Si dejamos a un lado la cronología y atendemos el nacimiento de un período histórico concreto a partir de los cambios que operan en la vida social, económica y cultural de una nación, podemos afirmar que el pasado siglo empieza en Cuba en la década del veinte. Como tantas otras veces, la Isla mira hacia Europa y Norteamérica. Las andanadas de las vanguardias artísticas europeas todavía no tienen el suficiente alcance como para romper las líneas de la pintura academicista. En cambio, las de la mejor gráfica de comunicación hacen blanco en un grupo reducido pero talentoso de jóvenes, los cuales estarán llamados a expresar la dinámica y los contenidos de la época que amanece. La cercanía de Cuba a los Estados Unidos y el poder creciente de la prensa y la publicidad en la nueva vida republicana, harán el resto. Nombres como los de Jaime Valls, Rafael Blanco, Conrado W. Massaguer, José Manuel Acosta, Enrique García Cabrera, Emilio Botet y Joaquín Blez, entre otros, empiezan a destacarse en el ámbito artístico y mediático de la capital, como para asumir la demanda de novedad que los mensajes publicitarios y políticos de la hora reclamaban. Los Salones de Humoristas dicen más de la nueva época que los de Artes Plásticas; el impreso más que el óleo sobre lienzo. La competencia en plaza, por otra parte, estimulará a la publicidad a asumir el desarrollo de un lenguaje artístico en correspondencia con la inmediatez y novedad que demandaban sus mensajes visuales. De esta suerte, la caricatura, la ilustración, la fotografía y el cartel, empiezan a tener un protagonismo mayor. Y lo que es aún más importante, a mostrar un nivel estético-comunicativo a la altura de lo que se hacía en los países más desarrollados de la época.
En consonancia con la realidad esbozada, una de estas publicaciones periódicas, la revista Social, fundada en 1916 por el caricaturista, periodista y editor Conrado W. Massaguer, se erige en uno de los ejes rectores de la nueva visualidad en términos gráficos. Y, en 1923, en órgano del primer movimiento literario de vanguardia en lo que iba de siglo: el Minorismo. La llamada “década crítica”, recurrente pero insoslayable definición del entonces joven Juan Marinello, tiene en este año su punto de giro más radical.
Pablo de la Torriente Brau, como todo joven con inquietudes sociales y culturales, será más que receptivo al nuevo ámbito artístico e intelectual del momento. En La Habana abundan las tertulias literarias a semejanza de las de Madrid, Buenos Aires y Ciudad México, entre otras capitales de punta de la cultura hispanoamericana de la época. En este contexto, no es casual que Pablo conciba cuentos y artículos periodísticos, aun cuando no le reporten mejoría económica alguna. Sin trabajo y sin posibilidad de publicar, atiende la propuesta que le hace el ex-mambí Zenén Rendueles, profesor y amigo de su padre, quien lo recomienda para trabajar en el periódico Nuevo Mundo y la revista El Veterano. Aunque ambas publicaciones tienen una muy reducida circulación, Pablo trabaja día y noche en ellas. Su sentido del humor, que nunca le faltó y que fue otro de los filones expresivos que caracterizó la novedad de su literatura testimonial, daría cuenta de esta iniciación periodística, cuando al entregarle un ejemplar del periódico Nuevo Mundo a su hermana Zoe, le dice: «Y léetelo, porque no es justo que yo sea el redactor, el repartidor, el cobrador y el único lector de mis artículos».[1]
Por boca de su admirado Miguel de Cervantes, sabe que puede meterse a pobre por confiar en su buena prosa. Y sus arranques quijotescos no desmienten esta posibilidad. Hay que ceder, por el momento, y accede a ocupar una plaza en la Comisión de Adeudos de la Secretaría de Sanidad. Pero el trabajo encontrado no puede ser más contrario a su personalidad y aspiraciones profesionales. La búsqueda continuará… Finalmente, el esfuerzo fructifica: entra a trabajar en el bufete de don Fernando Ortiz, como secretario-taquígrafo.
