Por estos días de fiesta del libro me viene a la mente un gran amigo, padre intelectual, hombre excepcional que hizo de su sabiduría y cultura enciclopédica un acto de fe y magisterio desde la modestia y sencillez que lo acompañaba. Ese fue (y sigue siendo en la mi memoria afectiva) Agustín Pi Román, por muchos años corrector de estilo del periódico Granma.
Él siempre tenía a mano dos textos: el que él leía y otro para prestar. Ese último lo entregaba “a la medida”, pues conocía, por la revisión cotidiana de los trabajos periodísticos, por dónde andaban las falencias de cada uno de los reporteros sin excepciones.
Las radiografías que él hacía de nuestras entregas a la redacción eran certeras, acuciosas; las comunicaba con delicadeza extrema en la intimidad de su oficina y si lo hacía en las reuniones, no identificaba el autor, aunque todos sabíamos a quién se aludía en cada momento, pues nos acostumbró con su reporte semanal revisar el diario a diario con “ojo pelao”.
Pi fustigaba la pobreza de lenguaje, la redacción chambona, el lugar común, la rigidez y oscuridad estilística, el enunciado panfletario, la copia al calco de la jerga política, el abuso facilista del valor noticia dado por la prominencia. Como colofón decía que solo la buena lectura salvaba.
El apremio por el cierre no se convertía para este corrector de estilo y pedagogo en impedimento para buscar al autor de un trabajo con problemas y “sobre el terreno” arreglar cualquier entuerto que terminaba con la remisión a un sustancioso ejemplo literario. Él sostenía que leer era para el periodista como el oxígeno a la sangre.
En el transcurso de las tardes y noches de fragor editorial se le veía llegar hasta la mesa de trabajo de los colegas o aprovechar cualquier oportunidad para entregar un libro, motivar a leerlo y, en un tiempo prudencial, buscaba la ocasión para entablar diálogo y saber a ciencia cierta si la semilla sembrada había germinado.
Todos sabíamos que el texto que entregaba, sin él enfatizarlo, casi siempre estaba destinado a “enmendar la plana”. Tanto es así que no pocas veces venía con las páginas marcadas con algún pasaje con el cual sugería la solución al error cometido en otro momento.
Con los jóvenes conversaba en extenso. Era un hombre de puertas abiertas. De ese intercambio salía para cada uno de ellos un plan de lectura que seguía atentamente.
Con su paciente labor articuló en la redacción un movimiento por la lectura al que no escaparon los choferes de la piquera, el personal de la administración y hasta de la limpieza y la cocina, aun cuando sus horarios no siempre coincidieran. Así, las tertulias literarias se hicieron comunes y sin momento fijo.
Por aquellos tiempos, las visitas de escritores eran frecuentes, desde Alejo Carpentier, Onelio Jorge Cardoso hasta Gabriel García Márquez, entre muchos otros escritores y otras figuras del arte, la economía, la ciencia y la política.
Mención especial merece la presencia asidua de Fidel en Granma, siempre listo para interrelacionar la actualidad local y mundial con el universo literario y del resto de la cultura. No perdía oportunidad para confrontar hasta el infinito la precisión simbólica de una palabra en el contexto de un editorial. Allí también estaba Pi con su modestia y lucidez iluminadora.
La estancia de muchas de esas personalidades no se limitaba a la dirección, pues se extendían en tiempo y espacio hacia el área de Caja y Linotipo (donde había un bastión de obreros que se enorgullecían de sus saberes literarios) y en las redacciones para entablar en todos los casos un diálogo fraterno y pródigo de saberes de ambas parte donde cada uno de los participantes sentíamos que crecíamos.
La lectura no se consiguió por decreto, se forjó en el día a día, en la compresión de la necesidad de alcanzar la mayor cultura posible y trasmitirla desde el ejercicio de la profesión con la calidad y calidez de sus narrativas.
Aquí no hubo cuadros designados para llevar adelante la tarea, sino liderazgos genuinos como el de Agustín Pí, en primerísimo lugar, Jorge Enrique Mendoza, Elio Constantín, El Indio Naborí, José Antonio Benítez, Julio García Luis, Marta Rojas, Héctor Hernández Pardo, Mirta Rodríguez Calderón, Gabino Hernández, Rolando Pérez Betancourt, Georgina Jiménez a quienes se sumarían en el tiempo Enrique Román, Guillermo Cabrera Álvarez, Susana Lee, Félix Pita Astudillo, Iraida Calzadilla, Katiuska Blanco, Alberto Nuñez, Orfilio Pélaez, Liborio Noval, Juvenal Balán, entre otros tantos en los 27 años de experiencia laboral insuperable a bordo del “Yate”.
Leer es mucho más que una habilidad macrolingüística, deviene, ante todo, llave al conocimiento del mundo, herramienta para pulir nuestro instrumento esencial de trabajo: la lengua materna. Debe ser para el periodista placer y compromiso.
Al recordar esta faceta de mi vida profesional lo hago con la satisfacción de una enseñanza bien aprendida; pero, ante todo, pienso, entre la esperanza y desasosiego, si ese ambiente a favor del libro tiene cuerpo y alma hoy en nuestras redacciones.
Me encantó este homenaje a la corrección, llegué al periodismo por este oficio, venía de ser traductora y tenían cierta similitud estis oficios; luego opté por el Periodismo, pero la corrección resultó una escuela, sin dudas. Gracias profe, por este trabajo
Más que justo este reconocimiento al maestro de muchos de nosotros con quien tujve el privilegio de aprender