Una amiga curiosa —joven, inteligente y cubana de ley— le preguntaba al autor de esta nota por qué no suele usar diminutivos para nombrar a políticos estadounidenses. La respuesta es sencilla. En las culturas de expresión española, y en otras, abreviar un nombre parece ser una práctica que nace de intenciones afectivas, y por lo general se aplica en la infancia de la persona que se nombra, lo que hace que, andando el tiempo, un individuo de cerca de dos metros de altura y cien kilogramos de peso pueda cargar con apodos como Peque, porque al nacer era demasiado menudo. También a veces sobrenombres de semejante sesgo pueden tener una ostensible intención humorística; no falta el Chiquitico que tiene que bajar la cabeza para entrar por una puerta de altura normal.
Pero en dichas culturas esa práctica no es propiamente —o no lo es en lo básico— cuestión de economía verbal, porque a menudo los apodos son más largos que los nombres originales. Pensemos en los socorridos Pepito, Alfredito, Manuelita, Rositica y otros. Quizás sean menos las veces en que el nombre se acorta, como Ñico, Tila, Queta o Gúmer, en lugar de los respectivos Antonio, Domitila, Enriqueta y Gumersindo, por ejemplo. Pero al margen de su mayor o menor extensión, está presente el toque o sabor afectivo, aunque ya ni se piense en él y, llegada a la adultez, la persona del caso esté lejos de merecerlo. Por lo pronto, en textos oficiales o de cierto grado de formalidad raramente se usan esos chiqueos, salvo quizás en la esfera artística y deportiva. Siempre habrá excepciones: esa es una norma. Es ya una verdad avalada por el sabio Perogrullo que el lenguaje no es inocente.
En la tradición anglosajona, de la que viene la célebre máxima “time is money”, se diría que también se consideran así, como norma, las palabras —los signos escritos o dichos—, y en discursos y todo tipo de texto se puede escribir o hablar de Bill Clinton o de Mike Pompeo como lo más normal del mundo: es más fácil y ahorra tiempo, segundos al menos. Pensando en español, sin embargo, no hay por qué evadir lo que pudiera ser cuestión de respeto, y mucho menos mantener un tratamiento asociable a lo afectivo cuando se trata de personajes que no lo merecen (no, al menos, para quienes conozcan sus intereses y su calaña, y con razón los rechacen). No es cosa de edad, mayor o menor carisma o filiaciones de índole religiosa o filosófica que no los obliga a ser representantes —matices más, matices menos— de un imperio cuya naturaleza es muy difícil desconocer, a menos que se opte por la ignorancia voluntaria, cómplice.
Quien esto escribe prefiere hablar, cuando es preciso hacerlo, de Michael Pompeo, William Clinton… y así por el estilo, porque —para no ir más lejos— le escocería referirse a Miguelito Pompeo, Guillermito Clinton…, o a Bernardito Sanders, quien al margen de cualquier consideración parece perfilarse como un posible continuador de la línea representada por Barak Obama, a quien seguramente habrá quien gozaría de lo lindo llamando Barry, tal vez Obby, o de otro modo similar, pero siempre con cariño. Lo de llamar socialista a Sanders, o aceptar sin más que él se atribuya ese rótulo, arrastra una mar de confusiones que requeriría otro comentario, pero no parece indispensable acometerlo. Más bien valdría preguntarse si no habrá quien, aunque el nombre se alargue, se babee con Donaldito Trump, e intente disimularlo, si lo intenta, porque ese tipo encarna visiblemente la grosería, no la engañosa elegancia de otros.
Cada quien es libre de pensar y expresarse como lo desee o mejor le parezca, ¿no? Por su parte, el autor de la presente nota hace uso de su derecho, y aunque sabe que algunos de los personajes aquí nombrados no podrían compararse con Abraham Lincoln, por respeto no lo llama Abe Lincoln, y porque, aunque eminente, esa figura no pertenece a su proximidad emocional.
“Luisito”, con el mayor respeto te digo que me gustó el comentario, una colega de la Deleg. de Jubilados en la Upec.