El momento es más que propicio y el lugar, sin dudas, el mejor, aun cuando el sabio lo importune más de lo debido con el constante extravío de su papelería. No obstante, para todo el que comienza, relacionarse es esencial, y el bufete de don Fernando es un foro íntimo de inquietudes, sabiduría y personajes de valía. Aquí conoce al joven Rubén Martínez Villena, recién graduado de abogado en la Facultad de Derecho de la Universidad de La Habana. Pero, sobre todo, poeta de genio e ideas radicales, lo que ha llevado a don Fernando a confiarle la recopilación y el prólogo de su obra En la tribuna. Discursos cubanos (1923), donde sin remilgo alguno, como hacen los jóvenes justos, les recuerda a todos que el sabio «ha hecho Patria en la paz».[2] Y, por si fuera poco, justo en este año, junto a otros jóvenes literatos y artistas, lidera la llamada Protesta de los Trece, con la cual su generación despereza la conciencia nacional ante el camino contrario que tomara la nación a partir del 20 de mayo de 1902. La cercanía a don Fernando; pero, sobre todo, a Rubén, será determinante para Pablo –eran entonces tan jóvenes, que los historiadores se han acostumbrado a llamarlos por sus nombres–.
El joven poeta, sólo dos años mayor que el amigo cuentero, asume la tutela literaria de su sucesor en el puesto que desempeñara en dicho bufete. Aunque es oportuno destacar, que la amistad se inició por el interés de ambos por el deporte y solo después, por la literatura.. Según Pablo, Villena «estaba entonces en el dominio de todos los records deportivos y conocía una porción de cosas del teatro y del cine. Rubén llegó a mi amistad profunda precisamente por esos caminos. Me hablaba de los home runs de Babe Ruth, de las carreras de Paavo Numi, de los nocauts de Jack Dempsey. Era maravilloso, pero mostraba tanto interés como yo por todo ello. En la azotea del bufete Ortiz, Jiménez Lanier Barceló, donde yo trabajaba y él había trabajado, cuando terminaban las labores de oficina, jugábamos a la pelota y nos divertíamos como dos “mataperros”. Luego, antes de bañarnos, corríamos, encueros, por entre todas las salas del bufete, entre los pedestales de bustos serios y las ceremoniosas mesas de caoba. A veces, en broma, nos poníamos a imitar las ridiculeces de los tenores en Rigoleto y El trovador, y a lo mejor se nos iban espantosos gallos». [3]
Como se ve, todo empezó como empiezan las amistades entre jóvenes, jugando y hablando sobre sus deportes y deportistas favoritos, hasta que un día… «en medio del juego, Pablo le habló de literatura y de versos. Rubén se detuvo sorprendido, tiró la pelota y disertó larga y bellamente al respecto».[4] Vio en Pablo a otro de su estirpe, la de los hombres de letra y de acción. Sólo entonces terminó por fundirse la amistad sobre el entramado del tiempo que les correspondía expresar y cambiar. El deporte los juntó, la literatura los hermanó. Y, por supuesto, la lucha contra toda manifestación dictatorial e imperialista.
En 1929, Pablo publica su primer cuento, El héroe, que el propio Villena se encargó de presentar a José Antonio Fernández de Castro, por entonces, al frente del Suplemento literario del Diario de la Marina. Mientras que una foto de 1927, en la que aparece Pablo con tres de sus hermanas en el Monumento a los Estudiantes de Medicina fusilados por el gobierno colonial, parece ser a la imagen lo que a su práctica formativa la memoria histórica pasada, en tanto garante de los ideales del presente y de las luchas que se avecinaban.
Tiempo precioso de creación, crecimiento y disfrute, si atendemos no solo al Pablo que se forma como literato y revolucionario, sino también al atleta, al estudiante universitario, al enamorado. Para suerte suya, encuentra a un Villena en plena producción poética. Su poema Canción del sainete póstumo, por entonces, alcanza tal notoriedad, que no duda en manifestarle a Pablo, medio en broma, medio en serio, como todo lo importante que se habla entre cubanos, «es mi Niagarita».[5] Mientras que el fútbol le propicia otro amigo de aventuras literarias, Gonzalo Mazas, coautor con Pablo del libro de cuentos Batey (1930).
