Así como, para determinados fines, ha defendido la utilidad de la repetición —algo que saben muy bien, y aplican, los predicadores—, ahora el autor de este artículo recuerda la exigente declaración de Ernesto Che Guevara según la cual un ser humano tiene derecho a cansarse; pero no, si se cansa, a que se le considere de vanguardia. La recuerda no porque esté pensando en merecer tan honrosa estimación, sino porque aspira a estar entre quienes, mientras tal insistencia sea necesaria, no se cansen de reclamar la salvación de una de las mayores maravillas arquitectónicas erigidas en Cuba después del triunfo revolucionario, y gracias a él.
Cualquier ciudad de país rico podría sentirse honrada por tener entre sus construcciones un edificio como el aludido: el Centro Cultural (familiarmente llamado la Casa de la Cultura) de Velasco, poblado que se halla en la provincia de Holguín. Pero esa obra, monumental por sus dimensiones y por su belleza, y por el destino para el cual se creó, corre el peligro de terminar convertida en ruinas.
Debe reiterarse una verdad: la impresionante construcción es un fruto de la Revolución Cubana. Y, pensando en el primer hombre vallejiano, el que vence a la muerte e impulsa a la masa, es justo saberla inseparable de los sueños y la pasión de Félix Varona Sicilia, tras cuya muerte se le dio su nombre al Centro, merecidamente. Con la misma resolución con que arriesgó la vida en la clandestinidad cumpliendo tareas del Movimiento 26 de Julio, se dio él a la tarea de propiciar que su pueblo tuviera un espacio relevante para el cultivo del espíritu, en una zona donde lo cosechado, con sacrificio y angustia de los campesinos —y para provecho de quienes los explotaban, habían sido los frijoles que le valieron al territorio el título de Granero de Cuba. Hoy, tras severas afectaciones climáticas y problemas varios, se recupera la producción de esa legumbre, que, como la papa, es sinónimo de comida. Pero la gala arquitectónica que honra a Velasco y a la nación está en peligro.
Al empuje de Félix, quien logró que aquella población reclamara con más ahínco los materiales para erigir ese edificio que para sus propias viviendas —el arquitecto Rafael Almeida Alemany, dirigente cultural en el país, llegó a decir que semejante experiencia le había hecho pensar en el espíritu con que en otros tiempos se construyeron catedrales—, se unió el portento imaginativo y la sabiduría de Walter Betancourt. Ese arquitecto, que también legó otras obras importantes a Cuba, donde murió prematuramente, renunció a una promisoria carrera en los Estados Unidos para venir a la tierra de sus ancestros y entregarse generosamente a construir para el proceso revolucionario iniciado en ella. Aquí se hizo miliciano, y asombró a quienes se alistaban como él para combatir arma en mano contra el imperialismo si era necesario, cuando lo oyeron responder, con su acento extraño, cuál era su nacionalidad: “Estadounidense”.
A esos primeros hombres se sumó un colectivo de trabajadores de la localidad, encabezados por el diestro Nicasio Santana, maestro de constructores. De él confesaba haber aprendido el joven Betancourt, a quien en los Estados Unidos el insigne Frank Lloyd Wright le aseguraba un exitoso desempeño en su equipo. El respetuoso Santana, con corte de edificio monumental él mismo en su recia figura de hombre laborioso, ejercía su magisterio con su ejemplo, y lograba que sus seguidores tuvieran, abonada por él, esa aspiración vital que hoy convoca a Cuba: la de ejercer la cultura del rigor y el cuidado, el orgullo por la calidad de la obra hecha, ya sea colosal o sencilla, extraordinaria o cotidiana. Todo eso estaba unido a la ética trasmitida por el arquitecto y por el maestro de obras, y por el promotor Félix, quien de ese modo prolongaba la conducta de quien en la clandestinidad había recaudado y cuidado celosamente fondos para la lucha revolucionaria: entrega y más entrega, honradez y más honradez.
Si se permitiera que aquella maravilla terminase convertida en ruinas, no sería solamente un edificio y un proyecto para la cultura artística y literaria lo que se vendría abajo. Se destruiría todo un hito de ejemplo y convocatoria que rinde tributo a la civilidad, a la decencia, a la tenacidad, a los valores morales que el país necesita cultivar tanto como los imprescindibles frijoles, si no más.
No se extenderán estos apuntes en descripciones y datos que ya el autor —ni el único ni el pionero en tratar el tema— ha reunido en otros textos: sobre todo, en “Salvar Casa, frijoles y espíritu” (Bohemia, 9 de septiembre de 2011, y en la correspondiente edición digital, que ya no aparece en línea) y —en la misma revista, como seguimiento de ese reportaje— “¡Se empieza a salvar la Casa!”, que los hechos se han encargado de mostrar que fue esperanzado en exceso.
Más recientemente apareció, en La Jiribilla, “Velasco, donde una maravilla arquitectónica peligra”, que retoma lo plasmado en los anteriores textos y refuerza el grito de alerta por la falta de mantenimiento apreciable en la edificación, urgida de reparaciones. Todas esas páginas abundan sobre el movimiento artístico que se desarrolló en Velasco en diálogo vital con la utilidad y la atmósfera de la estupenda edificación, y con el estímulo que de ella brotaba y merece seguir brotando.
Sería injusto —por no decir criminal— ignorar la realidad económica que el país sufre y le dificulta la vida a la ciudadanía. Pero también sería imperdonable soslayar la urgencia de impedir que se pierda un testimonio palmario de lo que ha significado el empuje creativo de la Revolución. ¿Que hay quienes dicen que esa obra fue también un cántico a la locura? ¡Bienvenida sea una actitud que viene de lo más digno y fecundante del espíritu revolucionario! Está por hacerse un elogio cubano de la locura que no se detuvo ni se detendrá —es un ejemplo— frente a la razón instrumental que aboga por someterse a los designios imperiales.
