La idea en contexto
Mis viajes al exterior han obedecido, casi siempre, a cubrir eventos nacionales o internacionales, las secuelas de fenómenos naturales y entrevistar a jefes de Estado o de Gobierno. Este último fue el motivo de que visitara en 1979, por segunda vez, la Ciudad de Panamá. La primera fue en 1977, en tránsito de “pisicorre” hacia Washington, D.C. En aquella oportunidad me interesé, por primera vez, en el tema de la Nación Cuna y en la posibilidad de visitar San Blas, pero debí posponer mí embullo hasta una ocasión propicia.(1)
Y la ocasión llegó. Se acercaba la celebración de la VI Conferencia Cumbre del Movimiento de Países No Alineados, del que Cuba ostentaría la presidencia pro tempore. En el NTV me asignaron varias misiones relacionadas con la Cumbre en el área del Caribe. Fue así que en julio de 1979 volví a aparecer en Ciudad de Panamá, procedente de Kingston. Esa vez me acompañaban el camarógrafo Omar de la Cruz (2), del NTV, y un técnico de Control Remoto. Llevábamos una cámara Ikegami recién adquirida y casetes U-Matic, lo último en técnica de videotape a finales de los 70.
Todo transcurrió normalmente durante los primeros días de estancia en Panamá, en espera de una entrevista solicitada al entonces presidente Arístides Royo. Tenía una muy amable y eficiente guía panameña que nos acompañaba a casi todas partes, cuya tarjeta extravié y no hay manera de que recuerde su nombre. Y no es para menos; han pasado más de cuarenta años.
Sí recuerdo los acontecimientos que marcaron este viaje, no comparables con ningún otro ocurrido en medio siglo de vida profesional. Pero vayamos por partes.
El martes 24 de julio, por la tarde, fue el día señalado para la entrevista con el presidente Royo. El escenario sería uno de los amplios salones del Palacio de las Garzas, a donde llegamos como a las dos de la tarde. La edificación de tres pisos es sede y residencia del Ejecutivo. En la fecha de nuestra visita, la edificación original ya tendría poco más de trescientos años. Ya debe andar por los 350.
En 1756 un incendio la redujo a escombros y, tras su reconstrucción, se le dio diversos usos. Pero no fue hasta mediados del siglo XIX que se convertiría en Palacio Presidencial. En 1922, durante su tercer mandato como presidente de la República de Panamá, el doctor Belisario Porras patrocinó la remodelación del Palacio que en poco tiempo adquirió su actual arquitectura de estilo colonial. Por lo que he visto, aún se mantiene así.
El color blanco de sus exteriores contrastaba con el resto de los inmuebles que lo rodean en la Avenida Eloy Alfaro, donde hace esquina con una calle muy estrecha en el área urbana más antigua de la Ciudad de Panamá. Una vez adentro, impresionado aún por la belleza de la fachada, aparecía ante el visitante un precioso patio de losas de mármol blanco, con una fuente en el centro, donde se paseaban imperturbables varias garzas de una especie que, -paradas en sus patas-, me daban por el cinto y de las que el Palacio toma su nombre. (3)
En el segundo piso, de ambiente andaluz, se encuentran el despacho del presidente, el salón dedicado a los actos oficiales y una biblioteca privada. En el tercero se ubica la residencia de la familia presidencial. Debo suponer que nada de eso ha cambiado.
Tras una corta espera en este segundo piso, la voz de un edecán anunció con voz sonora:
-“¡El presidente de la República de Panamá, doctor Arístides Royo!”
Breves presentaciones y saludos antecedieron nuestro acceso al salón. Detrás del sofá, donde transcurriría la entrevista, había un gran retrato del prócer Justo Arosemena, -considerado el padre de la nacionalidad panameña-, a quien el presidente Royo evocó en sus palabras junto a nuestro Héroe Nacional, José Martí.
Una vez concluida la entrevista para la Televisión Cubana sobre el tema de la VI Cumbre, sostuve un breve intercambio con el presidente. Como era de esperar, me preguntó si habíamos visitado algunos lugares de Panamá. En efecto, habíamos filmado las lentas y complejas maniobras de los barcos por las esclusas del Canal, el puente de la Ruta Panamericana y algunos lugares emblemáticos de la capital.
Este interés del presidente por nuestro trabajo en Panamá me permitió expresarle que lamentaba regresar a La Habana sin visitar la Nación Cuna. Sin pensarlo dos veces, el presidente Royo impartió órdenes precisas a su secretario, allí presente:
-“Que mañana temprano el avión presidencial esté a disposición de nuestros invitados cubanos, para que viajen a San Blas”.
