Daniela (Dan), Laura y Mónica, las estudiantes de periodismo que trabajaron como voluntarias en centros de aislamiento para sospechosos de la COVID-19 en Matanzas y La Habana, ya están en casa. Tras llegar el resultado negativo de su PCR, Dan pudo ver un pedazo de su bahía matancera, antes que el ómnibus que la trasladada de regreso a su hogar, hiciera la parada que la llevó directo a los brazos de sus padres.
Laura, encontró un nuevo inquilino en casa; sus días en la Habana Vieja ahora llegan también con los sonoros ladridos del pequinés de la vecina y la alegría con que se escapa a jugar con ella durante varias horas; y a Mónica, el aguacero que la recibió en casa le limpió todas las añoranzas, con fuerza de lluvia fresca los abrazos maternos se le impregnaron en el alma y la revitalizaron.
Aquí, llegan las últimas misivas publicadas en Destinatario Zona Roja, sección exclusiva de la revista Alma Mater para sus redes sociales donde, en los pocos momentos libres que dejaron las arduas jornadas de labores, plasmaron su día a día en los centros de aislamiento.
XV
Hola, mis niñas valientes:
Hoy fue un miércoles largo. Salimos de la cama bien temprano, en espera de la visita del doctor que nos enviaría hacia el local donde se realiza el PCR. Tuvimos una mañana marcada por la impaciencia: nos trajeron el desayuno, la merienda, el papel higiénico, los jabones y hasta almuerzo; sin embargo, nunca llegó el turno de someternos al exudado nasofaríngeo. Nada. Otro día más en aislamiento, sin fecha conocida de regreso al hogar.
Hace nueve soles terminamos nuestra misión en el centro de aislamiento para sospechosos de la COVID-19 radicado en la Universidad de Matanzas. Desde entonces, estamos del otro lado de la puerta. Ahora somos los que recibimos la comida en la habitación; a los que colocan el termómetro diariamente; los que respondemos: «bien», cuando los doctores preguntan sobre nuestra salud; los que debemos permanecer internados en un cuarto para evitar posibles contagios.
Aquí no la pasamos mal, estamos muy cómodos y bien alimentados, pero sin pensarlo dos veces cambiaría el aire acondicionado y el pollo asado por el ventilador de mi cuarto y las hamburguesas caseras que hace mi mamá.
Por suerte, tenemos contacto con Josué, la profe Belkys y las doctoras Leydis y Yeslin. Cada tarde realizamos una tertulia desde nuestros respectivos balcones, hasta que llegan los mosquitos y corremos a cerrar el dormitorio.
El encierro no es sinónimo de inactividad. Luego de tres jornadas durmiendo, decidimos convertir este tiempo en un período de reposo turbulento. Con Maureen he aprendido que, en expresiones jurídicas, casación no significa casarse, que un auto no es un carro y que los derechos reales no se asocian a la realeza. Ella, por su parte, ya sabe diferenciar un reportaje de una nota informativa; entiende un poco de gestión de redes sociales y hasta se rompe la cabeza con las especificidades gramaticales.
Hacía tiempo no encontraba tanta inspiración. Dedico mis horas a adelantar algunos proyectos congelados en el tiempo, y me estoy dando el gusto de crear y editar nuevos trabajos. Lo único que va quedando pendiente es embullar a mi compañera para dedicar un rato a bajar las libritas de más.
Parece que poco a poco la vida gana terreno en nuestro pueblo. Siempre estamos pendientes a las noticias. Nos informamos con el parte diario del Ministerio de Salud Pública. Lloramos de emoción con la llegada a Cuba de los hermanos de la Brigada Henry Reeve. Y, por supuesto, vitoreamos cada noche cuando el reloj marca los nueve. Espero volver pronto a aplaudir desde mi portal, junto a las cornetas de los niños, las cazuelas de mis vecinos y las palmadas de mis padres.
Solo me queda tener paciencia. A veces me siento a observar los ómnibus cargados de personas que, tras recibir su resultado negativo, se marchan a casa felices y aliviados.
—¿Cuándo me tocará recorrer esa carretera de vuelta a la ciudad que me vio nacer?— me pregunto mientras los vehículos se pierden en el horizonte.
Pero tranquilas, a pesar de todo, no voy a dejar que la nostalgia me arrebate la sonrisa.
