En los caminos del idioma es decisivo el uso, lo cual demanda responsabilidad en su cuidado. Pero eso no ha impedido que un reclamo como el de no confundir lista —enumeración, inventario…— con listado —pintado, rayado…— lo desatiendan personas que deberían conocer la diferencia entre ambos vocablos y terminan hablando, por ejemplo, no de “una lista de productos”, sino de “un listado de ellos”.
En similar camino, el afán —todavía defendido en Cuba— de saber que inadvertido no es sinónimo de desapercibido, no evita que, especialmente en España, la equivalencia se tenga por válida. Y en el ámbito de la lengua no solo se ha impuesto, ¡de qué modo!, el pleonasmo medio ambiente, sino también período de tiempo, usado ya en el Diccionario de la Real Academia Española, como se verá al tratar la definición de lectivo.
La generalización creciente de niveles de instrucción no beneficia por igual a toda la población del planeta, pero debería imposibilitar que las confusiones triunfen como si fueran lo correcto. Máxime cuando el real o factible aumento de saberes coexiste con el grado y la rapidez —impensables hace algunas décadas— de la multiplicación de los medios informativos, que serían mucho más útiles si siempre estuvieran atendidos y guiados por personas con alta capacitación profesional, y pareja conciencia de su tarea.
La realidad de hoy no es comparable con la de tiempos en que ocurrían equívocos como los documentados por el relevante filólogo Joan Coromines. Aunque sinónimo de prolijo, excesivo y latoso, nimio paró en usarse con el valor de insignificante o minucioso, y hasta mínimo. Y así álgido, sinónimo de gélido y aplicado al momento en que las fiebres provocaban mayores fríos en personas enfermas, acabó entendiéndose como culminante, o como lo más grave y candente de un problema.
La abundancia y el peso de pifias cometidas hoy por profesionales —que no deberían permitírselo a sí mismos— resulta alarmante. Ante ellas no solo cabe inferir falta de empeño individual en dominar la expresión oral y la escrita, sino deducir que es posible transitar por todos los niveles de enseñanza, alcanzar un título universitario y salir a ejercer sin haber alcanzado la debida preparación.
En espera de que se perfeccionen la marcha y los frutos de la instrucción, los errores apreciables en el lenguaje parecen más que suficientes para organizar cursos, seminarios y talleres remediales. Sin escrutar nada nuevo, sino rozando algo que esta columna ha señalado en otras entregas, el mal empleo de las preposiciones ya es epidemia grave.
Sobran razones para aplaudir que el país se imponga como tarea urgente, vital, desarrollar la agricultura y que los precios de sus productos bajen. Pero aturde oír en un espacio informativo la noticia de que un determinado proyecto agrícola ha permitido cosechar productos con precios más bajos a los anteriores, o —en otro tema— que se ha publicado un libro producto a la rabia de un mafioso resentido. ¿No queda claro, desde la escuela primaria, que la estructura comparativa reclama hablar de precios más bajos (¡o más elevados!) que los anteriores? Y, aceptando que ya el uso de producto en lugar de fruto, ¿no se comprende que una cosa no surge a otra, sino de otra?
Por lo que se lee, no es seguro que sea general el conocimiento sobre la diferencia entre por qué y porqué. Ejemplos correctos: “debemos saber por qué hacerlo de ese modo y comprender el porqué de esa decisión”. Y podría dar resultados sorprendentes una pesquisa sobre las veces que el enlace de la preposición sobre y el adverbio todo no se escribe sobre todo, sino sobretodo, como la conocida pieza de vestir.
En esos detalles, todos significativos, y mucho más allá, el lenguaje no es mera música, y, si así fuera a tomarse, urgirían cursos con especialistas que enseñen a escoger bien las notas —palabras y signos de puntuación, y la estructura de los párrafos y el texto: la partitura toda—, y a ponerlas donde y como van.