Desde un teléfono cercano, -ni pensar en celulares en 1979-, el secretario presidencial inició sus gestiones. Treinta segundos después, sin soltar el auricular, se volvió hacia el presidente:
-“Señor Presidente, me informan que el avión presidencial no puede aterrizar en San Blas, pues no cabe en la pista…”
-“Que busquen un avión adecuado”.
Dos minutos después apareció la solución.-“Señor Presidente, un avión adecuado estará listo mañana en Tocumen, a disposición de los invitados cubanos,”.
Sabía que mi indirecta solicitud al Presidente iba a funcionar. Era una idea que venía acariciando desde hacía dos años y me propuse llevarla adelante en esta ocasión. Quería sacarle provecho a nuestra estancia en Panamá con un tema sugerente y creativo, como la existencia de la Nación Cuna. Disponía de tiempo, técnica y la probada profesionalidad de Omar tras el lente. El género documental era mí objetivo y no eran la Zona del Canal ni el Palacio de las Garzas mis motivos de inspiración.
Hacia la Nación Cuna en un Piper bendito
A mi interés por ver de cerca y filmar a los pobladores originarios del Istmo de Panamá, reflejar sus costumbres, su modo de vida y su cultura, se sumaba mi vocación por los aviones. No todos los días se me daban oportunidades como aquella y no volaba en circunstancias parecidas desde mi visita a Guyana, cuatro años antes. Pero esa es otra historia que ya les contaré también… antes que se me olvide.
A la mañana siguiente, -miércoles 25 de julio de 1979-, amanecí entusiasmado con el viaje a San Blas. Desayuné más de lo habitual, lo que siempre me sucede en estado de ansiedad. Confiaba en la veracidad de lo poco que había leído sobre los Cunas, una raza aborigen del norte de Colombia y el Istmo de Panamá digna de ser enaltecida.
Había consultado un mapa y para llegar a nuestro destino debíamos sobrevolar una buena parte de la geografía panameña hacia el este. Tendría además la oportunidad de evocar, desde el aire, la ruta seguida por Vasco Núñez de Balboa en 1513, en su afán por “descubrir” al que entonces llamó “Mar del Sur”, hoy Océano Pacífico.
En poco más de media hora, nuestra guía nos condujo desde el hotel al Aeropuerto de Tocumen. Allí nos esperaba el piloto, al lado de la avioneta que nos llevaría a San Blas, un precioso aparato bimotor de 6 plazas. Ante mi curiosidad, me explicó que era un Piper Seneca II, de fabricación yanqui y llevaba poco tiempo en el mercado; un avión prácticamente nuevo y fiable. Ya en confianza, le pedí permiso para ocupar el asiento del copiloto. Accedió con toda amabilidad.
Para entrar en la cabina había que trepar por detrás del ala derecha, donde estaba la única puerta para los pilotos. Mis amigos entraron por una puerta trasera, del lado izquierdo. Exactamente igual que me sucedió antes en Guyana, el avión tenía doble mando. Me sentí muy a gusto, cómodamente sentado frente a una docena de relojes e instrumentos, el volante de mando o “los cuernos”(4) al alcance de mis manos y los pedales a mis pies. Pero allí se aplicaba aquello que mamá me repitiera de niño ante mi instintiva curiosidad: “Eso es caca…; se mira y no se toca”.
Ya con el cinturón de seguridad abrochado y los brazos cruzados, puse a prueba mis conocimientos teóricos sobre aeronáutica. Sabía que el “timón de dirección” estaba en la cola y se domina con los pedales, así como el “timón de profundidad” y los “alerones”, detrás de las alas, que se gobiernan con “los cuernos”. Pero una cosa es leerlo en una revista especializada y otra tener todos los mandos delante y depender de ellos a más de 15 mil pies de altura.
Observé con atención cada movimiento de las manos y los pies del piloto. Llevó la mano derecha a los botones de encendido de los motores y después a los aceleradores, dos pequeñas palancas gemelas que me quedaban a la izquierda. Liberados los frenos, el avión comenzó a desplazarse hacia la pista principal.
Una vez allí, -y tras el permiso de despegue de la torre-, me llamó la atención que el piloto hizo la Señal de la Cruz con “los cuernos” bien agarrados. Era como persignar el aparato con el volante y así bendecir el vuelo mediante el signo sacramental. Por lo menos así lo entendí yo, que sólo sé de liturgia el mínimo indispensable para no pasar por ignorante.
