La presencia de “Fiel del lenguaje / 19” en mi página de Facebook suscitó una pregunta de la experimentada profesora universitaria en el área de humanidades, y escritora, Denia García Ronda: “¿Dónde quedó aquello de que para graduarse de cualquier carrera había que aprobar un examen de redacción y ortografía?” No tengo los elementos necesarios sobre ese punto, y apenas esbozo una respuesta posible, más bien rala.
Las evidencias sugieren escasa eficacia en quienes deben cuidar la calidad de lo que se imprime o se dice. Pero el lenguaje es mero adorno, y con pedazos de madera mal cortados no se hace un buen mueble. Por su parte, la vulgaridad rodeante abona lo peor. En general se tiene la impresión de que hablar o escribir bien se tiene por tarea de maniáticos que pierden tiempo intentando hacerlo: intentándolo, porque lograrlo es meta difícil.
Si a los descuidos personales se suman aportes de instituciones, los resultados pueden empeorar. Cuando el Ministerio de Educación anunció que suprimiría las pruebas de español para el ingreso a los Institutos Vocacionales de Ciencias Exactas, pensados como etapa en la formación de profesionales de alto rendimiento, muchas voces se alzaron pidiendo que esa medida no se pusiera en práctica, porque equivalía, equivale, a una señal de que el lenguaje no se considera importante. Pero ni a la Academia Cubana de la Lengua se le hizo caso, y la medida sigue vigente, hasta donde sabe quien esto escribe, que ojalá esté equivocado, o la decisión ministerial cese antes de que sea tarde.
De la situación actual hoy habla, mero ejemplo, el mal uso de las preposiciones, tan pequeñas como relevantes en significado. Tal es el caos que el articulista se limita a proponer que cada quien busque manuales y cursos que lo orienten en cómo emplearlas bien. Así sabrá, digamos, que “una cosa no está en dependencia a la otra”, sino “de la otra”; “uno no se relaciona a otra persona”, sino “con ella”, y lo propio del español es de acuerdo con, no de acuerdo a, calco de la expresión inglesa in according to.
La impronta (colonizadora) del inglés se hace notar constantemente. En medio de la pandemia que hoy sufre el mundo, parece olvidarse que en español las siglas y los acrónimos tienden a pronunciarse como vocablos agudos: Minsap y Cenpalab, no Mínsap ni Cénpalab. Pero a veces se asume, quizás porque se considera más elegante, cóvid-19, aunque felizmente parecen mayoría quienes —entre profesionales de la comunicación— dicen y escriben covid-19, asimilando en español el acrónimo en inglés de coronavirus disease 2019 (enfermedad o mal del coronavirus 2019). Si se escoge enfermedad, que es literal y predomina, procede el artículo la; si mal, el. ¿No habrá quien, en medio de una noticia en español, suelte the covid-nineteen?
Variantes regionales y locales del idioma tienen su dignidad, si no son flagrantes errores y deformaciones que atenten contra la necesaria unidad lingüística, máxime en una nación relativamente pequeña, como Cuba. En algo como una obra escénica, al representarse artísticamente el habla de un personaje determinado puede funcionar que, si es natural del centro del país, use conjugaciones como teníanos en lugar de teníamos, o esperábanos por esperábamos. Otra cosa es validarlo como norma.
Al respecto existen diversos criterios. Pero —duda confesada pensando en una posible, y respetada, norma cubana—, si se entrevista para la televisión nacional a un atleta notable que, además, se supone beneficiado por una instrucción escolar general de alta calidad, ¿resulta edificante que diga: “antes de la epidemia entrenábanos en el terreno, y ahora lo hacemos dentro de la casa”? El efecto de la sana y plausible convocatoria ¿no sería mejor y mayor si con delicadeza, no ante las cámaras, se le hiciera saber al entrevistado que lo correcto es entrenábamos? Así se cuida salud y lenguaje a la vez.
Los errores son frecuentes hasta en personas cuyas ocupaciones las responsabilizan con tener buena expresión, y no se trata de que todos los seres humanos sean escritores y oradores de talla, como tampoco atletas eminentes. Pero responsabilidad es responsabilidad, y conocer y utilizar bien el lenguaje ayuda a dominar los conocimientos que se intenta alcanzar, tanto como a trasmitirlos y aplicarlos.
Hace años un enfermo acudió a un hospital donde el médico le diagnosticó —lo escribió en el certificado correspondiente— “farinjitis”, y el paciente fue a otra consulta en busca de un diagnóstico y un tratamiento que le dieran más seguridad. ¿Cómo podía confiar en alguien que habría visto incontables veces en sus libros de texto (sería irrespetuoso dudar de cómo lo escribían en la pizarra sus profesores) un término médico tan elemental como faringitis, y no lo escribía bien? ¿Y si había pasado ante los contenidos de su carrera como ante los reclamos del idioma más elemental?
En días de epidemia el autor de “Fiel del lenguaje” ve más televisión que de costumbre, incluido uno de sus canales preferido, Telesur; pero ni este le ofrece paz en sus preocupaciones por la expresión. Más bien parece contaminar, no ya con modalidades lingüísticas de otras tierras —incluido el desplazamiento no justificado de aquí por acá—, sino con pifias, a las televisoras cubanas, donde empiezan a abundar expresiones como “veintiún o treinta y un muertes”, en lugar de “veintiuna o treinta y una”, que sería como decir “un muerte”. Hay números, como esos, en que los géneros se diferencian. Se dice “cinco libros y cinco libretas”; pero “doscientos caballos y doscientas vacas”. Así es en español, no en el influyente (dominante) inglés.
Este artículo debe terminar, o interrumpirse; pero antes recordará, con tristeza, que en diecinueve noches resulta posible oír o leer quinientos errores o quinientas pifias, otros virus que requieren políticas, voluntad y acción para enfrentarlos y revertir una epidemia en marcha. El meritorio, deseable e insustituible afán individual puede no bastar. Las instituciones tienen un importante papel que cumplir.