Dayamis Sotolongo
Aquella mañana en la sala de la casa lo había anunciado resueltamente: “Voy a estudiar Periodismo”. Y ni él mismo sabía de dónde le había sobrevenido aquella repentina vocación. Quizás le venía creciendo desde que, montado a la zanca del caballo del padre en días de temporal, recorría aquel camino poblado de matas, bueyes… para ir hasta la Manuel Ascunce Domenech —la escuela primaria a la que ingresó antes de tener edad por ese antojo prematuro de aprender— o desde que el maestro Felito le azuzara el ingenio con tantas enseñanzas o desde que el profe Martell lo embelesara con aquellas clases de Historia.
Acaso tanto como andar volando en la bicicleta destartalada por las idas y venidas a través de esos trillos le apasionaba leer periódicos y estar informado siempre. Mas, lo cierto es que de súbito había cambiado los planes de estudiar en la Unión Soviética para sentarse en un aula de la Universidad de Oriente.
Cuando en 1983 llegaba a los Altos de Quintero con aquel maletín rojo bajo el brazo era apenas un muchacho larguirucho con afición al baloncesto y a la pelota. Llevaba, también, una pasión desmedida por fabular que iría demostrando luego lo mismo en los documentales radiales —donde inmortalizó como héroe a Timbales, un común desmochador de palmas de su natal Jicotea— que en los cuentos desgranados a deshora en la redacción de Escambray.
Al periódico llegaba por embullo del amigo-hermano Enrique Ojito, en 1990, después de trabajar dos años en Radio Sancti Spíritus. Empezaba como asistente de Redacción en aquellos días de insomnio ante la vorágine del diarismo y en los que las planas se armaban con las enormes letras de plomo que se exprimían o se alargaban según conviniera. “¡Se acabaron las letras!, era una frase muy típica que se escuchaba —revela ahora sin saber que el celular va dejando constancia de un aparente diálogo informal—. Aprendí mucho en ese tiempo, también con Larralde, que era un editor excelente”.
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En ese entonces publicaría el mayor disparate que, según dice, ha cometido hasta los días de hoy. “Había un reportaje de Orestes Ramos que se iba a publicar en una página interior y tenía como 14 cuartillas. Se estilaba poner un avance en la portada y luego, adentro, se ponía: Viene de la primera. Se habían reservado dos cuartillas para la primera, pero la portada se fue complicando y fueron apareciendo informaciones y se quedaron las primeras cuartillas sin publicar. Cuando el periodista vino a preguntarme tuve que decirle: Las cuartillas que faltan están en mi gaveta”.
Desde esa fecha simultaneaba el oficio de editor con el reporterismo, tanto que desde 1992 se convirtió, por puro altruismo, en corresponsal de Granma y ni cuando pasó de subdirector a director dejó de escribir un día. Sin pensarlo asumía aquel noviembre de 1997 las riendas de un periódico que ya era semanario y que habría de convertirse —aunque le cueste reconocerlo— en imagen y semejanza de los lectores.
“Juan Antonio Díaz —entonces primer secretario del Partido en la provincia— me dijo: ‘Eso es para que estés un tiempito ahí’ y ya yo llevo más tiempo que los siete directores anteriores juntos”.
Empezaba a emplanar con esa inconformidad tan suya y tan contagiosa otro periódico: el de retratar la vida con sus claroscuros; el de publicarlo todo, por escabroso que sea el tema; el de rastrear las noticias, aunque las fuentes oficiales callen; el de atemperar políticas editoriales a las necesidades de los lectores; el del diario en Internet; el de multiplicarse en Facebook y en Twiter.
Bajo su tutela Escambray se coronaba en los Festivales Nacionales de la Prensa Escrita, trascendía de provincia en provincia y enamoraba a un staff —como le gusta decir— de encumbrados periodistas y colaboradores, muchos de los cuales aún permanecen.
Y el lidiar con esta galería de personajes para convencerlos —y a veces vencerlos— para poner de reliquia a las máquinas de escribir y empezar a crear en aquella rareza de microcomputadora llegada a la Redacción gracias a un canje de toneladas de papel; y el tener luego solo dos computadoras: una para teclear todos los textos y otra para diseñar.
“Escambray ha tenido dos momentos trascendentes: uno, el de la impresión directa a la offset y el otro, el de la introducción del diseño digital y la digitalización”.
Ha sido también por pujanza suya, por esa vocación perfeccionista de hacer las cosas cada vez mejor, por ese ímpetu indomable de no quedarnos a la zaga nunca.
Logra camuflarse en una y muchas funciones; tanto que puede ocupar un escaño en la Asamblea Nacional desde 1998; puede organizar una cobertura ciclónica como si fuera el The New York Times; puede batirse por sus periodistas sin causar heridas mayores; puede abrirse una cuenta en Twiter y participar como si fuese un nativo digital; puede convertir en metáfora la más agreste de las realidades.
Tal vez porque sufre en carne propia el periodismo nuestro de cada día. “En Cuba hay un vicio de divulgación. La sociedad cree que los periódicos están para eso y no es así”.
Para salir airoso de esa pelea diaria entre lo que se dice y lo que verdaderamente se cree tiene un arma: “A veces hay que hacer concesiones”.
Sentado en la misma silla 21 años después, ni él mismo se lo cree. No ha mandado por imposición alguna; pesan más la mano en el hombro, el compromiso escurridizo que va atando día a día. “Hay que dirigir por procesos, en teoría —confiesa, pero ni yo mismo sé lo que es eso. Yo he dirigido todos estos años por amistad”.
Y porque Escambray lleva, a la par, su nombre; es también su obra y lo sabe. Porque ni aun en la misión en Venezuela o en días de ausencia le puede perder ni pie ni pisada. Porque desde el día aquel que decidió hacerse periodista no ha dejado de serlo.
“Escribir es una necesidad, es parte de mi contenido de dirección. Cuando en una semana no escribo ni una nota me pongo como un perro con bicho”.
Veintiún años después le siguen rondando los mismos ánimos, la misma nobleza, la incurable vocación de crear. Veintiún años después, para suerte nuestra, aquel guajiro de Jicotea dejó colgadas en uno de los cuartos de su casa la montura, las espuelas y las botas regaladas por el padre, y se hizo periodista.
Nota: La publicación de este trabajo es, quizás, el primer acto de desacato editorial en los 40 años de Escambray.
(Tomado de Escambray)