En esta ocasión, Rita Karo nos muestra en la sección “Miradas” de la revista Alma Mater a las enfermeras Yelena y Laura; habla de la sensación de sentirse en la piel del otro, cuando acaba la rotación en un centro de aislamiento para sospechosos de la COVID-19 y los voluntarios se convierten en pacientes; igualmente, revela la incertidumbre existente ante la espera del PCR al detectarse en su sala un paciente positivo en el último día de su voluntariado.
También, en una de estas entradas, el ejercicio periodístico de mirar y descubrir a sus compañeros se vuelve contra la reportera, cuando un colega muy especial para ella la perfile, dejando entrever los esfuerzos demandados para que en los pocos momentos de descanso fueran surgiendo cada uno de los textos de “Miradas”.
Por Rita Karo
Yelena y Laura, como la noche y el día
Mientras Yelena realiza junto a Zuneya los quehaceres durante el día, Laura está en vigilia toda la noche. Cuando vamos a la cama, ella aparece en su pijama rosado. Una caja de cigarros y una cafetera le hacen la extensa madrugada más llevadera. Ambas enfermeras son trabajadoras habituales del Salvador Allende, en la sala de Geriatría “Mario Muñoz”.
Yelena, de 19 años de edad, maneja con destreza el registro de los pacientes. De carácter enérgico, y por momentos inmaduro a causa de la edad, hace que sus reacciones resulten más volátiles, lo que dota de cierto dinamismo su relación con las demás enfermeras de la sala.
Yelena es muy ágil, tiene la capacidad de actuar con nervio frío cuando los escenarios se tornan complicados. Hace unos días el paciente de la cama 13 convulsionó. Lo reanimaron y se resistió, entró en una crisis de ansiedad. Ella cruza como un bólido los cuatro metros que separan el cuarto de la enfermería. En menos de 30 segundos preparó el medicamento. La jeringuilla encontró el glúteo cubierto de tela rosada y en pocos segundos regresó a la calma.
Sosteniendo al paciente, en su misma posición, se encontraba el doctor César, quien, sonriendo, dijo que, de no llevar piyama verde la inyección hubiera sido para él. Con su mirada, Yelena nos trasmitió la precisión con que realiza su trabajo, y luego soltó a modo de broma: «Menos mal, ¿quién levanta entonces a esta mole luego de inyectarle un calmante?»
Laura, de 21 años, asume con dulzura y paciencia las urgencias de los “inquilinos” del pabellón. En las mañanas calienta un jarro de agua, siempre dispuesto para el baño de algún paciente con dificultades motoras, generalmente de la tercera edad.
—Buenos días, José. Llegó la hora del baño—, dice en un tono que fluctúa entre el cansancio y la ternura, cual nieta que cuida celosamente de un abuelo.
José, deambulante, solo atina a quejarse por el agua que no recibía desde días o quizás semanas. En parte gracias a ella, aquí en el Mella todo reluce, hasta los pacientes más escurridizos.
Laura ha hecho de las madrugadas su hábitat. Duerme de día y hace guardia de noche, a veces la acompañan el Ruso, Camila o Jorgito. Coloca un buró en la salida del pasillo central. A esas horas no existe mucho movimiento en la sala, sin embargo, está al tanto de quienes puedan necesitar una urgencia o tomar medicamentos, igualmente de recibir a nuevos ingresos.
Zuneya poco se queja, aunque de vez en vez deja escapar un «¡Ay, estas muchachas! », en alusión a la corta experiencia como enfermeras, y a uno que otro despiste propio de la edad. En los extraños momentos en que ambas coinciden despiertas, hablan del día en que se graduaron y de cómo el uniforme les lucía cual “coco” impecable; también, de lo consagrado de la profesión que escogieron y de la responsabilidad de ser enfermeras en estos tiempos difíciles del nuevo coronavirus.
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Cama 12
Sábado, 18 de Julio. Ingresa a las seis de la tarde un nuevo paciente en la cama 12. Como es habitual, mantenemos el protocolo de protección: guantes, gorros y sobrebata para entregar la comida; cloro y detergente para desinfectar el carro de transportar los alimentos.
Andy me actualiza del número de comensales y preparo con destreza igual cantidad de bandejas. Una doctora del pediátrico de Centro Habana, un deambulante, una paciente remitida desde la consulta de Ortopedia y un contacto directo de un caso positivo, advierte Pupo. Son los sospechosos de COVID-19 que esperan por el resultado del PCR. «Aves de paso», pienso. Esos que vienen, esperan 24 horas, y tienen dos destinos: el añorado retorno casa o la transferencia al pabellón de positivos.