Un abrazo del tamaño de mi bahía,
Dan
XVI
Dan:
Por acá va saliendo el sol y comienza el ritual diario:
7:30 a.m
Los voluntarios tocan a la puerta. Dejan el desayuno. La vida sigue…
8:00 a.m.
Revisión médica. Los doctores toman la temperatura, y preguntan por nuestra salud. La vida sigue…
10:00 a.m.
Los estruendos rítmicos de los médicos sobre la puerta sirven de alarma para el gran momento: ¡El PCR! La vida se paraliza.
Tres médicos vestidos de verde, de nasobuco a botas, nos recordaron a nosotras mismas cuando, hasta hace poco, cruzábamos a la Zona Roja en el centro de aislamiento Alamar VI. Pocos minutos después llegó el momento de la prueba. Un test de nasofaringe, rápido, pero incómodo. ¿Incertidumbre o miedo? Tal vez un poco de ambos. Ahora estamos en el mismo lugar de los que una vez fueron nuestros “pacientes”. Viviremos un pequeño calvario hasta conocer los resultados.
¡Cuántas contradicciones en estas últimas horas! Unidos. Separados. Alegría. Tristeza. Premura. Lentitud. ¡Así estamos!
Confesiones, enseñanzas eternas y sentimientos fundidos al calor del peligro, eso nos deja esta aventura; más que aventura, un viaje que recordaremos para siempre. Visitar otro país nos hubiera dejado suvenires. Esta ruta hacia el interior de la lucha por la vida nos dejó como grandes recuerdos las experiencias vividas; nos hizo mejores.
En 72 horas, máximo, ya no estaremos aquí. Saldrán de este lugar personas más humanas, más crecidas. Saber de las verdades del ser humano en situaciones extremas, comprender la esencia de cada uno, vivir y dar en la misma medida, son las mayores riquezas que nos dejará la COVID-19.
El Sars-CoV-2 se irá, y aquí estaremos. Tú mejor que nadie lo sabes. ¡Seguiremos luchando!
Hasta siempre, amiga,
Laura y Mónica
XVII
Laura y Moni, mis nuevas confidentes:
Cuando era niña le tenía fobia a pasar la noche fuera de casa. Acostarme sin el beso de mis padres significaba una madrugada llena de pesadillas, y hasta llanto. Sí, era una pequeña consentida con un naciente espíritu de aventura.
Luego crecí y, poco a poco, tuve menos miedo al anochecer. A esta altura puedo presumir de conocer varias terminales interprovinciales del país. No obstante, a pesar de mis inventos y travesías, nunca había estado más de cinco días sin dormir cerca de mi familia. Hoy será mi oncena jornada como paciente en el centro de aislamiento: suman 24 las noches sin descansar en mi cama.
Desde ayer, soy una de las miles de personas que en Cuba se han sometido a la prueba de reacción en cadena de la polimerasa en tiempo real (PCR, en Inglés). La experiencia no fue tan incómoda como pensé: «De lo malo se sale rápido», así lo asumí, y fui de las primeras en entrar al local donde se realiza el examen. Ahora, para el resultado, solo queda que algún especialista de laboratorios analice mi muestra. Creo que ya queda poco para el regreso a mi hogar.
Parece que casi termina la batalla. Esa que muchos universitarios nos atrevimos a enfrentar, a pesar de no tener nociones de Medicina. Soy testigo de que los tiempos difíciles juntan a personas extraordinarias; todas con defectos y virtudes, pero igual de valientes. Tuve la suerte de compartir este pedacito de lucha con varios estudiantes, algunos nuevos en mi vida y otros que desde hace tiempo forman parte de ella. No importaba la edad o la carrera, ni siquiera la universidad de donde veníamos. Éramos un grupo de jóvenes matanceros dispuestos a colaborar en la defensa de la vida.
Recuerdo a Dayana, nuestra casi diseñadora, quien vestía orgullosamente su pulóver del ISDI mientras ponía creatividad y estilo al servicio del bien común. Para inmortalizar cada momento, teníamos a David, el fotógrafo: unió el arte de la imagen con el de apoyar a los protagonistas de sus instantáneas. Directamente del hermoso balneario de Varadero llegó Dariel, futuro Ingeniero Químico, que dejó de utilizar el cloro como material de estudio para emplearlo contra cada virus maligno que podría atravesarse en nuestro camino.
