Aquel 27 de enero de 2017 me levanté ansioso. En la columna de opinión de esa edición dominical de Juventud Rebelde había publicado un comentario sobre un tema tan delicado como poco frecuente por su tesis: la actualización económica nacional y la preocupante dilación de los tiempos en que este proceso estaba transcurriendo.
Tras un análisis de las causas y consecuencias de esos costosos retardos terminaba por alertar: Repito, a riesgo de ser mal juzgado, no podemos olvidar que, como legó William Shakespeare, tan a destiempo llega el que va demasiado deprisa como el que se retrasa demasiado. Para la medida de un proverbio chino, una pulgada de tiempo es una pulgada de oro.
Muy temprano en la mañana sonó el teléfono, provocándome el corrientazo de un mal presagio. Levanté el aparato con precaución felina, para escuchar del otro lado una voz que, por su acento y gravedad, sería muy difícil de desconocer para los que hemos seguido con pasión este tramo hermoso y complejo de la historia cubana. Era, nada más y nada menos, que José Ramón Fernández.
Presentí, en medio del apresuramiento y la sorpresa, que tendría que enfrentarme a un difícil cuestionamiento de mi comentario dominical con una de las leyendas vivas de la Revolución, con el oficial pundonoroso levantado contra el batistato, el referente obligado de los combates victoriosos de Girón, el ministro con un rastro de delicadeza, decencia y eficiencia, al asesor al final de una extensa vida de fidelidad y entrega casi inauditas.
El inicio de la conversación contribuyó a acentuar esa idea. Comenzó por decirme que había logrado «engañarlo», y con ello atrapar su atención, porque pensó que haría un análisis de la pelota criolla —los Alazanes acababan de ganar la temporada beisbolera …
A partir de ese momento me volvió el alma al cuerpo, como solemos decir en esta Isla, porque además de elogiar el estilo con el que había introducido el asunto, lo había hecho con los argumentos con que debían hacerlo, como él, todos los revolucionarios, los cuales no podían perder de vista que en la suerte de la transformación económica se estaba jugando la del modelo de socialismo.
Más tarde fui descubriendo que aquel espaldarazo telefónico no podría presentarlo nunca como una exclusividad. Fernández convirtió en parte de su estilo de dirección —de estimular moralmente— llamar personalmente a numerosos periodistas, casi siempre para elogiar abordajes atrevidos de la realidad nacional.
No lo hacía solo con colegas radicados en la capital. Jorge Luis Merencio, corresponsal del diario Granma y actual director del semanario Venceremos, me relató de su diálogo telefónico con él, a propósito de un material de esa naturaleza.
La primera vez que tomé conciencia de esa manera peculiar de relacionarse con la prensa —en un país y una etapa en que lo más común era una visión instrumental o hasta cierta subestimación—, fue en el período en que me desempeñé como subdirector editorial del Diario de la Juventud Cubana. En varias oportunidades los directores salían de su oficina anunciando al Consejo de Redacción una llamada de Fernández con ese propósito.
Durante ese tiempo tuve el honor de servir de mediador para entrevistas y otros materiales y siempre descubrí en esa relación un gran respeto, admiración y estima por este que García Márquez llamó el «mejor oficio del mundo».
La colega Margarita Barrios, con casi toda una vida profesional dedicada al abordaje de los temas educacionales —en no pocas oportunidades con cuestionamientos a un sector que siempre fue tratado como un cristalito, por ser una de las piedras preciosas de nuestro socialismo— fue testigo de varios de esos enaltecimientos gracias a la mediación de los servicios de Etecsa.
Por la fecha en que recibí en casa la última llamada de Fernández se puede adivinar que, aunque superaba los 94 años, nunca aceptó la idea del «reposo del guerrero». De Fidel había aprendido que los revolucionarios no dejan el deber por el lugar más cómodo y mucho menos se retiran, al menos mientras la obra de justicia y libertad de Cuba estén dolorosamente inconcusas.
Mirando hasta con mayor sentido premonitorio podría considerar ese postrero telefonazo el anuncio de una nueva era para la comunicación y la prensa en Cuba.
Ahora pongo de testigo el artículo que provocó su llamada:
EL ALAZÁN DEL CAMBIO, ¿A TROTE O GALOPE?
por RICARDO RONQUILLO BELLO
El play off pone de moda a los Alazanes, mientras otra serie, no menos apasionante, nos aguijonea el ansia de otros triunfos nada beisboleros que, como en aquella adivinanza aprendida en la niñez, resulta que en algunos casos «mientras más cerca parecen estar más lejos».
