El autor se levanta a desayunar en su aislamiento sanitario, y enciende el televisor para poner su canal preferido, Telesur. Se suceden noticias sobre el aumento de feminicidios —femicidio parece otra forma de asesinato, pero contra el idioma— y sobre maltratos que, sufridos por mujeres, se multiplican en el confinamiento hogareño provocado por la pandemia de covid-19. Añádase que si por esa enfermedad mueren muchas mujeres, también la cifra de asesinadas en actos de violencia de género resulta escalofriante, mientras que no hay razones para hablar de masculinicidios.
El reporte de Telesur se refirió igualmente a la ablación, práctica a la que se ven sometidas incontables niñas que cargarán con los resultados de ese acto antinatural a lo largo de su existencia, por tradiciones “culturales” y creencias “religiosas” que reinan en su entorno. En particular el reporte informó que al menos en Sudán se ha dictado una ley para prohibir el crimen, pero de momento no pasa de ser un elemento formal, y no impide que la mutilación siga practicándose por manos no profesionales y sin las mínimas condiciones higiénicas, por lo cual abundan infecciones y muertes.
No es un procedimiento que pueda compararse con la circuncisión, también de origen religioso, pero a la cual, además de que en ocasiones resulta necesario llevarla a cabo, se le reconocen ventajas sanitarias. La ablación femenina es nada menos que una forma de castración, y brutalmente priva del clítoris a la mujer para que no experimente placer, lo que algunas creencias consideran que en ella es indecente. ¡Oh, dioses!
Si el autor se extiende en ese tema no es por morbo, sino porque sospecha que ese crimen no es tan conocido como debería ser para que su repudio sea cada vez más universal y, sobre todo, para que se le ponga punto final. Podría compararse solamente con la monstruosidad consumada al calor del “derecho” que en tiempos no tan remotos, ni tan pasados del todo en cuanto a secuelas, los señores creían tener para que los siervos cantantes de su corte fueran castrados en la infancia, de modo que no les cambiara la voz, aparte de que así ellos, los señores, tendrían menos rivales masculinos en su cercanía.
O con otra monstruosidad que —según versiones— también se cometía: privar de la vista a cantantes y músicos para que amenizaran encuentros de toda índole en las cámaras señoriales sin ver lo que ocurría en ellas. Ojalá todo eso fuera historia antigua y no hubiera dejado secuela de ninguna índole en los tiempos actuales.
Terminado el desayuno, se sienta el articulista frente a la computadora y lo primero que le llegan son dos textos reales, dos tuits que citará íntegramente, salvando si acaso alguna errata ostensible, alguna pifia ortográfica. Subraya que son reales, para que nadie piense que las posiciones que expresan solo pueden hallarse en textos inventados. Pero no menciona nombres, porque no le interesa atacar a personas ni promover polémicas con ellas. Solo impugna ideas, aunque estas no viven sino sobre los hombros, es decir, en la cabeza, de personas.
Uno de los textos aludidos dice: “Esto lo comparto porque lo apoyo. Me tienen cansado con las e, las x y las @”. El otro, menos escueto, proclama alborozado: “¿Se han fijado cómo en ningún momento nadie anduvo diciendo ‘Los contagiados y las contagiadas’? // Esto es prueba irrefutable de que cuando las cosas se ponen serias, nadie tiene tiempo de pendejadas”.
Las cosas serias son las circunstancias generadas por la pandemia de covid-19, sobre la cual diariamente el parte de Salud Pública tiene el cuidado de diferenciar los estragos que la enfermedad ocasiona entre las personas femeninas, y los que causa en las masculinas. Pero para quien escribió esas líneas el lenguaje inclusivo es —no hay más opción que citar— cuestión de pendejadas.
Aún no se ha dicho que el texto avalador lo escribió un hombre, y el avalado es obra de una mujer. No se trata de proponer aquí que se lleve a extremos irracionales el uso del lenguaje inclusivo, pero sí de insistir en que este no es fruto de caprichos: reacciona contra un hecho que no tiene explicación lingüística, sino histórica y, sobre todo, sociológica.
En la evolución que dio paso del latín a los diversos idiomas romances, en español —aquí se trata solamente de él— la renuncia al género neutro de la lengua raíz dio lugar a que el masculino cumpliera, además de su propia función, la del género neutro. De ese modo devino dominante y expresó una forma de feminicidio no cruento, pero también terrible: se invisibilizó a la mujer, condenada a supeditación en la estructura patriarcal de la socidad —en el que se halla el cimiento del machismo, entre otras “maravillas”— y en el lenguaje.
No se intenta desconocer que no todas las mujeres sufren de igual modo la desventaja. Lo que les ocurre a las pobres no es precisamente lo que les sucede a las ricas, así como las ventajas del patriarcado no tienen el mismo saldo para los siervos y esclavos y para los amos. Según el sitio que ocupe en la estructura económica y social, cada quien sufre o goza las circunstancias. Al excelente historiador y amigo costarricense Rodrigo Quesada Monge debe el articulista el conocimiento de un dato relevante: la reina Victoria se quejaba ante sus hijas de lo mal que les iba a las mujeres en Inglaterra. Habría que buscar testimonios de siervas y obreras.
El pensamiento dominante lo disfruta quien domina, pero permea también a quienes lo padecen. No es fortuito que a una mujer pueda parecerle que el lenguaje inclusivo es cosa de pendejadas. Cuando la nunca demasiado recordada Isabel Moya reprodujo en la revista Mujeres un texto en que el autor del presente artículo aprobaba el lenguaje inclusivo y, sobre todo, rechazaba intentos hechos para devaluar ese lenguaje, él le comentó que el mayor rechazo contra el texto lo había recibido de mujeres, y ella, sabia y con risa comprensiva y pícara, le respondió algo así como: “Entre las mujeres abunda el machismo”.