Amanece. Es un domingo caluroso y denso. El último día como voluntarios en la Covadonga. Todos tenemos la mirada marchita, los ojeras bien marcadas y el rostro sudado. A pesar del cansancio, se respira alegría. No hemos tenido casos positivos hasta la fecha.
En la tarde traen los resultados de los PCR de los cuatro pacientes. Tres salen de alta. «Al de la cama 12 hay que repetirle la prueba, al parecer se contaminó», indica una de las enfermeras. Nosotros seguimos el día limpiando y organizando. Dejar la sala impecable es el sello de esta brigada.
—¿Vamos a jugar a “los limones”?— sugiere la doctora Lissette. El juego se ha hecho habitual en nuestras tertulias nocturnas donde, entre risas y chistes, disfrutamos del trabalenguas: “un limón, medio limón, cinco limones”. César advierte que hablemos bajo, porque las risas pueden importunar al paciente que nos queda en la sala.
El timbre del teléfono de la sala congela la velada. «Cama 12: PCR positivo». De los minutos siguientes solo puedo recordar los ojos de Camila, mojados. El “no va a pasar nada” de Yelena. Una camilla. La ambulancia. Mientras conteníamos la inevitable preocupación, el Ruso, siempre tan certero, agregó: «A pesar de todo, yo no tengo miedo, a mí me protege el ejército que no se deja ver».
Si algo se siente al estar 14 días en la Zona Amarilla —casi naranja— con pacientes sospechosos de COVID-19, es miedo. El miedo te lleva a no perder la rutina, a lavarte las manos mil veces, a que se limpien los zapatos antes de entrar al cuarto. Te lleva a enjabonarte la cara al retirarte el nasobuco, a desechar guantes, cambiar pijama y sobrebata; y, sobre todo, a no perder la sonrisa y a no despreciar al paciente, aunque lo mantengas al margen de un metro y medio.
También, estas jornadas de voluntariado en la Covadonga —además de una cama reservada en un hospital— han sido la sumatoria de amigos, de lidiar con las fobias, de duchas de agua fría, y de sentir como un pedazo del hogar a un pantry en el que convives más de diez horas al día.
Hoy lunes salimos para el aislamiento. Por primera vez no se reportaron casos positivos del nuevo coronavirus en Cuba porque el diagnóstico de nuestro centro fue dado casi en la madrugada. Mañana, cuando el doctor Durán ponga al tanto de la situación de la enfermedad, a nosotros nos quedarán diez días de incertidumbre. Diez días de pensamiento positivo. Ahora invertimos los roles, los sospechosos somos nosotros.
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Por los ojos de Rita
Por Andy Jorge Blanco
Poco la vi sentarse durante estos catorce días de voluntariado en el hospital “Salvador Allende”. El pantry –su reino– era un hervidero de bandejas, recipientes con alimentos, cloro, agua, jabón, y algún que otro gato en el umbral de la puerta, esperando bocado. Ella los espantaba, les corría detrás. Odiaba ver a los felinos intentando cazar la comida de los pacientes.
Rita siempre se levantó primero. Quizás se disputaba el puesto de “madrugadora suprema” con algún custodio o con las enfermeras de la sala. A las siete de la mañana, mientras algunos todavía descansaban, ella recibía el desayuno y vestía el traje que ella definió como “desorbitantemente verde”.
Se quejaba –eso sí– cuando no todos los pacientes se comían el almuerzo o la cena, y lamentaba como engordaban las cubetas de sancocho. «Con lo buena que está la comida, con el esfuerzo que hace este país», decía. Ayer, desde la cuarentena, me comentó: «Uno se vuelve más patriota». Lo dijo y calló, como si reflexionara.
La verdad es que Rita revolucionó el pantry, lo convirtió en su cocina, e hizo, de un lugar de riesgo, el área de desinfección permanente y el rincón más pulcro de toda la sala “Mella”. Ante alguno de mis despistes me recordaba siempre: «vuelve a lavarte las manos», «échale más cloro al agua», «no te toques los ojos», «las bandejas de los pacientes van de este lado», «tenemos que cuidarnos». En el fondo sabía que de nada vale el esfuerzo si no salimos sanos. En el fondo, tenía miedo.
Rita se preocupó cuando el último día uno de los pacientes de la sala dio positivo a la COVID-19. Pero es fuerte, y fue imprescindible en la tropa de voluntarios para sopesar los sentimientos. Mientras Camila lloró por la noticia, ella tuvo esa extraña y hermosa capacidad de dar ánimos en momentos duros. Y hay que aplaudírselo. No hay gratitud mayor que recibir una palmada en el hombro cuando atiendes a casos sospechosos, y temes por ellos y por ti.
