―No puedo, profe, no puedo…
Todavía recuerdo cuando aquel alumno de práctica en el periódico donde entonces laboraba, me pidió ayuda. Y allá nos fuimos, a ver porqué no podía, al Centro Médico Sicopedagógico América Labadí Arce, en el Distrito Antonio Maceo, en Santiago de Cuba.
Uno cree estar preparado, cree haber visto mucho. La realidad te dará el campanazo. Uno podrá escribir sobre la atención a personas con discapacidad intelectual severas y profundas; mas ponerles nombre, mirarle a los ojos, ya es otra cosa.
Aparece la historia de Arnoldo, aquel que llegó a rastras casi, sin articular palabra, y hoy nos regala un poema asido a su andador. Estoy aquí, te dice, aquí de pie. Y te das cuenta que no es una canción, o acaso sí, es una canción que no se canta, que deberíamos cantar.
Y entonces, poco a poco, asoman estos seres humanos tocados por la vida, y los otros, los especialistas que los cuidan, que no renuncian a explorar todas sus potencialidades, que no desmayan. Uno se sumerge. Uno se alegra de poder ser periodista, una y mil veces, para poder contar a los demás como la humanidad se alivia y se mejora.
Todo, lo que he visto, lo que pienso, se borra cuando llego a la sala de afecciones profundas, existencias detenidas que jamás han podido salir de sus cunas. Un grito sordo se prende a los barrotes, al aire. “Hay que tener corazón para estar aquí”, me dice una enfermera. Cuatro palabras salidas del más allá. Y el mío, mi corazón, se detiene de pronto.
Cuando regresamos por el largo pasillo, mientras en la lejanía agitan las manos, le respondo al alumno esa pregunta que no hace, que baila, que casi está al saltar:
―Si ellos pueden, nosotros podemos.
Cuba adentro
No me gusta el café. Tengo que disculparme tantas veces, cuando mis entrevistados llegan con la taza humeante… Sin embargo, he ido muchas veces a los cafetales orientales, a las serranías. Tengo un instante súbito en la memoria. ¿Cuánto tiempo hace y no se me va, no se me borra?
Las veo aparecer. Las veo bajar en fila, una tras otra. Heroínas en una pasarela rural, gimnastas sobre la guardarraya. Con los rostros curtidos, con las manos callosas, con esos aires frescos de monte. Las Tania, la brigada de cafetaleras de Guantánamo, terminan por hoy. Llega hasta mí, Petronila Neyra. Ella, al frente de todas.
Cuando me mira, sobreviene un relámpago. Veo, leo, me voy hasta aquella Mariana Maceo ―sí, con ese apellido― que pintó Martí: “Con su pañuelo de anciana a la cabeza, con los ojos de madre amorosa para el cubano desconocido, con fuego inextinguible, en la mirada y en el rostro todo (…) ¿No fue, sangrándole los pies, por aquellas veredas (…)”.
No lo digo, no se lo digo. No sé como voy a escribir este rapto, este déjà vu. Aprehender esa dimensión no es sencillo. Es un reto largo que aun estoy aprendiendo. Gente como ellas, que lo apuestan todo por el trabajo honrado ―amorosamente, calladamente― te sanan. Habrá otras, oportunistas, simuladoras, que también están en el camino.
Hay que afilar el canto para no rebajar las palabras, para no extraviarse, para atrapar “el elogio oportuno” y el “corazón virtuoso”.
Uno va día tras día, semana tras semana, casi no se da cuenta en medio de la pasión, de la agenda llena, del próximo trabajo que de pronto son años, como diría Pablo Milanés. Uno va dejando pedazos, va haciendo lo que puede. Un gesto aquí, una palabra allá. Y el periodismo ―que acaba convertido en tu vida―, te va dando lecciones.
como siempre, el talento depoder escribir lo que se piensa , lo que se siente, de manera hermosa, bordando cada palabra, a eso nos tiene acostumbraos Reinaldo Cedeño.
Cedeño es un escultor de palabras, cada vez que lo leo siento orgullo de tener un amigo- colega de tal estirpe. Mañana cuando el Sol se ponga en el horizonte, estaré tumbada en mi hamaca, o recostada de un taburete disfrutando de la poesía que imprime en cada escrito mi Rei (diminutivo de Reinaldo)