Por Azorín
La revista parisiense Les Marges, que dirige Eugenio Monfort, ha publicado recientemente un número extraordinario dedicado al periodismo y las bellas letras. Presse et litterature se titula el número de referencia. Y tan interesante materia bien merece unas líneas de comentario; el amor a la profesión periodística nos mueve a ello.
Recientemente también el veterano Mercure de France, siempre lleno de estudios variados y curiosos, verdadera enciclopedia que no tiene igual en Francia; el Mercure de France, repito, publicaba asimismo un trabajo titulado Le journal et la crise du francais (El periódico y la crisis del francés). Dicen que el francés está en crisis; en todo momento de la historia de una lengua, se ha dicho lo mismo; también se suele decir del castellano.
Pero no adelantemos los razonamientos. El autor del trabajo aparecido en la revista Mercurio es Lucien Duplessy; y ya en otra ocasión ha disertado sobre la influencia nefasta —tal le parece a él— del periodismo en la literatura, o por lo menos, en el idioma. Ahora, en este estudio nuevo, resume todo su pensar. Y todo su pensar se halla expresado en las siguientes palabras: “Los dos grandes factores de la decadencia de nuestra lengua, se llaman Estado y Prensa”. Y a seguidas pasa a demostrar su tesis.
En breve prólogo que el director de Les Marges, Eugenio Monfort, pone al extraordinario de su revista, si no dice lo mismo que el autor citado, no está lejos de pensar de idéntica manera.
No se refiere Monfort directamente a las cuestiones de gramática; insiste en la parcialidad de los periodistas, pero en las líneas generales que traza va comprendido todo. Parcialidad de los periodistas; adhesión en todos los momentos al sentir del público (por no decir del vulgo); miedo a la independencia; pugna entre la independencia y el favor de los lectores; si se es independiente, se va contra la tendencia del público, que es siempre misoneísta —y el periódico, sin lectores, perece; necesidad, a toda costa de hacer, según el refrán castellano, lo que hace Vicente; es decir, ir donde va la gente. Dos grandes motivos por tanto de reproche, si no de condenación de la prensa. Y dos grandes motivos son, en resumen, una falacia.
El problema de la gramática ante todo. El autor del estudio aparecido en el Mercurio —y esto ya se ha hecho muchas veces— cita en abono de su tesis frases tomadas de periódicos, en que la construcción es incorrecta, y aun frases en que el periodista dice todo lo contrario de lo que quería decir. Considere el lector la cantidad fabulosa de prosa que consumen los periódicos.
No hay citas que hace el señor Duplessy, sino enormes volúmenes en folio se podrían formar por incorrecciones y dislates aparecidos en los periódicos. Y cuando estuvieran formados esos abultados tomos, no habríamos demostrado nada. Las citas que hace el autor de referencia, están tomadas de informaciones y trabajos hechos al vuelo, no de periodistas que publican trabajos meditados. Y eso es importante hacerlo notar; se escribe rápidamente una información; no puede detenerse el informador en primores de estilo y en puridades gramaticales; el lector no repara tampoco en esas finuras. Busca el enterarse pronto y con exactitud, y nada más.
A quienes les exige o tiene derecho a exigirles corrección y elegancia gramatical, es a quienes disponen de tiempo para sus escritos y cuentan con medios para redactar con finura un artículo; muchos de los informadores —¡pobres informadores!— escribirían también con elegancia, si tuviesen tiempo para ello y, sobre todo, si fuera ese, el mundo en que escriben el instante apropiado para la filigrana. Pero cada cual con su tarea. La tarea del informador es la información: la del redactor político; o literario, la política y la literatura. Y estos redactores políticos y literarios cumplen perfectamente su misión, sin detrimento del idioma. Honor del idioma han sido muchos periodistas políticos y literarios.
En todos los manuales de historia literaria figuran sus nombres; algunos mencionaremos más adelante. Ahora deseamos salir al paso a los que objeten que también estos redactores de periódico de quienes hablamos, suelen incurrir en incorrecciones y dislates. Aunque no existieran los periódicos, existiría, naturalmente, el peligro de errar; aunque no hubiera prensa, los escritores incurrirían, aun los más de estos, en errores y flaquezas.
El ritmo de la vida moderna está plasmado a la rapidez. Acabo de escribir esta frase, y ya me doy cuenta de su incongruencia. Demostrar el movimiento andando se llamaba lo que acabo de hacer. Plasmar un ritmo, es solmene dislate; recuerda la conocida y citadísima frase —conocida y citada en Francia— de “el carro del Estado navega sobre un volcán”. Se demuestra así prácticamente, que en la rapidez con que modernamente se escribe, sobre todo escribiendo a máquina, no es de extrañar un “lapsus”. Todos los escritores, en todos los tiempos, los han tenido. Y ocurre en esta materia un fenómeno en que no sabemos si todos los que escriben han reparado.