Una foto fechada en junio de 1927, nuestra a Pablo sonriente junto a otros jugadores, luego de ganarle su equipo, el Club Atlético, al de la Universidad de La Habana. «El guard Torriente» le llamaban sus compañeros de equipo, por la posición que jugaba en el mismo. También practicó jabalina. Su edad y espíritu deportivo se manifestaba entonces a plenitud. Ello explica la foto en la playa, solo y de cuerpo entero, que lo muestra orgulloso de su biotipo atlético, aunque no falta en la pose cierto arranque de humor, al hincharse más de lo debido, a pesar de que la prenda de baño que lleva puesta –muy a la moda, por cierto– solo le deja al descubierto brazos y piernas. Diríamos, para serle fiel a la máxima latina, que se sabe en plenitud de facultades físicas y mentales. Es decir, en plena etapa «estética», según la categoría empleada por el filósofo danés Soren Kierkegaard, para designar este estado de la existencia humana.[6] Y, por supuesto, para que tal etapa sea perfecta, no le faltará el amor.
La niña que había conocido durante su estancia en Sabanazo, ahora reside con su familia en La Habana, y es ya una bella joven de diecisiete años de edad. El reconocimiento es mutuo, aunque se produce en otra dimensión de la memoria, donde todo parece reducirse a vivir en pareja a imperativos del único egoísmo que salva, el amor. Las fotos de Pablo con Teté Casuso, hablan por sí solas. Pero, sobre todo, hablan de una época, del espíritu de una época, en la que vivieron amándose y que representaron muy bien, ya fuera en La Habana o en Nueva York. Ambos se retratan solos o en compañía de familiares y amigos, en la playa o en el jardín contiguo a la casa. En la playa, como es de comprender, se muestran activos, juguetones –sobre todo, ella–. En el jardín o en el campo, la Naturaleza los reposa en un único deseo de permanencia y felicidad. La mayor parte de estas fotos son estáticas, frontales, hechas por manos amigas o algún que otro fotógrafo de ocasión. Sin embargo, el interés que les asiste como imágenes, está aportado por el goce de vivir que anima a los que se hacen retratar, vitales, esperanzados, plenos de juventud. Los contextos y locaciones, sin ser del todo escogidos, en cierto número de fotos contribuyen a levantar o ennoblecer la imagen, según el caso. Otro tanto sucede con el vestuario de la pareja y el de los acompañantes en las fotos, al propiciar un primer ordenamiento visual de la imagen a identificar con una generación y una época. No es casual que al observar algunas de estas fotos, bien sea por las locaciones, las poses o el vestir de los retratados, nos venga a la mente ciertas portadas que caracterizaron la línea editorial de Social, como es notorio, revista que marcó un hito en este período en cuanto al buen gusto y el diseño gráfico.
En otros casos, de manera casi excepcional, las fotos se sostienen por su espontánea belleza, así como por una composición propensa a persuadirnos del bienestar de los enamorados. En esta línea se presenta la que se hacen Pablo, Teté y una amiga cerca de unos lirios, donde el grupo está en regla de oro en relación con el plano compositivo, a más de la belleza propia del ambiente natural que los rodea. A esta línea también responde una de las fotos mejores y más reproducidas de Pablo. Foto de estudio, a no dudar; pero muy profesional, como lo sabían hacer los mejores fotógrafos de La Habana de entonces. En ella está Pablo de traje, cuello y corbata –tres prendas de vestir difíciles de encontrar relacionadas en otras fotos suyas–. Mientras que frente, nariz y boca, hacen la tríada visual expresiva de la nobleza de su rostro. La juventud del retratado y la pose de perfil –quizás, su lado más fotogénico–, si no la hacen la más emblemática de su iconografía, sí la de mayor carga hedonista dentro del género retrato. Cabe preguntarse si ello fue obra del fotógrafo o del propio Pablo, o que parte le correspondió a uno y a otro en su concepción. Tal especulación se sustenta en una realidad propia de todo estudio fotográfico: entonces, como ahora, en lo que al género del retrato respecta, el cliente casi siempre le hacía indicaciones y sugerencias al fotógrafo en cuanto a la pose de su preferencia o la que más creía beneficiarlo. Tampoco es de pasar por alto la influencia creciente de la fotografía glamour, como producto de la política de relaciones públicas de la cada vez más poderosa industria cinematográfica, y su complemento periodístico en las páginas sociales y de modas.
