La polémica sobre el modo de mostrar las grandes figuras de la historia en los medios artísticos hace mucho sobrevuela el ambiente de las realizaciones en Cuba.
La representación de los héroes y heroínas como seres impolutos, encartonados, convertidos en frías estatuas distancia la posibilidad de una comunicación natural con sus vidas y sobre todo la probabilidad de pretender imitarlos por parecer inalcanzables para los comunes mortales.
Ese es uno de los criterios que se alega con razón en el sentido de lo provechoso que puede resultar abarcar la integralidad de esas personalidades que por sus actitudes extraordinarias se convierten en símbolos de valores para la sociedad y como humanos al fin, no son perfectos.
El indispensable José Martí, cuya inteligencia y sensibilidad lo han convertido en una Biblia sobre los más diversos asuntos de la existencia y la sociedad, ofreció brillantes ejemplos de cómo valorar a figuras prominentes en su semblanza de Carlos Manuel de Céspedes e Ignacio Agramonte, donde con amorosa delicadeza muestra sus características, contradictorias incluso.
Otra tendencia, reclama el no establecer límites y dejar al libre arbitrio de cada cual el tratamiento de las figuras que con aciertos y desaciertos han construido la nación desde las luchas independentistas hace más de 150 años.
Ello equivaldría a que cualquiera podría hacer trizas los símbolos nacionales porque no los comparte, porque no tiene capacidad para entender sus significados o simplemente le molesta la grandeza ajena porque no la puede alcanzar ni en su vida, ni en su pretendida obra y escandalizar menoscabando lo reconocido, establecido como valores , suele ser un modo efectivo de hacerse notar.
Pero hay un detalle muy importante que suelen olvidar los que no saben apreciar el legado de héroes y heroínas, hacedores del devenir histórico o personas que sobresalieron por su aporte a diferentes campos del saber y hacer. Los seres que alcanzan esa categoría se desmarcan de sus propios defectos, debilidades, -semejantes tal vez a los otros seres humanos- trascendiéndolos por su entrega a una causa, deponiendo el egoísmo atávico a favor de una obra de beneficio al bien común y eso los distingue ya de quienes no se proponen, ni logran alcanzar tan elevados presupuestos.
Intentar humanizar a las grandes personalidades vulgarizando sus vidas y acciones festinadamente, amplificando sus posibles flaquezas y no mostrando como se impusieron a ellas es cuando menos un miserable consuelo para los mediocres de alma y secuestrar la reconfortante posibilidad de mostrar a nuestra especie de que así como lo común habita en lo extraordinario, también lo extraordinario puede habitar en lo común.
Los públicos, como los que pretenden ser artistas, están conformados de muy diversos factores y sus concepciones sobre la vida, el arte, la historia responden a su formación, a las interpretaciones de sus experiencias vitales, sus traumas, frustraciones, lugares que ocupan en la sociedad y toda sociedad tiene zonas dañadas, porque incluso en las mejores condiciones, tanto familiares como sociales se producen conductas que niegan la precaria construcción de los principios humanistas que intentan , desde tiempos remotos, alejar a los terrícolas de su esencia animal.
Tal aseveración, evidente para cualquiera con un mínimo de sentido de observación, explica que haya público para todo tipo de propuesta, desde los asesinatos grabados hasta funciones de canibalismo difundidos en INTERNET. Pero, ¿acaso en nombre de la libertad creativa hay que promover y celebrar tales productos?
¿Quién dicta las normas, quien ha puesto límites, quien decide que es lo bueno y lo malo? Esencialmente la propia praxis de la especie en sentido general, descontando las imposiciones de las fuerzas hegemónicas según sus intereses.
La humanidad, en parte, aprendió la inconveniencia de la procreación entre consanguíneos, los daños que puede producir el canibalismo, las drogas, la violencia así como los efectos didácticos de la bondad, la piedad, el esfuerzo por el entendimiento, la influencia de los buenos ejemplos y nacieron los símbolos como síntesis y muestra de los valores que podrían producir una vida más plena.
Lamentablemente hay muchos signos del resquebrajamiento, a escala universal, de ese aprendizaje difícil durante milenios, incluso hay inductores de que se produzca para beneficio de intereses perversos como se demuestra en El arte de la inteligencia, del ex director de la CIA Alan Dulles, para promover la subversión en la URSS.
“Sembrando el caos en la Unión Soviética sustituiremos sus valores, sin que sea percibido, por otros falsos, y les obligaremos a creer en ellos. Encontraremos a nuestros aliados y correligionarios en la propia Rusia. Episodio tras episodio se va a representar por sus proporciones una grandiosa tragedia, la de la muerte del más irreductible pueblo en la tierra, la tragedia de la definitiva e irreversible extinción de su autoconciencia. De la literatura y el arte, por ejemplo, haremos desaparecer su carga social. Deshabituaremos a los artistas, les quitaremos las ganas de dedicarse al arte, a la investigación de los procesos que se desarrollan en el interior de la sociedad. Literatura, cine, teatro, deberán reflejar y enaltecer los más bajos sentimientos humanos. Apoyaremos y encumbraremos por todos los medios a los denominados artistas que comenzarán a sembrar e inculcar en la conciencia humana el culto al sexo, la violencia, el sadismo, la traición. En una palabra: cualquier tipo de inmoralidad…”.
Esa receta de Dulles sigue aplicándose ahora en Internet porque el nihilismo, la pérdida de esperanza, las dudas sobre la utilidad de la virtud, la despolitización, son elementos favorables para que los terrícolas pierdan su confianza en sí mismos como portadores de cambios a su favor.
Desacralizar no es vulgarizar, sino humanizar, hacer próximos, comprender en contexto, a los hombres y mujeres que fueron indispensables en la construcción de esta nación que, como país codiciado, acosado y agredido siempre ha necesitado enarbolar sus símbolos para continuar la lucha por la independencia que no cesa porque sigue amenazada. Y ese es , sobre todo, un asunto eminentemente cultural.