El canal Cubavisión acaba de trasmitir una obra de Teatro de las Estaciones, que dirige Rubén Darío Salazar: “Todo está cantando en la vida (Un recital de afectos para Teresita Fernández)”. Quien escribe esta nota disfrutó la obra, con alegría y con un nudo en la garganta, apenas unos pisos debajo del que Teresita habitó en sus últimos años, en el edificio donde fuimos vecinos y se fortaleció nuestra amistad, que venía de muchos años antes, fraguada en el amor al legado de José Martí y, en general, a la poesía.
No se hará aquí ni de lejos la reseña que la obra hoy televisada merece, y mucho menos se intentará esbozar siquiera la crítica que debe ubicarla en la altura de calidad y alma que le corresponde reconocérsele. Estas líneas apenas expresan gratitud al colectivo de Teatro de las Estaciones, y a quienes en la Televisión Nacional han hecho posible que a los hogares del país llegue una obra que enriquece el espíritu y rinde tributo a una artista raigal.
Las numerosas canciones usadas en la puesta en escena —todas suyas— lo confirman, y ratifican que es criminal seguir encasillándola como si solo hubiera compuesto las dirigidas especialmente a la infancia. Eso ya sería un gran mérito, sin duda; pero ella creó canciones para personas de todas las edades: para seres humanos, como para recordarnos que no podía haber soledad para nosotros mientras ella existiera. Nos corresponde asegurar que siga existiendo, para que nos acompañe.
“Soy una maestra que canta”, solía decir, y se daba el gusto de cometer un error que —para que tenga algún buen sentido— solo puede permitirse alguien de veras grande: hablar de sí misma como si fuera poca cosa, como si no fuera lo extraordinaria que era. Eso nos convoca no a aceptar su error como una manera de apreciarla, sino a saber que con la muerte de la maestra que cantaba perdimos a una verdadera artista y, a no menor altura, a una gran patriota. O matriota, como valdría decir en el camino del sabio que sostuvo que la patria debería llamarse matria.
Mantener vivo el legado de Teresita, y rendirle el homenaje que merece —no para bien suyo, sino nuestro— es una tarea que también hemos de asumir con responsabilidad de país. Si solamente hubiera que agradecerle la ternura de sus canciones, la bondad que abonan como sembrando violetas en una palangana vieja, o cantándole al chin chin de la lluvia, o salvando de la muerte y el hambre a un pequeño gato indefenso, o “simplemente” dando vida a la poesía, ya estaríamos en deuda con ella.
Pero debe añadirse otro componente de su hazaña: el cultivo, natural —y a veces como a regañadientes, para que nada en él pareciera falso—, de una virtud que nos está haciendo más falta que la comida: la fineza, una fineza dura, por la que se le consideraba discípula de Santa Teresa de Ávila y continuadora de Gabriela Mistral. Fineza verdadera, por eso mismo, en todo caso.
No solo a propósito del Día de los Niños y las Niñas se le ha de tener como presencia viva.