En el trayecto también conocí a Juan José, un “cujaeño” del alma que en el centro de aislamiento se convirtió en hermano, hijo y nieto de los pacientes. Cómo olvidar a Josué, el miembro más hiperactivo y cariñoso del equipo, que a ritmo de reggaetón y trap fregaba enormes cantinas de comida y tendía uniformes verdes “al cantío de un gallo”.
También estaba Álvaro, uno de los mejores amigos que me ha dado la universidad, y que dejo su tesis a un lado para dedicarle su esfuerzo a una tarea más complicada. No se imaginan cuántas veces nuestra rutina se vio interrumpida por alguna consulta jurídica, pues Maureen siempre tenía puesta la toga —que aún no le han otorgado oficialmente— para impartir justicia en la misión más humana de estos tiempos.
Sin dudas, la COVID-19 no logró quitarnos la alegría, el distanciamiento físico no pudo contra el cariño y la tristeza se quedó corta al lado de la amistad formada y cimentada. No sé si volveré a ver a todos los seres maravillosos que conocí en esta etapa, sin embargo, lo que logramos juntos será más fuerte que el tiempo y la distancia.
Un abrazo grande, mis pequeñas,
Dan
XVIII
Dan, hermana de labores:
Entre nasobucos, llegan los recuerdos de cómo comenzó todo: al principio, evadir saludos nos parecía exagerado, y llevar la boca cubierta era cuestión de ocasiones. El nuevo coronavirus era como un chiste. ¿Un chiste? Esta bromita ha cobrado miles de vidas, y todavía sigue aumentando su saldo fatal. Cuando termine el aislamiento social nos hará volver a una nueva normalidad, este ya no será más el mundo que dejamos atrás.
Recuerdos: dos manos se evitan; un par de codos chocan; casi tres meses de la última clase, de la tiza que nunca llegó a despedirse de la pizarra. El polvillo disperso en el suelo fue el último habitante de las aulas de FCOM ¡Nosotras tan incrédulas! Nuestra despedida: “Nos vemos el mes que viene” ¡Locas!
Llegamos a casa. Entre las paredes del hogar nos acercábamos a la familia como la velocidad habitual de la vida no nos permitía. Videos y pautas para ocupar el tiempo; y el WhatsApp que nos impedía alejarnos del resto del grupo de primer año de Periodismo.
Recuerdos: nuestro primer día de voluntarias en el centro de aislamiento Alamar VI; llamadas de la familia para repasar las medidas higiénicas tomadas en la jornada; una mañana frente al TV viendo un reporte con agradecimientos de nuestros pacientes; noches en vela.
Ahora, que es a nosotras a quienes cuidan, y somos quienes esperamos el resultado del PCR, nos asaltan flashazos de aquellos días de labores: la incertidumbre de la primera madrugada en la Zona Roja; las tensiones por hacerlo todo con cariño, pero obedeciendo los estrictos protocolos sanitarios; las lágrimas desobedientes tras la máscara, que eran como un punto de fuga para el cansancio corporal; el sudor oculto en telas verdes; las risas escondidas en un nasobuco cómplice, y el aroma reparador del café recién colado.
Estos días, mientras miramos a través de las persianas que nos regalan el azul del litoral y esperamos los resultados de un test que no llega, nos golpea la añoranza del hogar: ¿Habrá cambiado algo en casa?
Tras casi un mes de nuestra ausencia puede que existan algunas diferencias ¿Seguirán en la misma posición los muebles de la sala? ¿Habrá dormido alguien en nuestras camas? ¿Habrá intervenido alguien en el habitual reguero de nuestros cuartos? ¡Extrañamos tanto!: el bullicio del barrio, y hasta los regaños maternos…
Cuando regresemos nos esperan las colas para conseguir suministros, los rituales de limpieza, los estudios pendientes, y las llamadas interminables a los amigos. Ese será nuestro día a día. Algo es seguro. A pesar de todo, los abrazos del reencuentro serán inevitables; igualmente, los besos con nasobuco y las noches de cuentos en familia.
Cada día está más cerca el triunfo de la vida, al que las tres aportamos.
Cuídate mucho,
Laura y Mónica
XIX
Laura y Mónica, mis campeonas del alma:
Es curioso, hoy hace exactamente un mes de aquel llamado de la Patria, ese que me dio la oportunidad de entrar como voluntaria al centro de aislamiento para sospechosos de la COVID-19 en mi Universidad de Matanzas. Treinta noches atrás comenzaron los desvelos y las preocupaciones de mis padres. Ahora, con mi PCR negativo en mano, al fin puedo decir que cumplí sana y salva la misión más importante que me ha encomendado la vida.