Hay que agradecerle también, porque en medio del sudorífico traje verde y las agotadoras jornadas en el pantry, jamás fue volátil su sonrisa. Anduvo indetenible durante estas dos semanas de pelea. Limpió. Fregó. Repartió alimentos. Dio los buenos días, aunque le doliera la garganta, y escribió hasta el cansancio. Nunca, pese a cualquier obstáculo, dejó de mirar a los ojos de la gente y así, por los suyos, develó rostros y contó historias en estas “Miradas” de la revista Alma Mater.
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Cambio de roles
La estancia en un hotel permite ciertas libertades como dormir hasta las ocho y media de la mañana. Para muchos no será algo extraordinario, pero para mí, que despertar temprano supone un calvario, ahora mismo ese pequeño detalle me hace feliz. Mis amigos dicen que estoy de vacaciones. No saben de lo que hablan: ¿Vacaciones dentro de una habitación de la cual no puedo salir? ¿Vacaciones con la incertidumbre de un PCR fechado para el próximo martes 28 de julio?
Durante catorce días trabajé como voluntaria en el hospital Salvador Allende. Parafraseando a mi colega Eduardo Grenier: fui soldado raso. En las noches intentaba llenar cuartillas con las experiencias de la jornada, siempre orientadas al quehacer de los jóvenes que, como yo, decidieron dejar la paz del hogar y los atractivos de la Fase 1 para, día y noche, estar al servicio de una sala de pacientes sospechosos de COVID-19.
Las ganas de escribir desaparecían mientras enjabonaba cada bandeja. La voz se me rajaba con los gases del cloro, y las piernas —inflamadas— anunciaban que debía descansar. Catorce días pasaron corriendo. En catorce días dejamos marcadas nuestras huellas en el pasillo central de las salas Mella y Echeverría.
Me obligué, durante dos semanas, a memorizar instantáneas: rostros de pacientes, los ojos tristes del viajero que dijo que desde hacía siete meses no veía a su esposa. No puedo recordar nombres como lo hicieron los residentes y las enfermeras con cada persona que ingresó. No logro recordar siquiera las voces, porque el protocolo de sanidad me impedía achicar el metro de distancia entre sospechosos y voluntarios.
En mi álbum de imágenes mentales conservo el compromiso de Pupo con su profesión. Su hora diaria de charla digital con Carlos, a quien aún no puede ver porque el virus y el mar los separa. Conservo, también, su buen humor. De Camila, me quedo con sus mimos y abrazos. De Adrián Alejandro, las buenas noticias. De Andy, su rostro de «no me mandes más a lavarme las manos» y la compañía. Y de Jorgito, la sensibilidad ante la pérdida de un paciente.
En “Miradas” intenté retener cada detalle que volviera especiales a esos seres que dejaron en ese hospital piel y alma.
Ahora, en una habitación de hotel con la playa a unos cincuenta metros —desde donde llega una leve brisa del norte—, soy una sospechosa de COVID-19. A las ocho y media de la mañana me despierta el toque en la puerta que anuncia la llegada del desayuno. Unos quince minutos después, el toque para el café. A las diez, pasa el médico y mide la temperatura. Luego, la doctora confirma los datos en el registro. No dicen nada. Al parecer todo está bien.
La esencia de estos días aquí es no pensar. Es usar el nasobuco para recoger la comida, para pararme en el balcón, para estar en la habitación. El médico nos recuerda constantemente: «Aireen el cuarto, por favor». Ya sé qué se siente cuando el “toc, toc” es tan seguido. Los pacientes en la Covadonga decían: «¿¡Pero comida otra vez!?». Se toca también para examinar, para limpiar y para botar la basura.
Allá, en la Covadonga, los riesgos aumentaron en nuestro último día de voluntariado cuando un paciente dio positivo en la sala. Igualmente para los voluntarios que trabajaron en terapia intensiva, y que aquí son nuestros vecinos. Por eso debemos cuidarnos mutuamente. Desde que entré al hospital mi madre me lo recuerda todas las noches. Vía telefónica, pregunta: «Pero, ¿tú siempre cumpliste con las medidas?». Segura y optimista respondo: «Todo saldrá bien».
Ni la playa cercana ni una habitación “de vacaciones” ayudan a aligerar la tensión de un inminente PCR. Cuando se materialice el test ya sumarán 24 días en esta contienda, de la cual me siento orgullosa. Llegué con las manos vacías y salgo con la seguridad de que valió la pena.
(Tomado de Alma Mater)
Hermoso testimonio de aquella que se empina ante una arriesgada y comprometida profesión.Enhorabuena se suman los buenos.Felicitaciones
Desgarradoramente revelador el artículo. ¡Cuánta bondad recogida en una simple mirada! A veces creemos que el mundo está adornado por pequeñas fantasías, pero son realmente estas bondades, estos actos de entrega sublimes, los que condicionan nuestra existencia para el bien. Gracias por el toque de ángel…