El columnista no consigue olvidar un reciente anuncio sobre el inminente reinicio del período “electivo” en la escuela cubana. Eso supondría un proceso para elegir no se sabe a quién, o qué, y no el reinicio del período lectivo, vocablo que el Diccionario de la Academia define textualmente así: “Dicho de un período de tiempo: Destinado para dar lección en los establecimientos de enseñanza”. De paso, quienes hemos reprobado, por innecesario, el pleonasmo período de tiempo, podemos abrazar una pregunta popularizada en la televisión por la actriz Aurora Basnuevo: “¡Entonces, ¿cómo quedo yo?!”
Por lo pronto, procuremos que cada período lectivo logre la mejor siembra en quienes lo reciban como etapa de preparación hacia su vida profesional, sea cual sea finalmente su ocupación. Esta columna, pensada para que surta efecto en la prensa —o solicitada con ese fin—, ha insistido en la misión que en el uso correcto del idioma les corresponde a quienes tienen en él especiales deberes profesionales y laborales.
Pero esa insistencia no debe entenderse como aceptación de que en otras áreas se toleren los errores. Todo profesional debe honrar el lenguaje, que es el principal medio que tiene para expresarse, independientemente de cuál sea la disciplina en que se forme y trabaje, y el tema que trate. De esa exigencia nadie se debe sentir exento. Quien la soslaye se arriesga a que sus saberes sean cuestionados.
El autor recuerda una profesora de lingüística que, al hablar de la norma culta del español en Cuba, sostenía que podía establecerse a partir del modo como hablaban y escribían personas de alta calificación y con relevante influencia en la vida del país. Y ese juicio lo ilustraba con ejemplos como Fidel Castro, Juan Marinello, Carlos Rafael Rodríguez, Nicolás Guillén, Mirta Aguirre, Raúl Roa y otros. No se discurrirá aquí sobre esa idea, pero daba gusto que la altura intelectual de los escogidos se correspondiese con su significación política y revolucionaria.
Eran personas cuya formación venía de antes de 1959 y mantenían o aumentaban su plenitud poco más de una década después del triunfo revolucionario que situó a la educación en el centro y en la cima del país, para que este llegara al desarrollo que ha logrado en ciencias, letras, artes y otros frentes. Sería criminal que tan significativo logro se revirtiese, aunque fuera nada más (¡o nada menos!) en el lenguaje, donde se halla uno de los más ostensibles indicios de lo avanzado por la nación y de lo que le falta por alcanzar. Y aún más criminal y penoso sería justificar posibles deficiencias por la masividad, que ha de seguir siendo pilar insustituible del progreso público.
Hace unas semanas un periodista de fibra deploró que en espacios televisuales cubanos se hablara de Latvia, que es, en inglés, el nombre del país que en español se llama Letonia. Por cierto, ¿es necesario olvidar cómo se pronuncia Miami en español y decir Maiami? No todo el mundo está obligado a saberlo todo (¡quién pudiera!), pero —en cualquier caso, y aún más al informar sobre asuntos de gran interés para la nación— es un deber prepararse lo mejor posible. Recursos para hacerlo hay.
Si se va a hablar, por ejemplo, de Andorra, ha de procurarse el conocimiento necesario para saber que no es una comarca española, sino un estado soberano, un principado que se halla entre España y Francia. La responsabilidad no recae solamente en quien redacta la noticia o la lee para el público, sino en todo el equipo encargado de asegurar la calidad integral de la información.
Que el embajador de Cuba en España reciba o despida en Madrid a trabajadores cubanos de la salud que van a brindar servicios en Andorra, o regresan a la patria luego de haber cumplido su tarea, se debe a un hecho básico, no solo a contingencias de itinerarios. Además de embajador en el reino español, ese diplomático es embajador concurrente en el principado de Andorra, dualidad que se da asimismo en otros casos y sitios, y no solo de embajadores cubanos.
El columnista se priva de la tentación de extenderse acerca de Andorra, que, con poco más de la mitad de la superficie de la provincia de La Habana, y algo más de la tercera parte de habitantes del municipio de Arroyo Naranjo, antes de la pandemia de covid-19 recibía doce millones de turistas al año, y vale prever que volverá a recibirlos. No será, pues, falta de dinero lo que le haga acudir al apoyo del sistema cubano de salud. Pero ese no es el tema del presente artículo, en el que tanto se ha quedado sin tratar.