La cuenta de la actualización económica cubana empieza a llegar al punto en que se le miden —y se le piden— mayores resultados. El «tiempo» comienza a configurarse en una categoría más punzante en la medición de ese proceso que, al hacer un paralelo con los populares Alazanes, unos quisieran a trote, otros de marcha, y no faltan quienes lo lanzarían a galope, aunque crezca el peligro de desbocarse.
No podemos olvidar que más de 20 años de crisis continuada, y entre tantas necesidades por satisfacer, incubó entre nosotros una sicología de la urgencia, con su difícil secuela de derivaciones o desmotivaciones.
Los análisis y decisiones de la última sesión del Parlamento fueron reveladores de que en diversos aspectos proyectados en la transformación campean las dilaciones, al amparo del burocratismo y de esa sombra paralizante que Raúl ha definido como la «vieja mentalidad», más allá de los graves impedimentos externos que confluyen sobre nuestro proyecto de país.
Los casos más renombrados en los debates del legislativo fueron la renovada extensión del experimento que sobre el Poder Popular se realiza en las provincias de Artemisa y Mayabeque, y los obstáculos que se interponen al despegue de la inversión extranjera.
En este último tema Raúl ha reconocido que no estamos satisfechos, porque han sido frecuentes las dilaciones excesivas del proceso negociador, y consideró que para avanzar resueltamente debemos despojarnos de falsos temores hacia el capital externo.
Lo que está claro es que el proyecto de mejoramiento de la sociedad cubana se debate entre dos velocidades: una es la forma en que debe caer el pie sobre el acelerador de las decisiones estratégicas, y otra diferente sobre las que pudieran considerarse esencialmente tácticas. Esa sería la forma de darle verdadero sentido y justa dimensión al tiempo político de la actualización, expresamente declarado: «sin prisa, pero sin pausa».
Lo lamentable sería que la burocracia, que no es solo una sobredosis de funcionarios, burós y papeles, sino una mentalidad, nos haga perder de vista el objetivo y la esencia de las transformaciones.
Tal vez para algunos, por ejemplo, los experimentos se convirtieron en un fin en sí mismos, cuando en realidad esa opción de prueba y error, establecida con sabiduría y prudencia, pretende conducir más certera y expeditamente la actualización hacia los profundos y delicados cambios estructurales y sintonizar el proyecto socialista del país con las nuevas circunstancias nacionales y mundiales.
Ya sabemos, porque lo remarcó Fidel, que el error más grave, entre todos los de idealismo cometidos por los revolucionarios cubanos, fue el de haber creído que alguien sabía cómo se construía el socialismo. Así que los experimentos, y su naturaleza experimentadora de prueba y error, son como la estrella polar en la inmensidad de ese camino hacia lo ignoto que nos hemos proyectado con la opción socialista, como reconoce Raúl.
Tal vez una de las sincronías más complejas se ubicará entre la urgencia de algunos de los cambios propuestos y el avance del cambio mismo. Lo que ocurre con la inversión extranjera y los experimentos de Artemisa y Mayabeque es sintomático, por su carácter perentorio.
Descubrimos el agua tibia al remarcar, como lo han hecho políticos y entendidos, que un despegue en propiedad de la economía nacional requiere de ritmos de crecimiento sostenidos superiores al cinco por ciento, algo absolutamente imposible, en las actuales condiciones, sin la participación creciente del capital foráneo. Sería un grave error desperdiciar el inusitado interés por Cuba que se despertó en el último tiempo.
Aunque en otro ámbito, lo que se indaga en Artemisa y Mayabeque es igualmente sustantivo, sobre todo al considerar que el sistema del Poder Popular, base de la estructura democrática y del poder político socialista cubano, fue de los que sufrió mayor desgaste en todo este extendido período de resistencia, como lo revelan, incluso, importantes indagaciones sociales.
Pensar en estos temas me recordó una visión del ejercicio político de Fidel, que no podemos perder de vista al evaluar el tiempo como una categoría central de los cambios. En entrevista a nuestro diario, la reverenda Miriam Ofelia Ortega Suárez, diputada a la Asamblea Nacional, recordaba que así siempre fue Fidel: «escuchaba, trataba de comprender y realizaba acciones rápidas, sorprendentes y únicas».
Hermosa e irrenunciable manera de hacer que la Revolución no deje de ser revolucionaria. Repito, a riesgo de ser mal juzgado, no podemos olvidar que, como legó William Shakespeare, tan a destiempo llega el que va demasiado deprisa como el que se retrasa demasiado. Para la medida de un proverbio chino, una pulgada de tiempo es una pulgada de oro.