Si bien es dable pensar que una personalidad como la de Pablo no era de las más llamadas a dejarse influir por una tendencia fotográfica que buscaba la idealización del rostro humano, su juventud, talante físico, gusto por el cine y los actores y actrices que protagonizaban los filmes de su preferencia, evidencian otra realidad. La clave no la ofrece Charles Chaplin, al cual admiró por su genio histriónico –como lo han hecho desde entonces todas las generaciones de cinéfilos–, sino John Barrymore, galán de moda, igualmente admirado por Pablo. El siguiente testimonio de su hermana Ruth, es, en tal sentido, revelador: «Él tenía un pelo muy bonito, ondeado: nunca en la vida se puso sombrero. En aquella época se usaba mucho el sombrero, pero él siempre lo llevaba en la mano. Además, era muy elegante al caminar, caminaba muy erguido. Y presumía de su perfil. Él se miraba en el espejo y decía que la verdad que él se parecía a John Barrymore».[7] El citado testimonio no sólo nos presenta a Pablo en plena juventud, sino como un joven de todos los tiempos. Dicho en otros términos, ni la «moña» de Elvis, ni el cerquillo de los Beatles, de haber sido un joven de los cincuenta o sesenta, le habrían impedido ser el héroe que fue. Para aquellas ortodoxias que han comido tanta mierda con los gustos de moda entre los jóvenes de diferentes épocas, ningún mentís mejor que el ejemplo de Nene ‒como la familia llamaba a Pablo desde niño‒, orgulloso de su cabellera y de su perfil a lo Barrymore. Pero, si aún cupiera alguna duda al respecto, el siguiente párrafo que le motivara la muerte de Antonio Guiteras y Carlos Aponte en El Morrillo, cuando ya todo él estaba entregado a la causa de la revolución, es concluyente. Dice Pablo: «Ellos fueron hombres de la revolución. Y no me interesa ni creo en el “hombre perfecto”. Para eso, para encontrar eso que se llama “el hombre perfecto”, basta con ir a ver una película del cine norteamericano».[8] Sin comentarios.[9]
***
El 19 de diciembre de 1936, a una semana de cumplir 35 años, Pablo de la Torriente Brau cae abatido por el fuego fascista cerca de Majadahonda, localidad de la Sierra de Guadarrama, al norte de Madrid, España. Dos días después, al rescatar su cuerpo los hombres del comandante Policarpo Candón, vestía la zamarra de piel de cordero que le había regalado el poeta-pastor Miguel Hernández, para que se protegiera del «puñetero frío», del que, como todo buen cubano, había empezado a quejarse. De Miguel Hernández será la Elegía segunda, que escribiera en honor a Pablo, leída en su tumba.
Me quedaré en España, compañero,
Me dijiste con gesto enamorado,
Y al fin sin tu edifico tronante de guerrero
En la tierra de España te has quedado.
[1] Pablo: la infancia, los recuerdos. Colección Coloquios y Testimonios, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, La Habana, 2005, p.. 35.
[2] Órbita de Rubén Martínez Villena, Colección Órbita, Ediciones Unión, La Habana, 1964, p. 129.
[3] Ibídem, p. 38.
[4] Ibídem, p. 39.
[5] Alusión al poema Niágara, de José María Heredia, por entonces, todavía considerado el Poeta Nacional de Cuba.
[6] Soren Kierkegaard, uno de los principales exponentes de la filosofía existencialista, por entonces, redescubierto por una nueva generación de europeos tras el trauma que significo la carnicería de la primera guerra mundial.
[7] Pablo: con el filo de la hoja. Ob. Cit., p. 35.
[8] Víctor Casaus: «Pablo de la Torriente Brau en la Guerra Civil Española», en Prólogo a Cartas y crónicas de España. Ob. Cit., p. XXXIII.
[9] Todo interés por ampliar tales contenidos, remitirse a Jorge R. Bermúdez. Diario de una imagen: Pablo de la Torriente Brau, Ediciones La Memoria, Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau, La Habana, 2014.