El tiempo pasa y con él la historia se enriquece. El hoy se convierte lentamente en pasado y este, no importa los días, años y siglos transcurridos, en un minuto dado renace y resurge para servir de sustento al género humano y de memoria a su historia.
Se ha cumplido el bicenteranario de su nacimiento, el 18 de abril de 1819, y el 145 aniversario de su muerte en combate.
Este personaje con tan solo 23 años confesaba en versos que todo para él era fuego, que aspiraba a vencer por la victoria y que la lucha era para él la gloria. Que quería ser apóstol de una nueva doctrina y a su pueblo quería despertar dormido y ponerlo en la senda con presteza de la virtud, de la ciencia y la riqueza. Pero antes, para alcanzar esa meta debía liberarlo de las cadenas que lo esclavizaban.
Tenía madera de libertadores; en su ser se anidaban un corazón con latidos de héroe, según dijo un contemporáneo. Y un poeta dijo que era gallardo de apostura, de frente ancha, ojos inquietos, que lanzan miradas de águila que penetran hasta en los abismos del corazón. Cuando se dirige al pueblo toma las formas de un Briareo, elevándose sobre la multitud. Uno de sus seguidores expresó que era un hombre impertérrito; ningún peligro le alteraba el semblante. No se quejaba de sus dolores físicos ni morales. Siempre tenía fe ciega en el triunfo de la libertad contra la tiranía.
Con tales naturaleza y características personales, se explica que dos meses antes de iniciar su levantamiento armado expresara en el seno de los conspiradores que el poder de España estaba caduco y carcomido, que si aún les parecía fuerte y grande, era porque hacía más de tres siglos que lo contemplaban de rodillas. Y los convocaba a levantarse frente a aquel imperio.
Fue así que cuando llegó el momento de desatar y encabezar la insurrección armada que hubo de adelantarse por las circunstancias de la orden de arresto contra él y otros revolucionarios, no titubeó en declarar el inicio de la lucha contra España en su ingenio La Demajagua, el 10 de octubre de 1868. En el Juramento ante la tropa reunida aquel día, preguntó: “¿Juráis vengar los agravios de la patria? ¿Juráis perecer en la contienda antes que retroceder en la demanda?” Ante las respuestas afirmativas de sus seguidores, les recalcó: “Yo por mi parte, juro que os acompañaré hasta el fin de mi vida, y que si tengo la gloria de sucumbir antes que vosotros, saldré de la tumba para recordaros a vuestros deberes patrios y el odio que todos debemos al gobierno español. Venganza, pues, y confiemos en que el cielo protegerá nuestra causa.”
Otro 10 de octubre de 1883, José Martí, también continuador de la lucha por la independencia, valoraba aquel acto heroico de la manera siguiente: “Es preciso haberse echado alguna vez un pueblo a los hombros, para saber cual fue la fortaleza del que, sin más armas que un bastón de carey con puño de oro, decidió, cara a cara de una nación implacable, quitarle para la libertad su posesión más infeliz, como quien quita a un tigre su último cachorro”.
Después del inicio de la guerra de independencia que duraría diez largos años, Céspedes y la revolución en marcha alcanzaron victorias significativas como la toma de la ciudad de Bayamo y otros muchos triunfos en el país, y también derrotas y descalabros. Momentos fundacionales del país y gloriosos de su líder ocurrieron en abril de 1869 con la creación de la República de Cuba, la instauración del poder civil con la Cámara de Representantes y la designación de Carlos Manuel de Céspedes como Presidente de la República y otras decisiones. En su alocución al pueblo cubano expresó ideas que lo enaltecen en lo personal y a su causa. Al final de la misma dijo a los cubanos: “Con vuestro heroísmo cuento para consumar la independencia. Con vuestra virtud para consolidar la república. Contad vosotros con mi abnegación.”
Las heroicidades fueron tantas que se puede hablar de una epopeya contra un ejército superior, y los triunfos fueron muchos durante los combates desiguales de aquellos años. La gloria del héroe resplandecía, pero rencillas internas contra él debilitaban el vigor de la revolución y llenaban de pesares la existencia del gobernante. En este lapso fue apresado su hijo menor del primer matrimonio y fue fusilado por los españoles.
Su segunda esposa, Ana, perdió a su pequeño hijito por los rigores sufridos en la manigua, y después fue enviada al extranjero, donde nacieron sus hijos mellizos, varón y hembra.
Después de la muerte de su primera esposa, que ocurrió antes del alzamiento del 10 de octubre, Céspedes tuvo amoríos con una moza a la que llamaba Cambula, y quien fuera la que cosiera la bandera que portarían los combatientes de la insurrección. Tuvo con ella una hija nacida en Cuba y un hijo nacido en Jamaica.