Para el cálculo pragmático puede ser inaceptable, otro ejemplo, mantener una escuela en la montaña para que asistan apenas dos o tres alumnos, uno solo quizás. Y ciertamente la contabilidad es un instrumento necesario, pero desafiando los cánones de la contaduría más “objetiva” nació y se mantuvo, y ha dado frutos, la riqueza educacional de la Revolución Cubana. Fidel, tan atento al valor de estadísticas y cifras, sabía que había reclamos de justicia y belleza más importantes que ellas, y en eso —con lo que fue consecuente— estriba una de las razones por las cuales su legado no cabe en cuadrículas de datos fríos, y está llamado a seguir atizando la imaginación creativa y el afán sembrador.
Las presentes notas no se extenderán en anuncios y promesas que hasta ahora se han hecho de salvación para la Casa de la Cultura de Velasco. Unos y otras se recuerdan en aquellos textos mencionados, y en general han estado lejos de dar los frutos indispensables que se necesitaba y se necesita alcanzar. Los resultados de algunos pasos, incluso en fecha no tan lejana, se han sumido ya, o van sumiéndose, en la tenacidad del deterioro. Y, más que datos, urge mostrar la necesidad de hacer todo lo necesario para salvar la Casa junto con los frijoles y el espíritu.
Quizás quitando un poco de presupuesto a algunas festividades a las que no se debe renunciar, tal vez replanteando algunos de los escasos recursos con que se cuente en el territorio —sin olvidar que Cuba es una sola—, pueda reunirse lo imprescindible para que aquella obra no se convierta en memoria del pasado. Esa catástrofe, que algunas visiones pesimistas consideran ya inevitable, puede y debe impedirse.
Aún es tan bella esa obra, tan majestuosa, que las fotos no revelan bien su deterioro, ni el peligro —en marcha— de que este se agrave. Sería necesario captar imágenes desde el aire para que se advierta más claramente el pésimo estado de su techo, lo que deja desprotegidos los muros y el interior del edificio. Pero una mirada in situ, sobre todo desde dentro, no deja lugar a dudas sobre una realidad que urge revertir para que dentro de pocos años esa joya arquitectónica no sea tema de una crónica nostálgica titulada “Últimos días de una casa”, que rendiría homenaje a una gran escritora de la nación, pero sería asimismo testimonio de una triste vergüenza.
Salvar esa joya —que tan útil puede seguir siendo no solo para Velasco y sus alrededores, sino para todo el país— levantaría los ánimos de la población lugareña, hoy lastimada por problemas económicos y sociales conocidos. Con ellos se asocia el éxodo que la empobrece en circunstancias por las que algunos pudieran olvidar, o ya olvidan, lo que ha significado la Revolución para la dignidad del pueblo, especialmente de los más humildes.
Mantener ese edificio en pie y lozano sería otro estímulo en favor del ahínco necesario con que Cuba sigue su camino a despecho de las fuerzas que intentan sacarla de él, y doblegarla, o aplastarla. También favorecería que se fomentara, junto con el orgullo de la cubanía —tan desafiado y minado por obstáculos a veces terribles, como los generados por el imperio, y a veces montados en la desidia y la resignación—, esa cultura del detalle que fue natural cuestión de honor para nuestros obreros y campesinos, y que hoy se reconoce, como una de las metas por lograr, entre lo que debe recuperarse para bien de la patria.
Devolverle al Centro Cultural de Velasco su pleno esplendor, y ponerlo a funcionar a tope en función no solo del arte y la literatura —que ya sería bastante—, sino del adecentamiento de la conducta ciudadana —que es mucho más—, contribuiría asimismo a revertir regionalismos que tanto han dañado a Cuba a lo largo de su historia. Ese es un mal que no ha prosperado solamente en este pedazo del mundo, pero es desde él, y en él, donde en este caso corresponde combatirlo de modo más directo.
Sería penoso y estéril apartar la vista y el oído de una idea que puede ser incierta, o una mezcla de realidad y subjetivismo, pero está en el ambiente de Velasco: hijas e hijos suyos, a saber en qué cifra, dan por sentado que la desatención de su Centro Cultural es una de las consecuencias de la división político-administrativa que desde 1976 subordinó ese territorio —parte del municipio de Holguín antes de 1959, y luego municipio él mismo— a la municipalidad de Gibara. Que sea una suposición infundada —si lo es— no autorizaría a menospreciar las consecuencias funestas de su influjo.
De momento, si algo desea realmente el autor de este artículo —quien agradece las muestras de afecto recibidas de su pueblo natal, Velasco, y de Gibara— es poder escribir cuanto antes un texto nutrido de verdad verdadera y titulado “¡Al fin se salvó la Casa!”, y que ese logro sea parte inseparable de la firmeza restauradora de la patria. Mientras tanto, no hay una opción más digna que seguir metiendo el dedo en el ventilador para recordar que en Velasco tiene Cuba una joya arquitectónica en peligro, y no precisamente una joya construida durante la colonia o la república neocolonial, sino en plena república de afán socialista, en plena Revolución. Llamar la atención sobre esa realidad es algo que no debe hacerse, y no se hace en estas líneas, por mero regodeo en las penurias, sino con ánimo de contribuir a que se encuentren las soluciones necesarias.
(Tomado de Cubarte)