Acontece frecuentemente que la imaginación va corriendo a impulso del tecleteo rápido de los dedos. Se ha redactado el artículo; todo está ya listo para ponerlo en el correo; se echa; en efecto, al buzón el pliego con el trabajo redactado… Dos horas después, de pronto, nos quedamos parados; acaso un ligero sudor sobre nuestra frente; vemos ante nosotros, como el terrible trazo bíblico, una falta cometida en el artículo; incorrección gramatical, error histórico, palabra tomada en sentido inverso a su verdadera significación. Está allí, delante de nosotros, el error, y ya no podemos remediarlo. ¿Cómo se ha podido producir este fenómeno de ver repentinamente lo que antes no hemos visto?
Lo subconsciente, sí, había recogido a su tiempo el desliz; pero este leal amigo nuestro —lo subconsciente— ha tardado un poco en avisarnos. ¡Si hubiera andado un tantico más diligente! Hace poco el autor de estas líneas escribía en un trabajo inédito las siguientes palabras: “Por maravilla vemos que…” Una hora más tarde, rápidamente, vio que había dicho lo contrario de lo que había querido expresar. Por maravilla, es como decir raramente, poquísimas veces; y lo que quería poner en el papel era “con asombro”, con sensación de cosa maravillosa; o sea, ver un hombre o una cosa con maravilla y no por maravilla. Supongamos que el autor del estudio publicado en el Mercurio hubiera encontrado esta frase en un periódico —escrita no por quien escribe, sino por una autoridad del idioma—; seguramente dicho autor hubiera recogido estas palabras triunfalmente, para demostrar con ellas los errores que se cometen en los periódicos.
Elevemos un poco más la cuestión. Se habla de decadencia del francés o del castellano motivada por el periódico; en tiempos de Feijóo, ya se habló de tal decadencia, atribuyéndola a la prosa rápida y sugestiva del gran periodista, que periodista fue, ante todo, Feijóo. Se habla, más que de la falta de color y de relieve, en la prosa periodística; se echa de menos en esos trabajos de periodista el valor del casticismo que debe tener la buena prosa de un país. Todo eso es excelente: pero vea el lector lo que son las cosas; en ese reproche precisamente encontramos nosotros el mejor motivo de elogio para la prosa. ¿Achacáis al periódico su barbarie estilística? Pues a esa que llamáis barbarie achacamos precisamente nosotros los progresos del idioma.
Contra los excesos del purismo, la soltura de la prosa periodística. Contra el rigor de lo castizo, la universalidad de la prosa periodística que, hospitalaria, da entrada a su cobijo a toda palabra extranjera, con tal de que sea rápida y expresiva. Y de este modo —gracias al periódico, a la pobre prensa— se va, poco a poco, ensanchando el idioma.
Sería curioso hacer un estudio de esas palabras que los puristas han condenado, y que años después usaba todo el mundo. Quevedo tiene un libro —la Aguja de navegar cultos— en que condena palabras que hace tiempo todos usan; en La cultalatiniparla, hace lo mismo. Lope de Vega, en La Dorotea, ridiculiza las voces hipérbole e ironía; dice él que estas palabras parecen como bellas frutas americanas. Hoy hipérbole e ironía son cosas vulgares. Don Tomás Iriarte, en su folleto Los literatos en Cuaresma, condena también como extranjerizas algunas voces; al presente las palabras condenadas por este autor son, asimismo, vulgares. La prensa, sí, dilata, ensancha el área del idioma; y bien podemos perdonar tales o cuales gazapos y deslices en gracia de esta ola. ¡Benditos sean los periódicos que nos libran de la cárcel de un purismo infecundo!
¿Quién habla de daño del periódico en el campo de la literatura? ¿Quién es osado a ponderar el supuesto estrago de los periodistas en las regiones del arte?
Periodistas eminentes en el siglo xix en Francia y periodistas que han brillado en el periodismo: Benjamín Constant, Pablo Luis Courier, Prevost-Paradol, cuyo centenario se celebra ahora; Anatole France, redactor de Le Temps, Julio Lemaitre, redactor del Journal des Dénats y tantos otros. Periodistas españoles del mismo siglo xix: Larra, Miñano, Balmes, Alarcón, Roberto Robert, olvidado, pero merecedor de exhumación; Pi y Margall, Juan Maragall.
¿No son dignos todos estos periodistas de figurar en la historia de la literatura? ¿No han hecho avanzar el idioma todos estos periodistas? ¿Pueden citarse escritores que no hayan sido periodistas y que hayan escrito mejor que los citados?
Es preciso, cuando se habla de periodismo —desde el punto de vista literario gramatical— elevar un poquito el plano de las consideraciones. Desde el punto de vista en que se sitúan los atrás citados en esta crónica, acaso no tengan razón; pero levantando más el punto de mira, se ve un panorama distinto. Y eso es lo que debemos hacer siempre al tratar de la prensa. Queda el otro tema de la parcialidad pero es tan complejo y vasto, que no podríamos ya abordarlo en el presente artículo.
Texto escrtio por Azorín, José Martínez Ruiz. Monóvar, Alicante, 1873 – Madrid, 1967. Periodista y escritor español adscrito a la Generación del 98. Artículo publicado originalmente en noviembre de 1929.
(Tomado de revista Upec, año IV, no. 14, 1972, pp. 30-31).