El ritual cristiano duró menos de un segundo. El piloto aceleró “a todo gas”, atrajo levemente el volante y, -tras una breve carrera por el asfalto-, el Piper levantó el vuelo. Serían las 9 de la mañana.
El tiempo sobre la Ciudad de Panamá era despejado y soleado. Pero las apariencias engañan; las mayores emociones estaban por llegar. No habíamos volado veinte minutos con rumbo este cuando el estado del tiempo cambió de golpe. El avión se metió en espesas nubes tormentosas; el agua golpeaba el parabrisas con fuerza. El Piper comenzó a moverse como un papalote y, para colmo…, los rayos.
Esto de volar entre tormentas no me resultaba nuevo; sentí la resignación habitual al repetirse la historia, esta vez sobre el Darién. No hay nada más inútil, en circunstancias como esa, que perder el tiempo pensando en lo peor. Con “visibilidad cero”, teníamos que “volar por instrumentos” y me concentré en su lectura… tratando de entender algo. El avión “banqueaba” de un lado al otro; ascendía y descendía de forma abrupta, dejando la desagradable sensación de vacío en el estómago. Nadie hablaba. Sólo se oía el golpeteo de la lluvia mezclado con el zumbido de los motores.
La serenidad del piloto infundía confianza. Siendo un aviador panameño estaría acostumbrado a volar en semejantes condiciones. Cuándo llevábamos más de una hora de zarandeo, el altímetro indicó un lento descenso al tiempo que el avión hacía un perceptible giro hacia la izquierda, tomando un rumbo nordeste. Con el descenso, la zozobra iba quedando atrás, pero no cesaba de llover copiosamente.
San Blas desde el aire… y a ras del suelo.
En la medida que el avión descendía, la nubosidad se fue apartando hasta hacerse visibles el continente y el mar. El piloto señaló un punto en el litoral, mientras “banqueaba” hacia la izquierda y descendía más aún. Era San Blas.
Estábamos a unos 150 kilómetros de la Ciudad de Panamá. Al mirar a lo lejos, sobre el mar, un verdadero rosario de islas e islotes de todos los tamaños se perdía en el horizonte. El archipiélago se extiende a lo largo de 160 kms, de forma paralela y a poca distancia del litoral norte del territorio continental. Lo integran más de 370 islas, -algunas habitadas, otras no-, casi todas cubiertas del verdor de las palmeras y los cocoteros.
El piloto maniobró para que el avión descendiera y soltó el tren de aterrizaje. Delante de la nariz del aparato era visible una franja de color claro en medio del verdor: era “la pista”. Un poco más allá se extendía el mar hasta la próxima isla, no lejana. Un paisaje inolvidable en medio de la lluvia.
Menos de un minuto bastó para que el avión rodara por la gravilla, pues allí no había ni que pensar en una pista de asfalto. Pasaron varios segundos, pero el Piper seguía corriendo a gran velocidad. Delante de la nariz, al final de aquella caricatura de pista, se elevaba un promontorio rodeado de cocoteros detrás del cual estaba el mar. Hacia allí se dirigía la avioneta como una yegua desbocada.
El piloto inició un frenético pedaleo, utilizando el timón de cola como si fuera un abanico, al tiempo que con “los cuernos” movía los alerones…; nada. La inusual maniobra me aclaró de golpe la gravedad de la situación. Cada segundo el promontorio estaba más y más cerca. Casi al final de “la pista” maniobró para girar a la derecha y evitar el capotaje.
El tren de aterrizaje no rodó por la tierra reblandecida; se partió y, – en una milésima de segundo-, el avión se estrelló de barriga. La abrupta detención de las hélices subrayó el estrépito del impacto contra el suelo.
En medio de un angustioso silencio quedamos atrapados en la cabina. Comprobé que no estaba herido; sólo aturdido. El piloto apagaba todos los circuitos mientras yo me zafaba el cinturón de seguridad y trataba de abrir la puerta desencajada a empujones. Al fin lo logré y me deslicé hacia afuera por el ala, seguido por el piloto. Una vez afuera, corrí a abrir la puerta trasera del Piper, trabada también, para que salieran la guía, Omar y el técnico.
