No puedo negar la belleza, la limpieza, el impacto de estas calles, de estos edificios, de estos monumentos, imponentes aunque demasiados fríos para mi gusto. Estoy en Manchester, abril de 1994, como delegado cubano al Congreso 51 de la Asociación Internacional de la Prensa Deportiva. Lo siento a mi lado, ¡está! Y esa perenne compañía quiere convertirse a ratos en tristeza, en gritos, en protesta, para chocar con lo impresionantes muros, las paredes alicatadas, las columnas, la elegancia, la finura, la historia de cada rincón.
¿Qué han hecho de Joe Sticklen? ¿Quiénes lo recuerdan? ¿Hay flores en su tumba?
La traductora mueve la cabeza, abre los ojos al máximo, no sabe dónde poner las manos; sus gestos unen el asombro con el fastidio. Gracias a ella, indago sobre el atleta con un carpetero, dos policías, tres funcionarios, un chofer de taxi, media docena de balompedistas, diez colegas, un guía de museo, cuatro obreros de la construcción, un jubilado, dos empleados de tiendas, seis gastronómicos, dos médicos, tres enfermeras…
En vano. ¿Cómo hallar un púgil de poca monta en los demás a pesar de su asesinato entre las cuerdas y cierto escándalo alrededor del hecho? Cuando más, una hoja clínica declara lo que ya sé y sobre lo que escribí hace algunos años en La Habana: “Los médicos del hospital general de Manchester, a 200 kilómetros de Londres, decidieron desconectar la máquina que mantenía con vida a Joseph Sticklen hace cuatro días”. Era el 31 de marzo de 1987.
Realmente, lo encuentro clavado cual dardo en mis remembranzas: allí se encuentra y jamás lo perderé. Lo noquearon el 27 de marzo del citado año en un ring de esta ciudad. Su oponente, Tom Smith. Incierto: la muerte era su contrario. El manager lo había camelado: “Con esos puños, muchacho, ¿qué no caerá ante ti?”.
El hombre -o el niño: solo 15 años- se alzó hasta las nubes: ya se imaginaba campeón del planeta entre los ligeros, y aún no había peleado. Cruzó cual vendaval con rumbo por el amateurismo y, sin esperar medallas europeas, mundiales u olímpicas… pasó a batirse por libras esterlinas, luego de enseñar cierta técnica, alguna rapidez, y una derecha que, sin ser anestesiante, hacía daño.
Su primer combate como profesional le sonrió. En el tercer capítulo dio cuenta de un opositor de experiencia, rudo, al que únicamente le quedaban la habilidad, la fiereza y alguna fama… Aunque había tirado al novato en el segundo, con suinazo que lesionó la anatomía de este y mostró que no era tan duro por abajo como parecía, rindió las cualidades ante el ímpetu juvenil.
Entonces, Tom, un Smith cualquiera, pero con dinamita en las muñecas. Cuatro rounds. Gritan. Fuman. Apuestan. Los orates, los jugadores. Y ellos, allá arriba: tigres, buscando lastimar el ojo del adversario, liquidarlo por los planos inferiores, agotarlo, destrozarle la mandíbula a puñetazos. En los sueños, sin espacio para laureles olímpicos: mansiones, carros, elegante ropa… En las esquinas, leña sobre las llamas de la ambición. Los seconds preparando a las fieras.
¡Gong! Smith, Sticklen; Smith, Sticklen…Rugen derechas e izquierdas. Primer episodio, para Joe aunque cerrado. Segundo, sigue al frente el muchachito. A mediados, en alza Smith. Derechazo arriba, izquierda abajo. Frenado el contrario. Arrecia la ofensiva. Joe retrocede; se le abraza cual si fuera ser añorado. Rompen. Derecha de Smith. A la lona. Trata de incorporarse; lo consigue. Sobre Joe, paliza. Se desploma. Gatea, inten…La toalla no aparece. Al contrario, el manager es alarido:” ¡Levántate, levántate…!
Y se levanta. El árbitro lo deja continuar: le da tiempo para limpiarse los guantes con el short. Y…crece la golpiza. Sangre. Dolor. Un solo contendiente en el cuadrilátero: Tom. La gente grita:”-¡Es un crimen, lo van a matar!” ¡Paren la pelea!
El referí termina las acciones; más bien, la masacre. Hacia los vestuarios. Joe se desmaya. “¡Un médico, un médico…!” Cuatro días después: “Londres. 31 de marzo. Joseph Sticklen murió hoy en el hospital en el que fue ingresado el pasado viernes, luego de entrar en coma durante un combate pugilístico en Manchester”.
Lo busco y no lo encuentro en los recuerdos de sus coterráneos, no sé dónde está su sepultura. Es solo una hoja clínica, jabalina atravesando mis sentimientos, notas en una vieja agenda, un recorte del periódico Juventud Rebelde que lo trae entre imágenes y denuncias mías. Joe Sticklen hubiera cumplido 23 años el 29 de abril de 1994, cuando yo representaba a mi patria en el Congreso Mundial de la Prensa Deportiva que se escenificaba en Manchester.