La situación familiar y los pesares se acumulaban y le llevaron a expresar en un momento determinado que “¡La familia me hace desgraciado!”.
También se acumulaban los pesares por las enfermedades diversas que padecía, los asuntos diversos de un gobierno que carecía de los recursos indispensables para ponerlos a la disposición de la guerra, y, a la vez, tener que enfrentar el mal mayor que eran las intrigas y desunión que se propalaba en el interior de país y se propagaba en el exterior.
Ante estas disyuntivas diversas, el héroe con carácter de acero, sufría en la intimidad y en cartas y en sus diarios confesaba sus cuitas, aumentadas por la soledad y necesidad del consuelo de sus amores, representados por mujeres e hijos.
Quizás lo más representativo de estos estados de ánimo y de pesares que herían su alma sensible, son sus apuntes en su diario el “Lunes 9 de septiembre (1872). Hoy hace un año que no veo a Cambula ni a mi hijita. En todo este tiempo me he hallado como solo en el mundo, como si hubieran muerto todas las personas que me profesaban y a quienes yo profesaba un verdadero cariño. Desde ese día he gozado solo todas mis alegrías y solo he sufrido todos mis pesares. Ni una lágrima secreta para mezclarla con el raudal de mis ojos en las noches de insomnio y aflicción: ni una sonrisa cordial en un rostro entristecido para saludar mis venturas; ni una mano blanda y amorosa para enjugar el sudor de mi frente en las horas de cáliz o de enfermedad; ni una voz simpática y suave para consolarme en mis adversidades, o en las injusticias de los hombres; todo esto se acabó para mí y tal vez nunca más volverá a ser. ¿Y la falta de la vista de mi hijita; sus gracias infantiles; el afecto que ya sabía demostrarme: el gusto que yo sentía en velar por ella, en descubrir los gérmenes de los buenos y elevados sentimientos en su tierno corazón? De todo no queda más que un amargo recuerdo, recuerdo que evoca todas las grandes amarguras de mi alma. ¿Y el porvenir? ¡El porvenir se me presenta sombrío! Yo expirando, abandonado en la roca de Prometeo; mi honor mancillado; mi patria pobre y esclava; mis hijos con el sombrero del pordiosero en la mano, o en los cubículos de la prostitución! ¡G…A…D…M…! Aparta de mi vista ese horroroso cuadro: no castigues tan cruelmente mis culpas: mira tan sólo a la pureza de mis intenciones. ¡Extiende tu mano poderosa sobre esos débiles seres!. (…) Llovió”.
No obstante estos juicios, el héroe siguió impertérrito enfrentado siempre a su destino, hasta que el 27 de octubre de 1873 fuera depuesto de la presidencia por la Cámara de representantes. Y luego siguió su peregrinaje por las montañas orientales, hasta llegar finalmente al caserío de San Lorenzo y allí ocurriera el desenlace mortal el día 27 de febrero de 1874 en un combate solitario frente a una tropa española.
En los días finales, viviendo en condiciones miserables, el hombre íntegro jamás dio muestra de arrepentimiento. El hombre rico había sacrificado y entregado ante el altar de su patria toda su riqueza, en dinero y propiedades. No resulta extraño, pues, que al final de su vida, hallándose más solitario que nunca, encontrase unas horas de sosiego y cariño en los brazos de Panchita, una humilde mujer del caserío, que después de su muerte, le trajera al mundo a su hijo póstumo.
Su muerte en un punto inhóspito de la Sierra Maestra resultó coherente con las ideas que expusiera en cartas a su esposa Ana, entonces en Nueva York. “Mis privaciones, mis luchas, mis suplicios, mis victorias sobre las pasiones (…), y la corona del martirio me aguarda indudablemente en los campos de Cuba, ya que no la del triunfo en el Capitolio”.
“…tu recuerdo está siempre vivo en mi memoria y me enajena a veces la ilusión de que algún día pueda volver a oprimirte en mi seno. Pero si esa dicha ha de lograrse saliendo yo de Cuba, ay, amor mío, que muera yo sin probarla…”.
Como conclusión solo se debe afirmar que fue un hombre consecuente en palabras y actos, siempre supo luchar frente al destino y estaba convencido, según sentenciara, de que las empresas de los hombres serían vanas e ineficaces, si no la sostuviese un espíritu de perseverancia. Consideraba que esto era una prueba, una vez más, que la idea no muere y que esos hombres, representantes de las idea, la harán brillar a los ojos de todos los hermanos hasta desde las cumbres del Gólgota.
Este hombre convertido en héroe y libertador y que vivió instantes de pesares infinitos, para los cubanos tiene el título merecido que refleja su grandeza imperecedera: Padre de la Patria.