Siempre he creído que el Belén de mi familia está en las faldas de la Sierra de Cubitas: sus tierras, sus árboles, las nubes descargando sobre el horizonte, sus aguaceros torrenciales, las cañadas, los arroyos y los ríos, el Charco de Joaquín; sus cuevas, el aire invernal, los relámpagos y los truenos, los fantasmas, sus personajes… Por mis venas siento que por sangre corre también el aire de la llanura.
El batey de Pueblo Nuevo donde nací era famoso por dos razones: porque de pueblo no tenía nada, y mucho menos de nuevo. Era un ajedrez de fincas campesinas.
La primera triada que conocí fue guajira. La formaban tres hermanos: Argeo, Nicasio y Ricardo. Con ellos me inicié en el difícil trance de ganarse la vida con una guataca o un machete. También en el «extraño abolengo» de ser pobre, pero honrado.
El de estos tres hombres y sus familias era como un micromundo. Un batey dentro del batey. Casitas de tabla y guano y piso de tierra, armadas a la forma de las aldeas de nuestros siboneyes, con unos patios inmensos y limpios; mucha pobreza, aunque mucha decencia.
Mi padre siempre recordaba las ocurrencias de Argeo. Al terminar las labores del campo iba a comprar el pan a la tienda, y se «posaba» en una de sus ventanas, con el tabaco terciado y el mendrugo apretado entre los sobacos sudorosos. Después iba a casa y lo colgaba en un garabato de madera en el centro de la sala: «Ya llevaba la mantequilla», decían los «jodedores».
Me invaden estos recuerdos mientras comparo, este 17 de Mayo, a los 60 años de la firma por Fidel de la Primera Ley de Reforma Agraria, con esta otra época histórica, en la que podría afirmarse que Cuba está viviendo, aunque sin firmarla y con la urgencia de reimpulsarla, otra histórica reforma en sus campos.
Intento adivinar el momento de la fractura entre el país en el que la «tierra» fue tantas veces soñada y pocas veces alcanzada en el capitalismo, y el otro, en el que se trastocó casi en aspiración «maldita» durante muchos años.
Desde mi experiencia entre campesinos desde 1965 hasta terminar la Universidad, presumo que se produjo una extraña contradicción: el país que garantizó el derecho físico a la tierra con sus leyes de reforma agraria, limitó el ansia sentimental de poseerla, con su abanico de oportunidades.
El proceso de cambios que tuvo entre sus inspiraciones justicieras la conquista de la tierra, y entre sus más ardorosos soldados a los campesinos, se debate aún hoy para encontrar el equilibrio entre el ansia modernizadora, el modelo político económico, y su tradición agraria.
Sufrimos ahora en parte la fiebre socializadora de la tierra de los años 80. Un voluntarismo general puesto al servicio de la colectivización. Los hijos abandonaron primero la finca de sus padres —en no pocos casos con el entusiasmo de estos—; y luego los jóvenes lo hicieron con las cooperativas. Era como si en el nuevo mundo que se abría se le cerrara el camino a vivir bendecido en la prosperidad de la tierra.
Mientras el ansia socializadora avanzaba mi Pueblo Nuevo natal se marchitaba. Con la migración a la ciudad nos íbamos no solo los brazos para hacer parir la tierra, también las tradiciones. El batey de los guateques de fin de semana con Cheo y sus muchachos, de los rodeos, de las excursiones a los ríos y las lomas, se apagaba irremediablemente.
Las consecuencias totales las pude palpar en unas vacaciones de hace unos años, cuando invité a mi madre y hermanos a visitar el Belén de nuestras vidas. Lo que antes fueron numerosas fincas productivas y prósperas, ahora están transformadas en monte, puro monte.
Por eso entusiasma la suerte de tantas medidas adoptadas tras el inicio de la actualización económica abierta por el VI Congreso del Partido, que no siempre tuvieron la simpatía de todos.
Recuerdo ahora las duras reacciones de un lector en la versión digital de Juventud Rebelde a propósito de la aprobación del primero de los decretos para la entrega de tierras en usufructo. El cibernauta no compartía la idea, defendida por este redactor, de que dicha disposición —que fue bastante conservadora como después se demostró—, abría una excelente oportunidad de «recampesinar» nuestros campos; si profundizáramos en la pertinencia de entregar las tierras de por vida, y ahora agrego: con la posibilidad de traspaso a descendientes y hasta de cooperativizarse, si las circunstancias y la libre voluntad así lo aconsejaran.
“¿Fumigamos con avionetas, plátanos, yuca y arroz, juntitos? (una avioneta fumigando en microparcelitas mueve a risa). No podemos. Cada usufructuario siembra “cositas” diferentes. ¿Unimos las parcelitas en grandes latifundios monocultivados, para poder fumigar?, he ahí un dilema. Veamos otro ejemplito: con las cosechas, ¿“metemos” una cosechadora de arroz dentro de una parcela rodeada por dos platanales y dos guayabales?”, se cuestionaba.
Y termina con una tajante afirmación: “No sé cuál preguntita es más difícil, pero sí sé que con pequeños “propietariousufructuariocooperativistas”, o como se les llame, no vamos muy lejos, aunque sí podemos erosionar el terreno cultivable en pocos añitos, y a esto le tengo pavor: remember Haití. Ya lo digo: el brete es grande y propenso a malas decisiones…”.
Las consideraciones de este lector me hicieron recordar el sensible y enriquecedor intercambio que sostuve con un estudioso de nuestra economía. Este se manifestó preocupado por el contenido que ofrecí al término “recampesinar”, y la importancia que le adjudiqué al Decreto-Ley 259, que no es poca en su opinión, tendente al minifundio, al trabajo individual. Desde su consideración, la agricultura, como el resto de las actividades humanas no prospera, ni consolida la economía de un país, menos en el socialismo, a través del trabajo individual.
