El proceso legal contra Julian Assange comenzó formalmente ayer en Londres. El gobierno de Estados Unidos reclama en extradición al fundador de Wikileaks por 18 cargos, entre ellos espionaje, colaboración con agentes de inteligencia, distribución de información secreta, conspiración y otros, todos ellos ligados con la actividad informativa del acusado. De ser extraditado, el australiano podría ser condenado a 175 años de prisión.
El gobierno británico, en colaboración con el sueco y el ecuatoriano, ha recurrido a toda suerte de violaciones a las leyes diplomáticas y a los derechos humanos para retener a Assange hasta procesar su entrega al gobierno de Donald Trump, desvanecida del todo la pesquisa policial por agresiones sexuales que en un momento urdió Estocolmo para mantener al informático en Londres; y cuando estaba por prescribir el delito menor de violación de las medidas cautelares que le fincó la propia justicia inglesa una vez que el acusado se refugió en la embajada de Ecuador en esa capital, el gobierno de Lenín Moreno, pasando por sobre toda decencia y violentando la Constitución de su país, permitió que la policía británica ingresara a la embajada para capturarlo.
Más allá de los desaseos de procedimiento, el fondo de la acusación es una clara venganza de Estado por las revelaciones de Wikileaks y su fundador sobre los crímenes de lesa humanidad perpetrados por las fuerzas militares estadunidenses en Afganistán e Irak –las cuales fueron divulgadas hace 10 años– y sobre los turbios manejos diplomáticos de Washington en casi todo el mundo, asentados en los llamados cables del Departamento de Estado.
Cabe recordar que la parte correspondiente a México fue entregada por el propio Assange a este diario y durante 2011 y 2012 permitió documentar y difundir en las páginas de La Jornada la impresentable injerencia de funcionarios y organismos estadunidenses en múltiples aspectos de la vida política del país, así como la vergonzosa supeditación de las autoridades nacionales a los designios de Washington.
Otro tanto ocurrió en muchos otros países. En los años siguientes, a pesar de encontrarse recluido en la representación de Quito en la capital británica, Assange y sus colaboradores siguieron distribuyendo paquetes informativos que permitieron conocer, entre otras cosas, los mecanismos de espionaje empleados por Estados Unidos contra otros gobiernos –así se tratara de aliados cercanísimos–, empresas y ciudadanos, así como los entretelones de la negociación secreta para el Acuerdo Transpacífico, un instrumento internacional ominoso y lesivo para las soberanías nacionales que por fortuna se malogró tras la llegada de Trump a la Casa Blanca. Sirva este breve recuento para dejar en claro que la labor de Wikileaks y de su fundador ha tenido un evidente sentido periodístico, que su aportación a las causas de la transparencia y la democracia ha sido inestimable y que, según la Constitución y las leyes de Estados Unidos, las imputaciones contra Assange carecen de todo sustento. En rigor, si el australiano cometió un delito al entregar documentos secretos del gobierno de Washington a medios informativos, éstos deberían ser llevados también al banquillo de los acusados. Más aún: si la impresentable lógica legal del juicio que se inició ayer en Londres se hubiera aplicado en el escándalo Watergate, los periodistas Bob Woodward y Carl Bernstein habrían sido sometidos a proceso y Richard Nixon no se habría visto orillado a renunciar.
Así, además de ejecutar una represalia, con este proceso Estados Unidos envía un ominoso mensaje a los informadores de todo el mundo: quien se atreva a revelar a la opinión pública las miserias del poder puede ser sancionado como si se tratara de un espía.
El mundo asiste a una injusticia mayúscula y es indispensable que medios, periodistas y sociedades en general intensifiquen sus expresiones de repudio a las imputaciones y al juicio contra Assange porque son, a final de cuentas, un intento totalitario de supresión de la verdad. (Tomado de La Jornada).