Cuatro artistas en franca decadencia (una diva del cine de oro argentino, un antiguo actor dispensado por el histrionismo y todavía peor pintor, un exdirector y un exguionista) viven aislados del mundo en una mansión, hasta que una pareja de jóvenes viene a interrumpir la paz con la que gozan de su disfuncional amistad y convivencia.
Ese es el pie forzado que da inicio a El cuento de las comadrejas (2019), comedia negra del director bonaerense Juan José Campanella (el mismo de El secreto de sus ojos) que compite en la categoría de ficción en la 41 edición del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana.
Ovacionada fue la presentación de este remake argentino – español de Los muchachos de antes no usaban arsénico (1976), el día de ayer en el capitalino cine Chaplin. El público, igualmente, fue obsequioso en carcajadas con los diálogos — uno de los elementos que hace distintiva a la película, junto a su fotografía, actuaciones y trama—. Es difícil no reír con los parlamentos de Mara Ordaz (rol interpretado por Graciela Borges), a veces pequeñas dagas a los demás personajes.
¿Cómo sobrevive una actriz olvidada por el público?¿Qué estaría dispuesto a hacer un artista por restaurar los aplausos, la fama y la capacidad de obnubilar a la gente mediante la admiración?; Mara nos lo muestra.
La tríada integrada por el exdirector Norberto Imbert (Oscar Martínez), el exguionista Martín Saravia (Marcos Mundstock) y el otrora actor y esposo de la diva Pedro de Córdova (Luis Brandoni) provoca muchos de los momentos hilarantes de la cinta: una cofradía que hilvana diálogos entre sí, dejando entrever la complicidad e intimidad existente entre los personajes.
De contrapeso, los jóvenes y malvados Bárbara Otamendi (la española Clara Lago, de películas como Ocho apellidos vascos y Ocho apellidos catalanes) y Francisco Gourmand (Nicolás Francella), quienes vienen a intentar fracturar una amistad de más de cuarenta años, en pos de un beneficio económico.
El cuento de las comadrejas es una historia con un ritmo trepidante. Sus 2 horas y 9 minutos de duración pasan en un chasquido de dedos, con el deseo de que nunca llegue el final. Para contraponer conceptos y valerse de reflexiones filosóficas el guion logra enfrentar de forma favorable estereotipos: a la modernidad con lo viejo, a la juventud con a la experiencia, a la humildad con la prepotencia.
La cinta es muchas cosas a la vez: un canto a la amistad inquebrantable; un pequeño coqueteo con el ego; el convencimiento —previsible— de que, a la larga, el nosotros siempre vencerá; y de que aunque lo queramos negar, todo cuento viene con una moraleja.
También, siendo consecuentes con el tino del retorcido y a la vez encantador Imbert, el film enseña que a los enemigos hay que conocerlos bien y que “uno no va a cazar comadrejas, las comadrejas vienen a uno”, por eso hay que estar al tanto cuando aparezcan dichas alimañas y voltearles el juego.