Nadie se había lastimado, pero la palidez de los rostros delataba el susto. Los tanques del avión estaban prácticamente llenos de gasolina de altísimo octanaje. Nadie podía saber que averías internas podría tener el maltrecho aparato, posibles causantes de una indeseada chispa. Nos apartamos lo más posible del desastre. Varios nativos daban vueltas corriendo bajo la lluvia alrededor del avión, pero sin acercarse.
Ya fuera de peligro y ensopados hasta los huesos pudimos apreciar con calma el resultado de aquel “aterrizaje”. El Piper descansaba de medio lado sobre el fuselaje, como una garza mal herida. El tren de aterrizaje no se veía. Un aspa de la hélice del motor izquierdo estaba doblada y enterrada en el fango. Las alas estaban visiblemente quebradas. Estoy lejos de ser un experto, pero me pareció que aquel Piper Seneca II acababa de rendir su último vuelo.
Los indios Cunas que nos rodeaban nos miraban con curiosidad, sorprendidos de que aquello no hubiera terminado peor y tal vez preguntándose, -en su milenaria formación animista y supersticiosa-, qué clase de hechiceros foráneos acababan de llegar a San Blas de forma tan estrepitosa.
Bienvenida a lo Cuna
Nuestra aún asustada guía y el piloto entraron en contacto con el representante local de la Guardia Nacional de Panamá. El piloto debía informar por radio a su base y yo debía presentarme ante las autoridades indígenas.
Aturdido aún por el sofocón pasado, acompañé al joven suboficial de la GNP hacia un gran caney donde estaban reunidos unos treinta Cunas con el Sáhila o cacique al frente. Era una reunión habitual de los miembros de la comunidad. Todos hablaban por turnos, en su lengua, sentados en círculo. Todos eran hombres. No recuerdo haber visto una sola mujer en la penumbra de aquel recinto.
Cuando el Sáhila habló, el guardia me tradujo al español, en voz baja, que éramos bienvenidos en San Blas. No hubo presentación de ningún tipo ni tuve que pronunciar un discurso de agradecimiento, pero debí permanecer sentado hasta que el guardia me indicara que podía irme.
Había una parte del protocolo que no pude adivinar hasta el último segundo. No por casualidad la guía panameña, el camarógrafo y el técnico se perdieron de vista. El ritual consistía en que, mientras el Sáhila y los reunidos hablaban, se iban pasando de mano en mano un tazón con no sé qué mejunje, del que todos iban bebiendo un sorbo.
Inevitablemente, el tazón llegó a mis manos. No iba a ser yo el que profanara la ancestral costumbre de los Cunas para recibir a sus visitantes, y probé el mejunje del tazón… del que ya habían bebido todos los reunidos.
A una indicación del guardia, me levanté y salí del caney preguntándome qué nueva sorpresa me depararía el destino. Decididamente aquel 25 de julio era un miércoles bien atravesado para ponerme a prueba.
Un ideal irrealizable
El piloto había hablado con su base y enviarían otro avión a recogernos por la tarde. Lo vi preocupado y no era para menos. Nunca supe cuál fue la causa de que el avión no frenara como debió hacerlo, pues no me atreví a preguntarle. Nos acercamos al avión desbaratado y Omar le tiró varios planos, pero la Ikegami era una cámara muy costosa para exponerla a la lluvia.
No lo comenté con nadie, pero percibí entre los nativos un velado ambiente de rechazo a los que fuimos capaces de desafiar los designios de la Divina Providencia. Después supe que los Cunas ven la muerte como la forma bienvenida de llegar a “La Casa Celestial del Padre” y allí reunirse con sus ancestros. Sospecho que haber sobrevivido al desastre nos marcaba como “herejes”.
Fue muy poca la información que obtuve sobre la Nación Cuna en aquellas cinco horas de estancia en San Blas. Ante la imposibilidad de filmar, recorrí la aldea bajo la lluvia persistente para observar de cerca los rasgos de aquella curiosa raza arrinconada en una franja del Istmo de Panamá, donde compartían sus esfuerzos en el trabajo colectivo, conjurando malos espíritus, invocando a los buenos, evitando a los murciélagos porque “encarnan al demonio” y donde todo, -incluidos el mar y los cocoteros-, era propiedad de todos.
Los Cunas, -hombres y mujeres, jóvenes y ancianos-, se caracterizan por su físico esmirriado y su baja estatura. Ningún adulto sobrepasa 1,5 m. Son cabezones, de rostros anchos y piel aceitunada, más bien narizones, de piernas cortas y pies pequeños.
