Está fuera de duda que el mundo no merece que en país alguno haya un presidente —monarca o lo que sea— como Donald Trump, y menos en una nación de tanta influencia forzada como lo es el estado mayor del imperialismo.
Está fuera de duda que ningún pueblo merece tener un presidente como el patán Donald, ni siquiera lo merecen todas las personas que por una (sin)razón o por otra hayan sido capaces de votar por él en un país donde la opinión pública es manejada por los más poderosos con sus recursos (des)informativos como si fuera una “mula mansa y bellaca”, lo que denunció en esos términos José Martí hace ciento treinta y seis años.
Está fuera de duda que el tal Trump, aunque representativo de muchas de las esencias del imperialismo —o precisamente por serlo—, no solo debe ser echado de la Casa Blanca, sino no debió haber llegado nunca a ella, porque desde ella su capacidad de hacer daño aumenta descomunalmente. Pero esa no es una mansión de ángeles, sino la del césar, y un césar es lo que es: un césar, al margen de sus improntas o arrebatos individuales.
Todo eso está fuera de duda. Lo que aún no lo está es que el desequilibrado mental y grosero Trump será finalmente sometido a juicio político y, menos aún, que terminará condenado y cesado en su cargo, aunque todo eso es posible.
Ahora bien, en caso de que así ocurra, puede ir dándose por sentado que lo relevará otro césar que, en el fondo, tenga los rasgos personales que tenga o parezca tener —estólido y siniestro, como George W. Bush; elegante y siniestro, como Barack Obama; atorrante y siniestro, como el propio Trump— seguirá sustentando los mismos fundamentos imperialistas asesinos y antihumanos que él encarna, y, encima de eso, su remplazo servirá a los voceros de la agresiva y arrogante potencia para sostener que el capitalismo depredador y genocida, afianzado desde hace más de un siglo en su fase imperialista, es un sistema perfecto, que puede incurrir en aberraciones como tener el presidente que ahora tiene, pero conserva la facultad de rectificar y sanearse a perpetuidad: es decir, de seguir siendo monstruoso perpetuamente, mientras dure.
¿Algo probará que esta no es la crónica de un juicio político anunciado?