Buscándole la quinta pata al gato, diferentes autores se remiten a los posibles antecedentes de la insubordinación en curso dentro de Estados Unidos. Unos comparan la actual pandemia con la ocurrida por influenza en 1918, igualmente muy letal, pero no hay registros de rebeldía ciudadana para aquel momento.
Reacciones muy similares sí existen en hechos como el ocurrido en 1992, en Los Ángeles, cuando cuatro policías blancos actuaron de modo brutal contra el afro norteamericano Rodney King. En aquel momento, los disturbios ocurrieron en un marco territorial limitado, en tanto ahora, el fenómeno se desencadena de costa a costa, en casi todos los estados.
Protestas masivas en EE.UU. hay muchas y no tan lejanas, aunque siempre sea preciso remitirse a las ocurridas durante la lucha por los derechos civiles con un punto terrible, como fue el asesinato de Martin Luther King en 1968. Recurrente referencia vinculada a problemas muy graves, endémicos, no sujetos a atención esmerada, de lo cual dan cuenta sucesivos episodios de injusticia y brutalidad policial contra los ciudadanos negros.
A los afro norteamericanos se les deben reparaciones de larga data. Son trabajadores en labores expuestas, sobre todo durante etapas como la de esta trágica COVID-19. Son, asimismo, mayoría entre los desempleados antes y después de la epidemia y segmento ciudadano con la mayor cifra de víctimas por el Sars-Cov-2, pues, entre perceptibles razones, son personas con padecimientos preexistentes –no atendidas por falta de seguro médico o por ser este insuficiente- y debido a tales factores, resultan muy vulnerables.
Esas grandes deficiencias acumuladas con segregación laboral y humana, es consecuencia de una desigualdad estructural grave, padecida desde hace mucho que influye en cualquier sucesión de hechos. Pero hoy, a los abusos, incumplimientos de promesas y compromisos, se les añaden componentes enfebrecidos provocados por la innoble actitud de Donald Trump.
El presidente no apacigua, antes bien, provoca o aumenta tensiones. Bajo el comodín de ser un “defensor del orden”, funciona al revés, al vulnerarlo, y provocativamente.
Se conoce que varios de sus antecesores, ante procesos de protesta parecidos al actual, buscaron avenencias. Si fueron medidas honestas o si tuvieron carácter interesado, lo cierto es que aplacaron varios incendios sociales. No es el caso en este momento.
Trump no acude a experiencias anteriores ni a la lógica del caso, porque él se considera superior y tiene todas las ases en la mano. Por eso llama flojos y estúpidos de los gobernadores y les insta a emplear la Guardia Nacional, funcionar con agresividad, encarcelar con altas condenas, proceda o no.
Poco le importa si los europeos condenan el “abuso de poder” usado por la policía contra George Floyd, asesinado sin misericordia. Y ¡cuidado! que Bruselas puede ganarse una reprimenda o sanciones, el arma favorita de este bronco energúmeno que de estadista no tiene un gramo.
Su paranoia ego centrista atrae rechazo. Es lo ocurrido en medio de la turbulencia, cuando fue a una sesión de fotos propagandísticas en dos templos cristianos.
“Encuentro desconcertante y reprensible que cualquier instalación católica se prestara a ser tan atrozmente abusada y manipulada de una manera que viola nuestros principios religiosos, que nos instan a defender los derechos de todo el mundo, incluidos los de aquellos con los que podemos no estar de acuerdo”, señaló el arzobispo de Washington D.C., Wilton D. Gregory, en nota divulgada por la archidiócesis.
La obispa Mariann Edgar Budde, a cargo de la supervisión del templo, a su vez dijo: “Ni siquiera rezó (…). Quiero que el mundo sepa que, en la diócesis de Washington, siguiendo a Jesucristo y su amor, nos distanciamos del lenguaje incendiario de este presidente”.
“Escribo para demandar los documentos e información relacionados con los inquietantes reportes de que el Servicio Secreto de EE.UU. estuvo implicado y podría haber dirigido el uso de gases lacrimógenos y balas de goma contra los manifestantes pacíficos frente a la Casa Blanca con fines de facilitar la posibilidad de una foto para el presidente Donald Trump” plantea, en otro orden de elementos, una carta del congresista Gerald Connolly, dirigida a James Murray, jefe de la entidad aludida.
Y es que para halagar la desmedida vanidad del presidente, sus posiciones de fuerza usando la religión como escenografía, fueron atropellados derechos ciudadanos. Periodistas que sufrieron lesiones con balas de goma en el incidente, acreditan el uso de ese tipo de armas y el empleo de gas pimienta directamente aplicado contra los ojos de los manifestantes pacíficos, en acto semejante al usado por los gendarmes chilenos que dejaron ciegos a cientos de jóvenes durante recientes demandas, solo aplacadas por la pandemia.
Trump viene justificando sus excesos refiriéndose a saqueadores y violentos. Nada justifica el vandalismo, pero es preciso considerar declaraciones como la del gobernador de Minnesota, Tim Walz, quien hizo referencia a informaciones que achacan a supremacistas blancos las iracundas protestas en Minneapolis, ciudad donde se registró el crimen y epicentro inicial de la insubordinación.
En apoyo de esa eventualidad y consideraciones de alcance para no dejar en el hielo, en un análisis objetivo de este y otros problemas, aparecen las declaraciones de Christopher Wray, director del FBI. El asegura que casi todos los procesos investigativos sobre terrorismo doméstico, encuentran formas directas o tuteladas por la participación de esos grupos extremistas a los cuales no pasa nada.
Este tácito levantamiento social es asunto capaz de desarrollarse de formas diversas. Ninguna será definitiva y mucho menos lisonjera.