No se puede aplicar a las mujeres Cunas nuestros patrones estéticos; pero juraría que buscan en los variados diseños y colores, y en las figuras geométricas o zoomorfas de sus “molas” (blusas), una forma de destacar “su belleza”. Sólo viéndolas coser a mano se podía apreciar que las indias Cunas desplegaban extraordinarias habilidades manuales y sentido artístico en la confección de sus ropas.
Las familias Cunas celebran con una gran fiesta la primera menstruación de sus hijas. Traen de sus áreas de cultivo, en el continente, los productos de origen pecuario y agrícola, preparan pescado y elaboran chicha en cantidades suficientes para brindar a sus invitados durante el convite, conocido como Fiesta de la Pubertad. A partir de ese momento la joven casadera exhibirá un amplio cerquillo sobre la frente y cubrirá su cabeza con un paño de colores llamativos, generalmente rojo y amarillo. No pueden faltar los anillos de metal dorado colgados de la nariz y de las orejas, que habrán de ser cambiados en la medida que crezca la muchacha.
No sé si con el tiempo habrá cambiado la costumbre, pero hasta el s. XX era la joven casadera la que escogía al hombre de su vida. Este tenía derecho a negarse. Si aceptaba, era llevado en hombros de sus amigos para la casa de la novia y así sus suegros “ganaban un hijo”. No concebían la separación de la pareja. La unión era, -literalmente-, “hasta que la muerte los separe”. Y si esta llegaba…, la solución era “el olvido”.
Los Cunas que conocí profesaban gran respeto y consideración por sus mujeres y daban mucha importancia al nacimiento de las niñas. Las indias Cunas que vi en San Blas agradecían que el visitante les comprara sus “molas” y collares de caracoles, conchas, semillas y dientes de animales traídos del continente, pero no les gustaba ver cámaras delante de ellas. Ya me habían alertado de que a los Cunas no les agrada que se les filme o se les tomen fotografías, pues “se les escapa el alma”.Entre las supersticiones de los Cunas y la lluvia, era imposible actuar en términos de realización. Tal vez una oferta en contante y sonante hubiera bastado, pero digamos que no encajaba en mi presupuesto. No hice ni el intento. La idea peregrina de entrevistar al Sáhila, al Nele (brujo y curandero), al Kantule (cantante) o al más humilde de los habitantes de aquellas islas paradisíacas, se me quitó de la cabeza. La historia, las vivencias, los testimonios, la vitalidad y los colores de la Nación Cuna estaban allí. Pero el documental al que yo aspiraba era un ideal irrealizable. Como solía decirme mi abuela: “Te quedaste con las ganas…”.
Nunca me pesó haber promovido aquel viaje infructuoso al Archipiélago de San Blas ni haber pasado por el desastroso aterrizaje del avión. Pero sentí muchísimo no filmar aquellos nobles paisajes, donde la vistosidad y colorido de las ropas femeninas contrastaban con el verdor de las palmeras y el azul de las playas, de una forma sólo igualada por las guacamayas y otras aves selváticas.
Pero de algo sí salí convencido durante aquella visita a San Blas: los indios Cunas eran indios de verdad(5), pese al error histórico de Colón de llamar a los aborígenes del Nuevo Mundo por un gentilicio ajeno que la fuerza de la costumbre ha perpetuado. En aquella accidentada visita a la Nación Cuna conocí a los legítimos descendientes de una raza milenaria, anterior, -según algunos estudiosos-, a la Era Cristiana, presentes aún…, -y supongo que felices-, en aquel rincón del mundo ubicado en el litoral nordeste del Istmo de Panamá.
Un brindis por la supervivencia.
Nunca más volví a Panamá. De haberlo hecho me hubiera gustado visitar el antiguo San Blas, hoy Guna Yala desde que en 2011 se reconoció oficialmente la pronunciación correcta del nombre de su raza. Claro que, al buscar informes actuales sobre Guna Yala, saltan a la vista toda clase de inquietantes anuncios comerciales y turísticos.
Yo recuerdo a los Gunas que pude ver en San Blas en 1979… y ahora me pregunto si podrán sobrevivir a los avatares del mundo actual. Una raza que sobrevivió a los conquistadores europeos; que nunca admitió mezcolanzas con extranjeros, -a pesar de la dramática y enrevesada historia de esas tierras-, es una raza que debió y debe mantenerse pura todavía. Ojalá que así sea.(6)
¿Qué cómo terminó aquella accidentada visita a lo que conocí como San Blas y siempre fue Guna Yala? Pues regresando aquella tarde a la Ciudad de Panamá en un avión idéntico. Después de un reconfortante baño y ropa limpia, la pasamos “esperando el 26” en la Embajada de Cuba. Era la noche del miércoles 25 de julio de 1979 y estábamos invitados por el embajador.