Desde ayer estoy en casa, y aunque no hay nada como el hogar, les confieso que extraño mucho a la nueva familia que hice durante esos 27 días lejos de mis seres queridos.
El resultado del test llegó cuando más desanimadas estábamos. Habían pasado 72 horas desde que nos sometimos a la prueba, sin embargo, ni los médicos tenían la esperanza de que los resultados llegaran antes del lunes. Entonces, sonó el teléfono, era la profe Nancy, con el corazón en la boca contesté:
—¡Negativooooooooooo!— dijo entusiasmada aquella madre que nos cuidó a todos como a sus hijos.
Cuando la doctora nos dio oficialmente el alta, ya habíamos recogido media mudanza. Vimos que Josué, nuestro compañero de batalla, se había quedado a un lado. Nos dolió mucho saber que su muestra resultó Inhibida, al parecer, tendría que quedarse más días en aislamiento hasta recibir su resultado definitivo. Fue muy duro marcharme, y dejar a un hermano solo, eso me robó la alegría de un momento que debía ser maravilloso. Me despedí, y por primera vez en cuatro semanas, rompí las medidas de seguridad. Lo abracé muy fuerte y traté de animarlo.
—Cuídate y pórtate bien. Te vamos a extrañar— le grité con el poco aliento que me quedaba.
Esta mañana recibí su llamada, al fin estaba esperando el taxi que lo llevaría a casa. Imagino que ahora estará feliz con la familia que tanto necesitó durante esta etapa.
El día de nuestra partida, mientras esperábamos los ómnibus, vi a los amigos con los que no había tenido contacto durante días. Cada uno victorioso y preparado para volver con los suyos hasta el próximo combate.
Las guaguas prendieron sus motores y en segundos estuvimos frente a la bahía que tantos amamos. Durante el viaje conocí a Pedro Antonio, un enfermero que me contó sobre sus cientos de décimas dedicadas a Fidel, a Cuba y hasta al Coronavirus, él será mi próximo entrevistado.
Cada parada fue un momento de emoción: vi a un doctor del Hospital Militar abrazando a sus padres ancianos; y a Yoan, nuestro fumigador, saludando a sus camaradas desde una ventanilla; repentinamente me di cuenta que el siguiente destino era mi barrio.
Pasamos cerca del parque donde había jugado de niña y comencé a sollozar. En segundos divisé la fachada amarilla y roja de mi casa, los sillones del balcón, y a mi madre en la puerta, llorando con la misma intensidad que yo. Me encontré en medio de la calle, entre los brazos mamá y papá. Los vecinos comenzaron a aplaudir y, entre lágrimas, solo atiné a dar las gracias.
Es increíble como todo va mejorando. Hace poco contacté con el médico que atendimos durante nuestras labores. Me contó que ya había vencido a la COVID-19 y que se encontraba sano, y otra vez junto a su hijo. También, supe que son menos los pacientes que ingresan a la Zona Roja donde colaboramos. Creo que después de tanto sufrimiento el mundo será un lugar mejor.
Muchos dicen que somos héroes. En lo personal, no estoy de acuerdo con eso. Es verdad, ayudamos a los que necesitaban de nosotros. Dijimos sí a la convocatoria a una labor que muchos se negaron a enfrentar. Nos arriesgamos, pero ahora, cuando rebobino esta historia hacia atrás, me doy cuenta que no es suficiente. La pandemia ya ha matado demasiadas sonrisas, cuando logremos controlar ese peligro creo que verdaderamente nos podremos llamar héroes.
Ya mis pies no están llenos de las ampollas que me dejaron las botas; mis manos recuperaron la salud que el cloro les arrancó; y hasta volví a ganar los kilogramos que con tanta felicidad había perdido. Pronto volveré a mi Universidad, no sé si como voluntaria o como una estudiante más. Sigo siendo Daniela, la gordita de espejuelitos que estudia Periodismo en Matanzas. Solo que ahora decidí amar mucho más la vida.
Un abrazo grande, hermanas. Cuando todo mejore, nos conoceremos físicamente, sin letras de por medio. No voy a decir adiós, siempre prefiero un hasta luego.
Dan