¿Quién no recuerda su primera vez? La entrada al periódico. Todos, allí sentados frente a sus máquinas, la cara de asombro y las manos sudadas cuando te dicen que aquel periodista será tu tutor e irá contigo para enseñarte.
Es en ese preciso momento cuando comienzas a sentir que estudias periodismo aunque estés en primer año. Luego aprenderás que es una profesión “de a pie”, literalmente, porque no te asignaron un carro para ir a aquella empresa que queda al otro lado de la ciudad.
La segunda lección te llega a la autoestima. Cuando pones un pie en la garita, el CVP te mira desconfiado de arriba a abajo, preguntándose de dónde saliste con esa pinta y esa cara de inocente. Como todavía estás en primero y no conoces las artimañas para colarte en lugares sin ser visto, tienes que decirle, efectivamente, de dónde saliste y que estás haciendo prácticas en el periódico, que tu tutor es fulano, que has venido desde allí a pie porque jamás te recogió nadie y que debes regresar pronto con algo “decente” para publicar.
– “Mira, subes esa escalera, doblas a mano derecha y ahí está la oficina del funcionario X. Pero como él casi nunca para ahí, pregúntale a su secretaria, que se sienta dos puertas más allá o si tienes suerte, la encuentras arreglándose las uñas en la oficina del subdirector, a cuatro puertas de la suya. ¿Entiendes?”
Asientas con la cabeza y haces todo lo que te dice. Pero la secretaria Y no está ni arreglándose las uñas ni haciendo nada allá arriba. Bajas otra vez y te dicen que te sientes y esperes ahí. Y ahí estás una, dos horas, a punto de desmayarte o morir de tedio. Alguien pasa y te ve. Te dice que lo acompañes, que te llevará con el funcionario. Sigues sus pasos y cuando llegan a la puerta su secretaria, que apareció misteriosamente, les dice que X salió a resolver un imprevisto y regresará en media hora. Te ofrecen un sillón y esperas dos horas más.
Aprendes la tercera lección: el arte de esperar por la gente. La secretaria también te mira con desconfianza. “¿En qué año me dijiste que estás?”
– En primero, compañera.
– Hmmm –te escudriña de arriba abajo otra vez. “Pero te falta cantidad para ser periodista”.
La conversación es apenas eso. Entra X al lugar, acompañado de medio alfabeto. “Ahora no puedo atenderlo”- ha dicho. “Tiene que esperar a que termine de conciliar con estos compañeros y después veremos. Déjale las preguntas a Y para irme preparando”. Ahí llega la cuarta lección: el funcionario no solo dispone de tu tiempo, sino de tu entrevista.
A los quince minutos todo el mundo sale a almorzar y tú sigues allí, invisible. El estómago comienza a sonarte. Te das un buche de agua “al tiempo” que traes en un pomito. “Ven, pasa” –anuncia Y. “El funcionario ha dicho que te dará lo que necesitas”.
En la oficina, X parece que hizo el casting para interpretar Neo y se desliza por tus preguntas sin dar una respuesta concluyente. “Es que no puedo darte ese dato porque no tengo la autorización de fulanito y eso otro que me preguntas no es publicable, de hecho, casi nada de lo que dije lo es”.
Te vas desconfiado pero satisfecho porque has hecho tu primera entrevista. Llegas al periódico a las tres de la tarde. Tu tutor te recibe con una sonrisa en la cara y te presta su máquina para que escribas 30 líneas. Redactas aquello con la vida porque no has podido comer nada. Ambos se apresuran para entregar la información al jefe, quien te examina por encima de sus grandes espejuelos. “Para ser la primera vez está bien, estudiante. Pero no lo vamos a publicar porque esta semana hay una edición especial y eso no entra. Será para la próxima”.
La rabia se te sube a la cabeza, te arden los ojos y aprietas los puños. Aprendes la última lección del día: no siempre un buen periodista publica su nota. Te vas satisfecho creyéndote grande, aunque te falten siete prácticas más.