Es curioso ver cómo a la Real Academia Española, a la que no siempre suele hacérsele mucho caso que digamos, para condenar el lenguaje inclusivo le salen defensores y defensoras que muy poco se habían interesado antes por la pureza del idioma, pero muestran pasión en la defensa del lenguaje excluyente. Solo que, repítase, ese lenguaje patriarcal, sexista, machista, no es cuestión lingüística básicamente, sino histórica y sociológica y, en esa medida, no es nada ajeno al elemento económico y al poder que da el dominio práctico de la economía.
Así como de tanto en tanto la citada Academia acoge palabras cuya existencia antes ha ignorado —aún desconoce, por ejemplo, “lomerío” y “batazo”—, no se descarte que no le quede más remedio que ir dando cabida al lenguaje inclusivo, aunque la reviente. De paso por La Habana, hace pocos meses el director de esa institución calificó de impertinente a ese lenguaje, pero dijo que tal vez habría que ir tolerándolo. Antes se le adelantó el presidente del Instituto Cervantes, en la propia España. Él —no es casual que sea un poeta, Luis García Montero— dijo algo que puede resumirse en que el lenguaje no debe convertirse en un fárrago, pero no puede ignorar, sino darle cabida, a los usos inclusivos.
En Cuba, defensores y defensoras del lenguaje excluyente, y que tal vez para otros temas no se interesen especialmente en seguir a José Martí, acuden a su pensamiento y a las normas de la Academia, aunque tal vez ni aquel ni estas hayan revisado con mucha atención. Llegan a decir, por ejemplo, que Martí no usó el lenguaje inclusivo, y en eso yerran y, aunque sea contra su voluntad, mienten.
Gran conocedor del idioma, y tan creativo en su uso como atento a los reclamos de la justicia —con un pensamiento que hace bastante más de cuarenta años el autor de este artículo definió como “hacia la emancipación de la mujer”—, Martí mostró lo que debe entenderse como su conciencia de que el lenguaje al uso desconocía o menospreciaba a la población femenina. En el comienzo de la introducción de La Edad de Oro, revista pensada para sembrar enseñanzas dignificantes en las que serían nuevas generaciones de hijos e hijas de nuestra América, escribió: “Para los niños es este periódico, y para las niñas, por supuesto”, y a eso añadió juicios de gran interés para su tiempo e incluso, en buena medida, para hoy.
Que un hombre y una mujer puedan compartir prejuicios contrarios a la equidad que en todos los órdenes —incluido el lenguaje, que no es mero código de signos gráficos y acústicos, sino soporte del pensamiento— habla de una realidad que urge transformar: estamos ante una necesidad histórica de justicia que no se alcanzará sino con la unión de todas y de todos. Mientras haya una parte de la humanidad que sufra discriminación y desventajas, la especie estará incompleta o enferma, si de justicia y equidad se trata.
No hay que asombrarse de que las mujeres —sobre todo, las de más plena comprensión de sus derechos violados y de las desventajas que se les imponen— tengan un peso relevante en esa lucha y hayan fraguado el feminismo. Este, bien entendido, como debe ser, no es el extremo opuesto a las posiciones machistas —negadas a cederle a la mujer el espacio que ella merece, que le corresponde—, sino una vía para luchar por ideales que la humanidad necesita que triunfen para ser plenamente humana.
Eso hace pensar en las razones por las cuales Carlos Marx —resumamos en su nombre el pensamiento que él fundó o acrisoló para su tiempo y para el futuro— consideraba que el proletariado era la clase más revolucionaria y estaba llamada a encabezar la lucha contra el capitalismo y por la igualdad social. Era la clase que nada tenía que perder, salvo las cadenas, y tenía mucho que ganar para sí y para todo el género humano: justicia y equidad.
Mucho han hecho los ideólogos del capitalismo —mucho ha invertido ese sistema— para anular el papel de esa clase social y, en general, de la lucha de clases, de modo que esta no prospere. Pero la realidad se encarga de ir mostrando la validez del ideario marxista. Y esa validez puede recordar la necesidad de tener presente el precio que se le ha hecho pagar al socialismo, y especialmente a su ideólogo y emblemático luchador Vladimir Ilich Lenin, por sostener, con las mejores y más revolucionarias intenciones del mundo, el concepto de dictadura del proletariado.
Todo ello, lejos de invalidar los ideales socialistas, convoca a no considerar que la justicia social es solo una responsabilidad de la clase obrera y campesina, cuyo perfil tanto han procurado desdibujar los timoneles del capitalismo. Así ha sido, sobre todo, después de la Revolución de Octubre, que animó a ese sistema, en creciente consolidación su fase imperialista, a fomentar una socialdemocracia que ha prosperado a expensas del socialismo, y siembra confusiones de todo tipo.
Sin la unión de múltiples fuerzas, será muy difícil, o improbable, conquistar la plena justicia social, que a escala planetaria es hoy un sueño, pero no inalcanzable. Ello hace más difícil quizás el triunfo deseado, pero es también muy probable que le dé mayor consistencia. Aunque la unidad, para que sea fértil y efectiva, no podrá confundirse con una argamasa amorfa, al margen de las exigencias que se requeridas para que tenga una buena y efectiva composición.
Tampoco el triunfo que merece alcanzar la causa representada por las mujeres podrá conseguirse si ellas marchan solas, por grandes que sean su tesón, su inteligencia, su coraje y su claridad de miras. Y, de estar solas, sépase que eso hablaría muy mal de los hombres que deben acompañarlas como parte de un mismo y único ejército libertador que debe tener en su programa la convicción de que, sin igualdad y equidad para la mujer, no habrá justicia social que plenamente valga.
(Tomado de La Jiribilla)