países de América no pasa de ser un americanismo. El idioma español es el que es por los aportes —en la compleja estela abierta en 1492— del noventa por ciento de hablantes que con todo derecho lo tienen también como suyo y no forman parte, ¡no!, de la otrora metrópoli.

Pero ese no es el único motivo de las ausencias comentadas. Entre otros hay uno por el cual no se debe responsabilizar a la institución lingüística de origen monárquico. Se trata de lo innecesario que es registrar todas las derivaciones posibles, como las que se forman con el sufijo -ble. Asumir que las no recogidas en el Diccionario de la Academia son incorrectas o no existen, llevaría a repudiar el uso de querible y besable aunque vibren bien en una canción memorable. Y no solo en ella, sino en la vida.

Por más que se acerque —¿cuál lo habrá conseguido?—  a ser completo y perfecto, ningún diccionario será enteramente útil si en su uso no se aplica ese don extraordinario llamado sentido común. Como le gustaba a un sabio decir, los diccionarios son zapatos, no piernas. Ahora bien, nada de lo aquí dicho invita a echarlos por la borda, y si al autor —que los usa con gran frecuencia, aunque no tanto como quisiera— fuese a ocurrírsele proponer algo semejante, pensaría en lo maltratado que está siendo el idioma y se mordería la lengua y las manos antes de sugerirlo.

Añade que al decir que el idioma está siendo maltratado se refiere al modo como lo magullan profesionales de la comunicación, no lo que suele llamarse “el pueblo”.  La tarea de escribir para este —y hablar, cabe añadir—, reclama pensar en el desiderátum expresado por Antonio Machado: “Escribir para el pueblo es llamarse Cervantes, en España, Shakespeare, en Inglaterra, Tolstoi, en Rusia”. Y en nuestra América tenemos nombres que añadir. No se trata de paternalismo, que empobrece, sino de sentido de responsabilidad, que alumbra alturas. La prensa no es oficio menor. Lo menor o mayor es el aporte de cada quien, individuo o institución.

Si se quiere saber decir lo que decir se intenta, no vale ignorar los diccionarios. El español es tan rico que en él no faltarán palabras para expresarse correctamente, y tiene estructuras y dinámica que propiciarán hallar la derivación necesaria si no aparece el término que se requiere. He ahí la plena legitimidad de querible y besable —y de otros vocablos mucho menos elegantes—, y la razón con que la propia Academia asumió contagiosidad para referirse a la propiedad de lo contagioso o contagiable.

Por similar camino  —“Fiel del lenguaje” lo ha recordado otras veces— el toque burocrático ha calzado el uso de recepcionar con matices diferentes de recibir. Y si alguien sintió escozor al oír contagiosidad, y quiso contar con el aval del diccionario de la Academia para impugnar la palabra, la habrá visto avalada en él. Quizás deba prepararse para que en ese inventario de voces entre asistenciado, porque no sienta que asistido basta. Ya la propia Academia registró el adjetivo asistencial: “perteneciente o relativo a la asistencia, especialmente la médica o la social”.

El pragmático inglés le da a fish (pescado) uso de sustantivo, verbo y adjetivo: fish, to fish y fish steak, respectivamente: “We like fish, and fish so as to have fish steak”. El español, que empieza por diferenciar pez y pescado, tiene una estructura propia de su riqueza: “Nos gusta el pescado y pescamos para tener (o comer) filete de pescado”. Tolérese la redundancia para ilustrar el ejemplo.

Por su pragmatismo, la lengua inglesa es afín a la tecnología, pero su sesgo hegemónico en ese ámbito no es de índole tecnológica, sino principalmente económica, política y militar: le viene del imperio que se expresa en ella. El poeta Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, ha dicho —con estas o parecidas palabras— que el español no sirve solo para lo espiritual —donde, agréguese, campea—, y también merece camino en lo tecnológico. Más bien vale decir que necesitamos hallarle ese camino, como un recurso contra la colonización cultural y de toda índole.

Pero sonora y estéticamente no parece que el español se preste para iguales manejos que el inglés, lengua que tanto sabor de paradigma ha conseguido y, repítase, no precisamente por motivos lingüísticos. Algunas derivaciones en español producen escalofríos, aunque ya se sabe que es posible acostumbrarse incluso a lo que se dice una piedra en el zapato. Así, cuando en Cuba se preparaba el censo de población y vivienda de 1970 —en el que el columnista, entonces alumno de la enseñanza preuniversitaria, colaboró como enumerador—, surgió carnetizar como nombre de la acción en que a cada ciudadano se le extendería su carné de identidad.

Al otrora enumerador le daría paz de espíritu que la palabrita no prosperase, pero el uso es el uso, y termina decidiendo, y puede no dar los mejores resultados si no funciona la voluntad de usar bien la educación y la información para coadyuvar a que se encauce del mejor modo. Acaso se extienda un vocablo tan poco pasteurizado y ya usado en la televisión, como profilactar, explicable por la falta de una palabra que, como esa, valga por aplicar la profilaxis. Al calor de una pandemia de tantos males acompañantes, ha ocurrido algo similar con otra voz que sacude y hace dudar: tratabilidad.

Pero ¿qué justifica el uso de aperturar? ¿No bastan abrir, iniciar, empezar, comenzar, inaugurar… sin excluir el olvidado pero correcto principiar? “Es como una familia en América esta generación literaria, que principió por el rebusco imitado…”, escribió José Martí en su elogio de Julián del Casal. No es necesario llegar a un vocablo, mezcla de comenzar y principiar, que el columnista oyó en su infancia: comencipiar, discutible, pero de mejor sabor quizás que aperturar.

Impuesto ese último verbo, podrán venir quienes, orondos de tan creativos, quieran poner en boga inaugurizar y clausurizar. ¿Será orinar sustituido por orinarizar? A la vista, y al oído y al olfato, está que sobre el idioma pueden practicarse distintas formas de micción, y otros actos peores. Irresponsabilidad y desconocimiento lo propician.

¡Ah!, créese un joven club en cada barrio, en cada circunscripción del poder popular, en cada consejo de defensa, en cada manzana, en cada cuadra…, y si contribuyen a que mejore el uso del idioma, sea más entusiasta la bienvenida. Un joven club es un acierto de gran utilidad. Pero ¿es necesario decir “los joven club”? Ese crimen de lesa concordancia parece, más que expresión de culto a la buena tecnología, un idiomicidio.

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Luis Toledo Sande
Escritor, investigador y periodista cubano. Doctor en Ciencias Filológicas por la Universidad de La Habana. Autor de varios libros de distintos géneros. Ha ejercido la docencia universitaria y ha sido director del Centro de Estudios Martianos y subdirector de la revista Casa de las Américas. En la diplomacia se ha desempeñado como consejero cultural de la Embajada de Cuba en España. Entre otros reconocimientos ha recibido la Distinción Por la Cultura Nacional y el Premio de la Crítica de Ciencias Sociales, este último por su libro Cesto de llamas. Biografía de José Martí. (Velasco, Holguín, 1950).

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