Estimo erróneo expresar, como es común en la prensa, que hubo un derroche de coraje en la victoria de un atleta o un conjunto. Derrochar significa desperdiciar, dilapidar, despilfarrar, desaprovechar, malversar, botar, quemar, perder el tiempo, tirar por la ventana, desbaratar, dar al traste… y mucho más lejos queda de sinónimo proliferar que, de acuerdo con los diccionarios, equivale a capaz de multiplicarse por proliferación.
Si alguien agarra por la cabellera a ese significado, lo está relacionando con la multiplicación del desperdicio, de la dilapidación, del derroche… quiera o no. Lo correcto es decir, según mi opinión: se demostró gran coraje o sin el coraje mostrado no se habría llegado al triunfo.
Deseo referirme a otro desatino que se escucha o se lee de manera asidua. Los conduciré hacia un poema y un cuento antes de llegar a este dislate, ambos muy ligados con lo que voy a exponer. El lírico escribe: “La tarde gris me caía encima como la envidia de los mediocres…”. Un cuentista retoza con la aparición del diablo que intenta repartir los males por todo el mundo. Entre ellos escoge el que descansa en una cajita grisácea, achatada y hedionda: la envidia, muy preferida por Lucifer para sus fechorías porque alimenta los restantes.
Frases semejantes a las siguientes laceran los medios muy a menudo: Posee un físico envidiable o cualquiera envidia esa dicción… ¿Por qué no decir: tiene un físico admirable, cualquiera quiere tener una dicción tan depurada? La terrible palabra no debe aparecer tejida a un suceso hermoso. Algunos, ante mis reflexiones sobre los casos señalados, han respondido algo así: Son imágenes que utilizan lo exagerado; valen, se entienden. Replico: estimo que son imágenes no logradas, propagadoras de lo erróneo y no solo en el uso del idioma: lo ético es golpeado también.
Por cierto, la embestida de esa maldad gris del envidioso ocurre en el deporte y en el ámbito intelectual, en lo habitual y aun en espacios sublimes. José Martí la sufrió. “Todo aquel que lleva luz se queda solo…”, expresaría. Hasta sus discursos, que le ganaron el apodo de Doctor Torrente en Guatemala, enfermó de celos a alguien en una ocasión allí.
El verbo de nuestro Apóstol hizo decir a Rubén Darío: “Su palabra suave y delicada en el trato familiar cambiaba su raso y blandura en la tribuna, por los violentos cobres oratorios… Arrastraba multitudes”. Y a Manuel de la Cruz: “…tono gemebundo y dicción clara y esmerada, propia del que habla para grabar la palabra en la mente y el corazón. Breve, sobria, doliente, la elegía, serena y cadenciosa, fluía tranquila y fácil como el llanto. De vez en cuando un arranque tribunicio ponía alas al período y revoloteaba alto, como águila que parece que va a posarse en el sol”.
Sin embargo, un orador esperando para hablar a continuación sintió un efecto terrible. El resentimiento de marras lo trata Gonzalo de Quesada Miranda, en el texto subtitulado Un dolor ajeno que forma parte de su libro Facetas de Martí “… en los apuntes íntimos de Martí queda el dato revelador de su alma noble y generosa, pronta a dolerse de la más leve envidia que él podría causarle con sus triunfos a otro ser humano”.
Las palabras incendian, llegan a lo más hondo, se fijan, al bordar ideas esenciales con la belleza: la poética, puente del pensamiento; la estética, ruta de la ética… “Hasta que sus ojos caen sobre un hombre visiblemente disgustado por los aplausos que se le tributan (al orador), alterándose dolorosamente el ánimo de Martí al percibir que sus éxitos pueden hacerle a alguien padecer…”.
Acerca del suceso escribe después el Apóstol: “Y como desde la tribuna vi a un extraño que sufría con el éxito de mis palabras me afligí de manera y me conturbó su pena de tal modo, que estuve a punto de acabar balbuceando mi discurso. Ya interrumpido por esta nota discordante, y para mi alma muy hiriente, el concierto de amor que necesito, sentí que mis palabras no corrían con su habitual facilidad, ni mis ideas, apenadas por aquella pesadumbre, podían volar a sus mansiones altas”.
Terminó entristecido por esa pasión insana que desune e hiere, y a quien más daña es al propio envidioso, roído en su alma por la desdicha.