“Este ahora solo es paliativo circunstancial y transitorio y puede generar valores, vicios y otras lacras de una sociedad en transición hacia el capitalismo, nunca al socialismo…” decía el especialista.
En ambos opinantes pervivía el prejuicio, o las suspicacias contra la existencia de un tradicional sector de propietarios individuales —sean o no campesinos— en la nación. Incluso se oponen a su fomento con las decisiones renovadoras de la economía.
Con esos criterios pudiéramos levantar algo así como minifundios del infundio —para no decir de lo infundado— en medio de una sociedad empeñada precisamente en sacudirse de las distorsiones y las consecuencias que semejantes ojerizas le acarrearon en estos años.
Ese tipo de valoraciones ignoran, como ya he apuntado, que la Revolución corrige ahora algunos de sus errores de idealismo y de voluntarismo; los mismos reconocidos transparentemente por Fidel en su diálogo con Ignacio Ramonet. Sencillamente —admite el líder de la Revolución— deben coexistir tantas formas de propiedad como las que contribuyan a la construcción y consolidación del socialismo.
Pueden albergarse las aprensiones que se estime hacia el sector campesino —muy injustamente acusado por ese lector hasta de gran depredador ambiental—, pero lo que no puede ignorarse es el peso abrumador de la realidad. La terca realidad está ahí para regalarnos la sabiduría de sus lecciones.
Según estudios agrícolas, hasta hace unos años —y son datos para actualizar— los campesinos individuales daban un uso eficiente al 68 por ciento de sus tierras, mientras en manos estatales solo lo hacían al 29 por ciento, en las UBPC al 48, y en las cooperativas de producción agropecuaria al 58.
Hasta hace no pocos años, según datos de la Oficina Nacional de Estadísticas, las cooperativas de créditos y servicios (CCS) —que agrupan a los famosos «minifundistas»— y de producción agropecuaria (CPA), con solo el 24,4 por ciento de las tierras cultivables del país, producían el 57 por ciento de los alimentos.
Ahora bien, no basta con entregar tierras en usufructo para resolver el problema de la tierra en Cuba, un sector al que no le hemos hecho el suficiente honor, después de considerarlo de seguridad nacional y de iniciarse otra importante transformación estructural agraria tras el VI Congreso del Partido, que incluso ha modificado el mapa de la propiedad y la gestión agraria nacional, dejando atrás la hegemonía estatal, a partir de la entrega de tierras en usufructo, las cooperativas de producción agropecuaria y las unidades básicas de producción cooperativa, beneficiadas con 17 medidas para liberarlas del tutelaje de la empresa estatal y ponerlas en igualdad de condiciones para producir.
Todo ello no derivó aún en un despegue en propiedad de este sector, esencial para la reactivación económica nacional, pese a todas las decisiones adoptadas en los últimos tiempos.
En nuestras mesas se acumulan todavía, al parecer, más interrogantes que alimentos, aun cuando avanzamos hacia la profundidad de la actualización en la agricultura. No acaba de tener el filo suficiente, a juzgar por los resultados, la espada alejandrina que desate no ya el nudo, sino la multiplicidad de trabazones.
Recordemos que diversas medidas debieron derivar en mejores dividendos: significativas cantidades de terrenos tradicionalmente dedicados a la caña están ocupados ahora en cultivos varios, entrega de miles de hectáreas a usufructuarios, anillos productivos alrededor de las ciudades, incrementos de precios a los productores, cambios en la contratación, nuevas fórmulas experimentales de comercialización… por mencionar algunas de las más significativas.
A todas luces, aunque hay algunos resultados alentadores en algunos renglones, nada de lo anterior parece completar el acelerón que saque a la rama de los atasques en que se encuentra. Y no puede desconocerse que para los bolsillos y la existencia del ciudadano común esa situación está resultando costosa.
Algunas autoridades, con quienes intenté encontrar respuesta a este dilema, daban la razón a quienes afirman que ha faltado mayor integralidad y coherencia en el abordaje de la recuperación agrícola.
Por mencionar un solo aspecto, hay quienes sostienen que a todas las medidas ya mencionadas, como la de poner a las UBPC en igualdad de condiciones para producir —una estructura cuya aparición fue considerada como la Tercera Reforma Agraria— y algo que requiere seguir profundizándose, debe agregarse mayor recapitalización y oxigenación de los grandes emporios estatales agrícolas.
Lo insoslayable es acabar de sembrar en nuestros campos la semilla de la prosperidad, sin la cual sería imposible la de todo el país. En agricultura, como en todo, creía el Apóstol de nuestra independencia, preparar bien ahorra tiempo, desengaños y riesgos. Y no se olvide que Martí situaba al campo entre los centros de la existencia material y espiritual de Cuba.
Un prominente naturalista norteamericano que decidió regresar al cultivo de la tierra de sus padres, sostiene que sin importar qué tan urbana sea nuestra vida, nuestros cuerpos viven de la agricultura; venimos de la tierra y retornaremos a ella, y es así que existimos en la agricultura tanto como existimos en nuestra propia carne.
Su tesis —sostengo nuevamente— podríamos acercarla a las exigencias actuales de Cuba. Nuestro país viene de la tierra y también retornamos a ella, y como reclama el actual proceso de actualización de la economía, deberíamos existir en la agricultura tanto como existimos en nuestra propia carne. Eso lo reclama esta cuarta Reforma Agraria.
(Artículo a partir de opiniones publicadas por el autor en el diario Juventud Rebelde)