Pasadas las doce, -al regresar al hotel-, en vez de ir hacia la puerta del elevador fui hacia la puerta del bar. Preferí una banqueta solitaria frente al mostrador de caoba, pulido como un espejo. Me faltaba hacer un brindis.
Ya estaría amaneciendo en San Blas cuando recordé el ritual del brebaje con los Cunas. El barman me sirvió un último doble de Carta Vieja “a las rocas”. Levanté mí vaso: “Felicidades, Armando Andrés Gabriel…, puedes decir que volviste a nacer en la Tierra de los Cunas…” Terminé mi trago y me fui a dormir. ¡¡Qué miércoles…!! Creo que vale la pena recordarlo…, antes que se me olvide.
(1) Me resulta muy grato conocer de cerca a los aborígenes de nuestras tierras, sin tener que recurrir a estudios arqueológicos ni a libros de texto. En toda esta historia me refiero indistintamente a San Blas y a la Nación Cuna porque así se los conocía entonces. El nombre histórico de la comarca era San Blas. Desde finales del s. XX se la llamó Kuna Yala, (Tierra Kuna), pero desde 2011, para resolver problemas de orden fonético, se reconoció oficialmente como Guna Yala, y así la pronunciación se correspondería con la lengua de la etnia Guna. De todas formas, no creo que los verdaderos problemas de los Gunas y otras etnias precolombinas sobrevivientes en este hemisferio sean de orden fonético.
(2) Omar de la Cruz Rey. Camarógrafo del NTV con una muy destacada ejecutoria profesional de más de 45 años, fallecido en La Habana, el 1º de julio de 2019.
(3) Las garzas originales que dieron nombre al Palacio fueron traídas del Darién como un regalo del poeta panameño Ricardo Miró al presidente Belisario Porras, en 1923, tras la remodelación definitiva promovida por el mandatario. No tengo idea de cuántas garzas habrán sido huéspedes del Palacio desde entonces. Pero hay una anécdota que merece mención: en 1978, después de la firma de los tratados canaleros, el entonces presidente de los EEUU, James Carter visitó Panamá con la Primera Dama, Rosalynn y un grupo de senadores. Previamente, el Servicio Secreto fumigó el Palacio. Las desdichadas garzas allí presentes murieron de asfixia. Hubo que traer garzas nuevas. Cosas de los yanquis.
(4) Lo de “los cuernos” obedece a la forma del volante, que sugiere la cornamenta de un bovino.
(5) Con los Gunas no me sucedió como años atrás en Canadá. Me encontraba en Montreal, en 1973, interesado en filmar la vida de las poblaciones autóctonas. Se me ocurrió pedirle a un amigo que me llevara en su auto a una reservación india cercana para filmar un reportaje. Su reacción me sorprendió: “Ni pierdas el tiempo. Esos son indios hasta las cinco de la tarde. A esa hora cada uno se monta en su Ford Mustang y se van pal´c…..” Los Gunas tampoco eran como los amerindios en guayaberas que conocí en 1975, en lo profundo de la Guayana Esequiba, navegando en piraguas impulsadas por motores fuera de borda, mientras llevaban al hombro sus radiograbadoras estereofónicas y relojes digitales en las muñecas. Al notar mi asombro, un camarógrafo guyanés me aclaró: -“Es el desarrollo…”
(6) Las cifras sobre la población de Guna Yala son preocupantes. En 2010 se calculaba en unos 31 mil habitantes, con tendencia a una disminución progresiva. Esto pudiera ser una triste realidad si se da crédito a un censo del año 2000, que reflejaba una cifra superior a 61 mil. No es mi objetivo profundizar en la historia de Guna Yala ni la de Panamá. Sólo señalar que la historia de Panamá ha estado marcada por la historia del Canal… y de sobra sabemos quién está detrás de esa historia.
Habana del Este, 20 de mayo de 2020.
Cómo disfrutaba oír esas anécdotas cuando llegaba de algún viaje. Esta fue una de mis favoritas a pesar del terrible miedo del accidente en sí pero como anécdota ya había pasado, y quedaba el sabor de la aventura… Excelente!
Ayer te oía extaciada y hoy te leo!!! Muy talentoso!! ❤❤.
Muy interesante historia Armando, un placer haber podido leerla. Sldos.